viernes, 28 de junio de 2013

Mirar la luna

Una noche de verano sumamente calurosa, una noche de fines de diciembre, salí a tomar aire afuera de la cabaña que ocupaba termporariamente.
La noche era apacible y hermosa. A mi alrededor todo era quietud y en el aire flotaba un no sé qué extraño y fascinante. El cielo estaba totalmente despejado y me pareció un océano lleno de misterios. De pronto, sin saber por qué, me dieron unas ganas bárbaras de mirar la luna. La busqué y la busqué con la mirada, y nada. No se la veía por ningún lado. Me puse un par de anteojos, y nada. Me los saqué, los limpié cuidadosamente, me los volví a poner... nada. Recordé que tenía un potente telescopio portátil. Me pasé un rato largo mirando el cielo a través de su lente, pero la luna no aparecía por ningún lado. Ni siquiera opacaba por su presencia. Nubes no había ni una. Estrellas, un montón. Pero la luna no estaba. Me fijé en el almanaque. Era un día de luna llena. ¿Cómo podía ser que no estuviera? ¿Dónde se habría metido? En algún lugar tenía que estar. Decidí esperar.
Esperé con ganas. Esperé con impaciencia. Esperé con curiosidad. Esperé con ansias. Esperé con entusiasmo. Esperé y esperé. Cuando terminé de esperar miré al cielo, y nada. Cuando pude sobreponerme a mi decepción, me serví un café. Lo bebí lentamente. Cuando lo terminé de tomar la luna seguía sin aparecer. Me serví otro café. Cuando lo terminé de tomar ya había tomado dos cafés. Pero de la luna, ni noticias. Después del décimo café la luna no había aparecido y a mí se me había terminado el café. Paciencia por suerte todavía tenía. Consulté las tablas astronómicas que siempre llevaba en la mochila. Eclipse no había. Pero de la luna, ni rastros. Volví a tomar el telescopio. Enfoqué bien, en distintas direcciones. El cielo nocturno era maravilloso y, como tantas otras veces, me sorprendió mucho encontrar algo que no esperaba ver. Mucho menos en ese momento y en ese lugar. Ahí a lo lejos, entre tantas galaxias con tantas estrellas y tantos cuerpos desconocidos que se movían en el espacio había un pequeño planeta con un cartelito que decía "Tierra". Le di mayor potencia al telescopio y pude ver claramente que en la terraza de mi casa todavía estaba colgada la ropa que me había sacado antes de ponerme el traje de astronauta. Adentro, en el comedor, mi esposo y los chicos comían ravioles con tuco y miraban un noticiero por televisión. En ese momento justo estaban mostrando una foto mía y el Servicio de Investigaciones Espaciales informaba que yo había alunizado sin dificultades. Me tranquilicé y me quedé afuera, disfrutando serenamente de la noche, mirando todo con la boca abierta, absorta en vaya a saber qué, tan distraída como siempre, totalmente en la luna.
Adela Basch
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miércoles, 26 de junio de 2013

Poesías sobre calles y barrios de la ciudad de Buenos Aires

Montañeses
La lluvia estalla en la montaña
está ya
lloviendo.
Y mientras, desde el desván,
yo viendo
que el bosque se desvanece.
Los árboles ceden sus ramas
al agua que se derrama
y cae de rama en rama.
Helada baja el agua, impetuosa llega
el hada de la montaña.

Boyacá
En la calle Boyacá
alguien pela una cebolla.
Pero al ponerla en la olla,
cae rodando y se abolla.
Que sea boya la olla
en la calle Boyacá.
Me detengo. Voy acá.

Tejedor
En la calle Tejedor,
en el jardín de una villa
al asomarse la tarde
la vi a Ana, que ovilla.
Ovilla Ana su lana
y con agujas en punta
va tramando maravillas
mientras las hebras se juntan.
Un farol vierte su luz
sobre el tejido que oscila
cuando Ana con la lana
delicadas tramas hila.
Y sus manos no desmayan
mientras el tejido traza
el contorno y los matices
de unas figuras con rayas.

