-No la conocés –mentí.
-No la conozco.
-Bah, sí... la conoces...
-¿La conozco? –se exaltó Goñi. Pensó un instante-.
¡Lucrecia! –aventuró. Lucrecia era una compañera de trabajo mas fea que un culo. El “Pacu” le decían los muchachos de empaque. Mire a Goñi con cara de ofendido.
-No...No...
Goñi se quedó callado, expectante. Y Contreras también, ya ni siquiera fingía estar trabajando y me miraba.
-Adriana –dije.
-Adriana... ¿Quién es Adriana? –balbuceó Goñi, y con el costado del ojo advertí que Contreras palidecía.
-La flaca, la narigona que va al “Freddy”. Que almuerza siempre con la petiza –agregué, como si fuera necesario.
La verdad es que ni yo lo podía creer. Lo cierto es que me costó mucho decidirme a encararla. Nunca he sido muy suelto para atracar minas.
Pero ese día apareció sola en el boliche. Sin la petisa. Y se sentó a una mesa en compañía de un libro, La inteligencia emocional.
Supongo que, como a casi todas las mujeres, le jodía comer sola pese a que era clienta del boliche y los dos mozos la conocían. Era, indudablemente, el momento. Y yo, el hombre indicado para aprovecharlo. Goñi me lo hizo saber, aumentando la presión, argumentando que él se marginaba de la competencia ya que era casado y que, además, no estaba a ese nivel. Contreras no había ido ese día y, por otra parte, también era casado y notablemente temeroso de lo que pudiera decirse de él.
Había mas candidatos, sin duda, en las otras mesas, pero muchos almorzaban con compañeras de trabajo que sabían que ellos tenían esposas e hijos, situación que los paralizaba. Y algún otro aspirante, quizás, desconocido, al cual habría que adelantarse. No tomé el café, incluso, por el apuro y los nervios y, cuando ya salíamos con Goñi, me paré junto a la mesa de ella y le hice la más imbécil de las preguntas.
-Perdoname –dije-. ¿Estás leyendo ese libro?
-Lo estoy terminando –contestó ella, con una sonrisa.
-Ahh... ¿Y qué te parece?... Porque lo estaba por comprar y...
-Mirá... –frunció ella la boca, pensativa, adoptando un gesto de crítico literario. Al tiempo, señaló vagamente la silla desocupada de su mesa.
Dije “permiso”. Y me senté. Lo demás fue fácil...
Continuará...
Roberto Fontanarrosa
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