Caballito
A un barrio tranquilo
de sencilla gente
llega un jinete
y desensilla urgente.
Dense silla, gente,
a tomar asiento.
Sí, ya llega alguien
a contar un cuento.
A caballo llega
acaba ya de llegar
y acá van ya sus palabras
que se largan a rodar.
"Supo haber en este barrio
que tanto otoño barrió,
un equino tan pequeño
que aquí no hay quien lo vio.
Era un caballo alado
de muy escasa estatura
que pasaba por al lado
con su insólita figura.
Y aunque algunos se resistan
a aceptar extraños hechos
yo sé que hay noches que vuelve
a volar sobre los techos."
Y dichas estas palabras
montó su cabalgadura
y en menos que canta un gallo
fueron una miniatura.
Y se alejaron volando
despacito, despacito,
saludando con las alas
al barrio de Caballito.

Un rincón de Palermo
Estalle nomás el verso
por los cielos de Palermo,
que está lleno de secretos
el universo porteño.
Está llegando el momento
de descubrir con detalle
las misteriosas sorpresas
que guardan algunas calles.
De talle más bien pequeño
y deslumbrante mirada
un tallador va tallando
historias de las barriadas.
Batallando con el ritmo
de las noches y los días,
en el taller de la vida
va tallando su poesía.
Se lo ve en cualquier momento
del verano o el invierno
desparramando palabras
por las calles de Palermo.
No hay una sola calle
donde calle su poesía
pero sí hay callecitas
que son citas de sus rimas
donde se arrima a cantar
desventuras y alegrías.
Y una de esas callecitas
es la calle Demaría,
en un rincón de Palermo
donde brota esta poesía:
Si yo amara a María,
¿no amaría a Mara?
Si yo a Mara amara
¿no amaría a María?
Si yo amara, amaría,
y amaría, si amara.
Y amo, y amaré
y también amara y amaría
andar a diario por mi barrio
y recorrer la calle Demaría
salpicando al vecindario
con un poco de poesía.


Adela Basch
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sábado, 22 de junio de 2013

Juan Antonio Ferreira, JAF

Juan Antonio Ferreira, JAF, fue vocalista de Riff, la banda de Pappo Napolitano, en 1985. Evidentemente que la popularidad de ese, uno de los grupos más importantes del rock nacional, fomentó la figura de buen cantante y guitarrista. Su primer hit solista fue "Entrar en vos", del disco homónimo (1989). "Diapositivas" (1990) fue presentado en vivo en la Capital y luego en el estadio de River, como telonero de Eric Clapton / Bryan Adams. "Salida de emergencia" (1991) fue su tercer álbum, con la difusión de "Todo mi amor". Ya consolidado como solista y sin el peso de "haber sido el cantante de Pappo", JAF realizó una extensa gira nacional que lo mantuvo alejado de los escenarios porteños. Regresó para la presentación de su cuarto CD, "Me voy para el sur" (1992). "Hombre de blues" (1994) fue grabado y mezclado en Nueva York. Fue uno de los artistas más aplaudidos en el Homenaje a Carlos Gardel, organizado en el Teatro Presidente Alvear por la Secretaría de Cultura de la Nación. "Corazón en llamas" (1995) fue su sexto disco, también grabado en Nueva York. "Número 7" se llamó el siguiente álbum, editado en forma independiente por el sello "Pistas candentes", creado especialmente para la oportunidad. "Adrenalina" (2003) fue presentado en agosto del 2003 en el Teatro Premier. El disco fue grabado y mezclado por Martín Toledo y Sebastián Manta bajo la producción artística del propio JAF. La banda que lo acompañó estuvo integrada por Jorge Luis "Patón" Cimino en batería, Germán Wintter en bajo, Daniela López y Gladys Caldas en coros. A fines de 2010 editó "Vivo", su primer CD/DVD, con material registrado en octubre en el Teatro Coliseo de Buenos Aires, acompañado por su banda Pablo Santos en bajo y Beto Topini en batería, además de Clara Pinto y Luciana Ardito en coros, Mauricio Marcelli y Hugo Romero en violín y guitarra, y su propia hija Virginia Ferreyra en voz y coros.

PRIMAVERA

La primavera se descarga de golpe en estas latitudes. 
Un día, como el de hoy, al levantarse uno a la mañana advierte que las flores de los garabatos ya están en el ambiente aromatizándolo con su cálido perfume que se puede palpar, casi, con la lengua. 
 Las ckellusisas alfombran él paisaje en estallido de flores amarillas. Las abejitas silvestres acarrean el polen, diligentes; ellas vienen a levantar agua en las filtraciones de la tina, en este fin del invierno con sus meses de seca. Ya se ven en los árboles los doseles de "hilos de la virgen" ( o "babas del diablo", como uno prefiera), briznas de tela de las arañitas esas que van por el aire -viajeras insólitas- suspendidas de sus tenues paracaídas de una sola hebra. 
 La naturaleza toda comienza a movilizarse. 
Los pájaros cantan, buscando pareja, mientras rayan el aire con sus vuelos. 
Los abejorros ronronean su pesado andar.
 --Se va a poner lindo el campo este año, señor.
 --Es cierto, Elo—respondo devolviéndole el mate vacío--, el campo va a estar muy alegre.
 Del libro "Shalacos" (1975). 
Jorge W. Ábalos 
Material compilado y revisado por la educadora argentina Nidia Cobiella (NidiaCobiella@Educar.Org)
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miércoles, 19 de junio de 2013

Carroñeros

Despierta sintiendo que lo miran. Permanece inmóvil. Observa a su alrededor sin casi mover los ojos. Ve un par de caranchos posado en un algarrobo, a cierta distancia. Coshmi sabe que estas grandes rapaces se han acercado atraídas por la quietud de su cuerpo. Sonríe con malignidad y se mantiene inmóvil. Otros caranchos han arribado; se cierne un instante en el aire antes de asentarse en los árboles. Observa ahora el planeo de media docena de cuervos. Por la posición, calcula que él es el centro del círculo que dibuja el vuelo. Conoce la maniobra: los caranchos, más atrevidos, se adelantan y comen la presa viva aún. Los cuervos son carroñeros y vienen después. Coshmi quedo. Los carniceros tienen paciencia; Coshmi, también. El planeo de los cuervos es cada vez más bajo. Coshmi puede ver el extremo de sus alas, ligeramente levantado, cuyas grandes plumas terminales se abren como dedos. Los pájaros se posan al fin, silenciosos, en un alto quebracho. Las negras siluetas, con la cabeza calva metida entre los hombros, se le antojan a Coshmi una reunión de ancianos siniestros. Cree sentir ahora el olor de la carne corrompida. El desprecia al carancho y al cuervo; son cobardes, aunque de distinta cobardía: el carancho es un cobarde agresivo que asume su coraje ante presas indefensas o moribundas, a las que vacía primero los ojos y desgarra luego el vientre, comiendo las entrañas. El cuervo es un gallinoso que espera y participa del festín cuando no hay riesgos. Coshmi respeta al halcón y al gavilán y ¡al águila! El suele mirar, emboscado, cómo estas aves caen desde lo alto sobre la presa, la toman con sus fuertes uñas corvas, se elevan y se la llevan al nido, distribuyendo sangrientos trozos entre los hijos. El quisiera ser halcón; a veces corre, gacha la cabeza, estirados los brazos hacia atrás y se descarga desde el cielo en vertiginoso vuelo... luego siente entre las garras el peso de la presa palpitante. Sí, el quisiera ser halcón. Los caranchos han comenzado a acercarse de árbol en árbol, a vuelos cortos. Coshmi, inmóvil. Uno de ellos se asienta en el piso, a prudente distancia y examina la presa. Otro y otro rapaz lo siguen. Se acercan ahora a pequeños, ridículos saltos. Los cuervos, a la espera. Coshmi, quieto. Cuando en tierra los pájaros son media docena y están suficientemente cerca, Coshmi da un salto lanzando fuertes gritos. Sorprendidos y chasqueados, los carniceros levantan vuelo emitiendo destemplados graznidos. Uno de ellos queda enredado en las ramas bajas de un tala y retoma descuajeringado revoloteo cuando logra zafarse. Coshmi ríe a carcajadas y se revuelca, divertido. Se incorpora luego y encara una senda. Evita pisar un acatanca que lleva diligente, con sus patas delanteras levantadas a manera de brazos, una pelotita de estiércol. El insecto le hace recordar a una mujer de luto con la carga en la cabeza. Coshmi sonríe al preguntarse si las acatancas pondrán también sobre su cabeza al pashquil de tela para acomodar el bulto. 
Jorge W. Abalos

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domingo, 16 de junio de 2013

Coshmi

La noche A Coshmi le gusta vagamontear. Siente que el bosque ese en el que vive es parte de sí. No: él es parte del bosque, como lo son también su mamá y su hermana, y el rancho y todas las casas de palo a pique que se esparcen como escondidas bajo los grandes algarrobos. Como lo son los cactos, y los pájaros y los árboles mismos, uno a uno, y las iguanas y los conejos y las hormigas... Coshmi conoce bien ese bosque y reconoce a sus habitantes, los que andan de día aunque no siempre se los ve, y también aquellos que luego del crepúsculo —cuando el monte parece dormir— se deslizan en las sombras emitiendo, en el gran silencio, sus pequeños ruidos. La noche, en la que el bosque tiene otro olor y una distinta vida. Coshmi sabe todo eso porque en la mañanita descubre el rastro sutil del zorro; esa huella, que denuncia sus esquives, esguinces y pausa detenida de pie delantero alzado, le dice de la desconfianza de "El Daño". Identifica la pisada más segura del gato montés y la casi prepotente del león. Los vestigios le cuentan los dramas nocturnos: restos de corzuelas, de liebres, de vizcachas...; los confusos rayones en el suelo y los revolcones testimonian la resistencia inútil. Coshmi sonríe al reconocer en la memoria del suelo las andadas infructuosas de un puma viejo que trota noche tras noche buscando presas que le son cada vez más difíciles; él lo identifica por sus huellas grandes y por la mano izquierda a la que le faltan dos dedos, seguramente dejados en una trampa de acero —tendida artera en su senda— de la que arrancó, mutilándose para ganar la libertad y su vida. Coshmi nunca lo ha visto al puma ese, pero bien se lo imagina largo y charcón, cubierta su cabeza de cicatrices en las que, cuando no han quedado peladuras definitivas, los mechones blancos han sustituido a los originales luego de la encarnadura. Coshmi suele rastrearlo para curiosear sus trayectos nocturnos, y sabe de sus vacilaciones, de sus fracasos de cazador cuyo territorio se restringe cada vez más y de su resignarse con restos de presa ajena o la humillante captura de despreciables roedores; o de su regreso hambreado, a la guarida. Coshmi siente mezcla de lástima y de una casi ternura por la vieja fiera; él sabe que un día cercano su pisada no se imprimirá más... pero, entre tanto, no quisiera cruzársele a su paso... ¡Eso sí que no! Coshmi conoce bien el reguero que marca el deslizarse de las serpientes. Identifica el de la yarará por su marcha lateral en la que se resbala un poco sobre la huella, y sabe si ha pasado perseguida o persiguiendo; el rastro de las culebras que ondulan en el suelo como si nadaran; y reconoce la huella de la lutu-machaguay, que es una larga banda sin movimientos laterales; le parece ver a la negra serpiente comedora de víboras deslizarse como un silencioso fantasma nocturno con la parte anterior de su cuerpo erguida, horizontal su cabeza e inquieta la lengua buscadora. Coshmi determina la dirección de la marcha de cualquier serpiente con sólo examinar en la cinta que deja su paso, las piedritas y otros elementos del suelo ligeramente desplazados hacia adelante por el frotar del largo vientre. En lo más espeso del bosque, una manada de pecaríes del collar ha dejado la rastrillada grosera de sus pezuñas; las ramas de las plantas laterales del sendero muestran los destrozos del paso a ojos casi cerrados de los torpes y pesados mamíferos. Coshmi hace un gesto de aprensión, no le gustan los chanchos salvajes; él ha visto perros con el vientre abierto como a navaja por los largos colmillos del sacha-cuchi. No todas las señales que revela el suelo son así de patentes. Cuando Coshmi se arrodilla y mira con cuidado, puede ver innumerables signos de la vida a ras del piso. Indican cómo el bosque vive también en lo minúsculo. Allí, en el follaje caído y en el polvo suelto se imprime el testimonio de una actividad que a lo largo del día y de la noche tiene relevo, pero no pausa. Las hormigas... él no podría entender el bosque sin las hormigas: chiquititas hasta casi no vérselas, medianas, grandes; negras, marrones, amarillas y hasta casi blancas. Las hormigas, que están, que andan por todas partes cortando, trozando las hojas, acarreándolas incansables; moliendo los troncos caídos; disgregando los cadáveres de los animales... haciendo nada de todo residuo orgánico. Aunque a veces lo pican, él no tiene antipatía por las hormigas. ¿Qué sería del bosque —se pregunta— sin estas basureras? ¿Quién lo limpiaría? Pero... a veces descubre en las mañanas evidencias del paso de las hormigas legionarias, extranjeras que vienen quién sabe de dónde; caravana que ennegrece el suelo de obsesionados insectos sin ojos; vagabundos impenitentes que se desplazan acarreando sus hijos y sus huevos, cuya ceguera es largamente compensada por extraordinarios sensores que captan con precisión diabólica cualquier señal de vida animal. En su marcha se derraman hacia arriba sobre los árboles como una inmensa gota de miel; invaden cuevas, se infiltran por hendiduras, penetran y saquean los hormigueros de sus congéneres solitarias devorando hasta sus crías y dejando tras de sí la muerte, la desolación. Cuando por la mañana Coshmi ve los vestigios de la franja de terreno devastado por el paso de las legionarias, siente en la piel de la nuca los tirones del escalofrío. Coshmi mira en dirección hacia la que ha seguido la miríada de los terribles viajeros, fija la vista en la lejanía. No le importa lo que hay al otro lado del horizonte, él pertenece al bosque ese y no quiere otra cosa; aunque a veces... Coshmi vuelve los ojos hacia el piso y ve el sendero brilloso que imprime el paso de las babosas y de los caracoles, las rastrilladas sutiles de las arañas cuevículas que cazan en la superficie a fuerza de paya y diente, llevando sus hambrientos hijos sobre el lomo; y el escorpión con su cola cargada de veneno, que busca carnosos grillos o inocentes cochinillas de la humedad entre el mantillo. En la noche, ya en su cama, Coshmi suele oír el cascado, sorpresivo grito de los búhos, cuyo vuelo aplumado y silencioso se quiebra en grito estridente. Y los chillidos tanteadores de los cegatones murciélagos. También suele oír el lejano, plañidero grito del kakuy, quien se pasa las horas de la oscuridad llorando la ausencia del sol; y el araracucu cercano, cuyo persistente llamado a la hembra resulta casi impúdico entre tantos amores confidenciales de la noche. Coshmi sabe también de flores que desatan su corola en las sombras para recibir la visita fecundante de silenciosos insectos, mensajeros nocturnos de amor, portadores de vida. A veces Coshmi piensa que preferiría ser un personaje de la cálida y húmeda noche del bosque, esa noche tentadora, llena de misterios... pero cuando recuerda que hay otros seres nocturnos, entes como las almas en pena que deambulan en las tinieblas emitiendo sus doloridos, desolados gritos, él se alegra de ser un vulgar habitante de las horas de luz. Cuando cierra los ojos, ya para dormirse, Coshmi siente aún el latido del bosque en el ruidito que producen los caspi-cuchoj de antenas como largos bigotes, que perforan incansables las ramas que cubren el techo, para poner sus huevos. Coshmi se duerme, arrullado por el chiqui... chiqui... chiqui..., y sueña que es uno de esos corta palo que va moliendo la madera por un túnel que no se acaba... Jorge W. Abalos  photo INVIERNO2013_zpsf626f76f.png

domingo, 9 de junio de 2013

Valeria Lynch

Valeria Lynch nació el 7 de Enero de 1952 en el barrio de Villa Urquiza de la capital argentina. Demostró desde muy pequeña su afición por el canto y el baile; a los 14 años ingresó a una academia artística donde tomó clases de canto y actuación. De todos modos, previendo que su carrera podía fallar, no abandonó los estudios. Cursó la carrera de Derecho, se graduó y comenzó a ejercer como abogada hasta que decidió definitivamente dedicarse a la música. En 1976 se casó con su representante, Héctor Cavallero; la pareja tuvos dos hijos pero terminó en divorcio. La primera gran intervención de Valeria Lynch se dio en la adaptación argentina del musical "Hair", donde demostró sus dotes poniéndole voz a la canción "Acuario". Durante los años 1980 el éxito de Lynch se expandió por toda América Latina, llegando a ser muy conocida en Colombia, República Dominicana, México, Puerto Rico y Venezuela. Su música también llegó a España, Estados Unidos e incluso a Japón, donde en 1985 participó en el Festival Internacional de la Canción Popular. Allí fue premiada por su éxito del momento, "Rompecabezas", canción que llegó al tope de la lista de preferencias en varios países y le permitió desbancar en la competencia a la misma Latoya Jackson, hermana del rey del pop, Michael Jackson. Su canción "Me das cada día más" fue parte de la banda sonora oficial de la Copa Mundial de Fútbol de 1986, celebrada en México. En 1989 compuso y grabó "La extraña dama" para la telenovela homónima del Canal 9 de la Argentina. En 1992 realizó una nueva versión de "Están tocando nuestra canción" junto a su compañero y amigo Víctor Laplace. En el año 1995 llegó el turno de interpretar a Aurora, el personaje central de "El beso de la mujer araña", nuevamente bajo la dirección de Harold Prince. Ya en el año 1999 protagonizó junto a Patricia Sosa el musical "Las hijas de Caruso", incursionando también en la música clásica. Durante Julio del año siguiente protagonizó una temporada del espectáculo infantil llamado "Lucía, la maga". Con el comienzo de la década de 1990, Lynch empezó una vida más privada. De todos modos, sigue siendo conocida en el ámbito musical de la Argentina y continúa realizando giras por todo el país. También participó en varias comedias y programas televisivos, además de haber continuado editando discos. En 2006 interpreta en el teatro El Nacional de la Avenida Corrientes de la Ciudad de Buenos Aires el musical "Víctor Victoria" y participa del jurado del reality show televisivo "Cantando por un sueño". Ha desarrollado también su carrera de docente, con una cadena de escuelas de comedia musical ubicadas en varias ciudades de la Argentina. El año 2007 la encuenta realizando una exitoza gira nacional llamada "Valeria Lynch, única", logrando en varios lados colgar el cartel de localidades agotadas. En 2010 editó "O todo o nada". En 2011 lanzó su propio perfume, llamado "Loba". En el mismo año presentó en el Teatro Gran Rex su espectáculo "La máxima", los días 13, 14, 20 y 21 de Noviembre y 4 de Diciembre. De esos conciertos se tomaron audios para su último disco, un combo constituido por 2 Cd´s y 1 Dvd homónimo al show.

sábado, 8 de junio de 2013

MANOS. Cuento del libro "Socorro"

Montones de veces —y a mi pedido— mi inolvidable tío Tomás me contó esta historia "de miedo" cuando yo era chica y lo acompañaba a pescar ciertas noches de verano. Me aseguraba que había sucedido en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. En Pergamino o Junín o Santa Lucía... No recuerdo con exactitud este dato ni la fecha cuando ocurrió tal acontecimiento y lamentablemente hace años que él ya no está para aclararme las dudas. Lo que sí recuerdo es que de entre todos los que el tío solía narrarme mientras sostenía la caña sobre el río y yo me echaba a su lado, cara a las estrellas este relato era uno de mis preferidos. —¡Te pone los pelos de punta y sin embargo encantada de escucharlo! ¿Quién entiende a esta sobrina? —me decía el tío—. Ah, pero después no quiero quejas de tu mamá, ¿eh? Te lo cuento otra vez a cambio de tu promesa... Y entonces yo volvía a prometerle que guardaría el secreto, que mi madre no iba a enterarse de que él había vuelto a narrármelo, que iba a aguantarme sin llamarla si no podía dormir más tarde cuando —de regreso a casa— me fuera a la cama y a la soledad de mi cuarto. Siempre cumplí con mis promesas. Por eso, esta historia de manos —como tantas otras que sospe¬cho eran inventadas por el tío o recordadas desde su propia infancia— me fue contada una y otra vez. Y una y otra vez la conté yo misma —años des¬pués— a mis propios "sobrinhijos" así como —aho¬ra— me dispongo a contártela: como si —también— fueras mi sobrina o mi sobrino, mi hija o mi hijo y me pidieras: —¡Dale, tía; dale, mami, un cuento "de miedo"! Y bien. Aquí va: Martina, Camila y Oriana eran amigas amiguí¬simas. No sólo concurrían a la misma escuela sino que —también— se encontraban fuera de los horarios de las clases. Unas veces, para preparar tareas escola¬res y otras, simplemente para estar juntas. De otoño a primavera, las tres solían pasar algu¬nos fines de semana en la casa de campo que la familia de Martina tenía en las afueras de la ciudad. ¡Cómo se divertían entonces! Tantos juegos al aire libre, paseos en bicicleta, cabalgatas, fogones al anochecer... Aquel sábado de pleno invierno —por ejemplo—lo habían disfrutado por completo, y la alegría de las tres nenas se prolongaba —aún— durante la cena en el comedor de la casa de campo porque la abuela Odila les reservaba una sorpresa: antes de ir a dormir les iba a enseñar unos pasos de zapateo americano, al compás de viejos discos que había traído especialmente para esa ocasión. Adorable la abuela de Martina. No aparentaba la edad que tenía. Siempre dinámica, coqueta, de buen humor, conversadora. Había sido una excelente bailarina de "tap"1. Las chicas lo sabían y por eso le habían insistido para que bailara con ellas. —¿Por qué no lo dejan para mañana a la tardecita, ¿eh? Ya es hora de ir a descansar. Además, la abuela no paró un minuto en todo el día. Debe de estar agotada. La mamá de Martina trató —en vano— de conven¬cerlas para que se fueran a dormir a las cuatro y no sólo a las niñas, porque la abuela tampoco estaba dispuesta a concluir aquella jornada sin la anunciada sesión de baile. Así fue como —al rato y mientras los padres, los perros y la gata se ubica¬ban en la sala de estar a manera de público— la abuela y las tres nenas se preparaban para la fun¬ción casera de zapateo americano. Afuera, el viento parecía querer sumarse con su propia melodía: silbaba con intensidad entre los árboles. Arriba —bien arriba— el cielo, con las estrellas escondidas tras espesos nubarrones. La improvisada clase de baile se prolongó cerca de una hora. El tiempo suficiente como para que Martina, Camila y Oriana aprendieran —entre risas— algunos pasos de "tap" y la abuela se quedara exhausta y muy acalorada. Pronto, todos se retiraron a sus cuartos. Alrededor de la casa, la noche, tan negra como el sombrero de copa que habían usado para la función. Las tres nenas ya se habían acostado. Ocupaban el cuarto de huéspedes, como en cada oportunidad que pasaban en esa casa. Era un dormitorio amplio, ubicado en el primer piso. Tenía ventanas que se abrían sobre el parque trasero del edificio y a través de las cuales solía filtrarse el resplandor de la luna (aunque no en noches como aquella, claro, en la que la oscuridad era un enorme poncho cubriéndolo todo). En el cuarto había tres camas de una plaza, colocadas en forma paralela, en hilera y separadas por sólidas mesas de luz. En la cama de la izquierda, Martina, porque prefería el lugar junto a la puerta. En la cama de la derecha, Camila, porque le gustaba el sitio al lado de la ventana. En la cama del medio, Oriana, porque era miedosa y decía que así se sentía protegida por sus amigas. Las chicas acababan de dormirse cuando las despertó —de repente— la voz del padre. Terminaba de vestirse nuevamente y de prisa a la par que les decía: 
—La abuela se descompuso. Nada grave creemos, pero vamos a llevarla hasta el hospital del pueblo para que la revisen, así nos quedamos tranquilos. Enseguida volvemos. Ah, dice mamá que no vayan a levantarse, que traten de dormir hasta que regresemos. Hasta luego. ¿Dormir? ¿Quién podía dormir después de esa mala noticia? Las chicas no, al menos, preocupa¬das como se quedaban por la salud de la querida abuela. Y menos pudieron dormir minutos des¬pués de que oyeron el ruido del auto del padre, saliendo de la casa, ya que a la angustia de la espera se agregó el miedo por los tremendos rui¬dos de la tormenta que —finalmente— había decidi¬do desmelenarse sobre la noche. Truenos y rayos que conmovían el corazón. Relámpagos, como gigantescas y electrizadas luciérnagas. El viento, volcándose como pocas veces antes. —¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —gritó Oriana, de repente. Las otras dos también lo tenían pero permane¬cían calladas, tragándose la inquietud. Martina trató de calmar a su amiguita (y de cal¬marse, por qué negarlo) encendiendo su velador. Camila hizo lo mismo. La cama de Oriana fue —entonces— la más ilumi¬nada de las tres ya que —al estar en el medio de las otras— recibía la luz directa de dos veladores. —No pasa nada. La tormenta empeora la situa¬ción, eso es todo —decía Martina, dándose ánimo ella también con sus propios argumentos. —Enseguida van a volver con la abuela. Seguro —opinaba Camila. Y así —entre las lamentaciones de Oriana y las palabras de consuelo de las amigas más coraju¬das— transcurrió alrededor de un cuarto de hora en todos los relojes. Cuando el de la sala —grande y de péndulo— marcó las doce con sus ahuecados talanes, las jovencitas ya habían logrado tranquilizarse bastan¬te, a pesar de que la tormenta amenazaba con tornarse inacabable. Las luces se apagaron de golpe. —¡No me hagan bromas pesadas! —chilló Oriana—¡Enciendan los veladores otra vez, malditas! —y asustada, ella misma tanteó sobre las mesitas para encontrar las perillas. Sólo encontró las manos de sus amigas, hacien¬do lo propio. —¡Yo no apagué nada, boba! —protestó Camila. —¡Se habrá cortado la luz! —supuso Martina. Y así era nomás. Demasiada electricidad hacien¬do travesuras en el cielo y nada allí —en la casa— donde tanto se la necesitaba en esos momentos... Oriana se echó a llorar, desconsolada. —¡Tengo miedo! ¡Hay que ir a buscar las velas a la cocina! ¡Hay que bajar a buscar fósforos y velas! ¡O una linterna! —"¡Hay que!" "¡Hay que!" ¡Qué viva la señorita! ¿Y quién baja, ¿eh? ¿Quién?—se enojó Camila—. Yo, ¡ni loca! —¡Yo tampoco! —agregó Martina—. Esta Oriana se cree que soy la Superniña, pero no. Yo también tengo miedo, ¡qué tanto! Además, mi mamá nos recomendó que no nos levantáramos, ¿recuerdan? Oriana lloraba con la cabeza oculta debajo de la almohada. —Buaaaah... ¿Qué hacemos entonces? ¡Me muero de miedo! Por favor, bajen a buscar velas... Sean buenitas... Buaaah... Martina sintió pena por su amiga. Si bien eran de la misma edad, Oriana parecía más chiquita y se comportaba como tal. Se compadeció y actuó —entonces— cual si fuera una heramana mayor. —Bueno, bueno; no llores más, Ori. Tranquila... Se me ocurrió una idea. Vamos a hacer una cosa para no tener más miedo, ¿sí? —¿Q--ué..? —balbuceó Oriana. —¿Qué cosa? —Camila también se mostró intere¬sada, lógico (aunque seguía sin quejarse, el temor la hacía temblar). Martina continuó con su explicación: —Nos tapamos bien —cada una en su cama— y estiramos los brazos, bien estirados hacia afuera, hasta darnos las manos. Enseguida, lo hicieron. Obviamente, Oriana fue la que se sintió más amparada: al estar en el medio de sus dos amigas y abrir los brazos en cruz, pudo sentir un apretoncito en ambas manos. —¡Qué suertuda Ori!, ¿eh? —bromeó Camila. —Desde tu cama se recibe compañía de los dos lados... —En cambio, nosotras... —completó Martina— só¬lo con una mano... Y así —de manos fuertemente entrelazadas— las tres niñas lograron vencer buena parte de sus miedos. Al rato, todas dormían. Afuera, la tormenta empezaba a despedirse. Gracias a Dios, la abuela ya se siente bien —les contó la madre al amanecer del día siguiente, en cuanto retornaron a la casa con su marido y su suegra y dispararon al primer piso para ver cómo estaban las chicas—. Fue sólo un susto. Como —a su regreso— las niñas dormían plácidamente, la abuela misma había sido la encargada de despertarlas para avisarles que todo estaba en orden. ¡Qué alegría! —Así me gusta. ¡Son muy valientes! Las felicito —y la abuela las besó y les prometió servirles el de¬sayuno en la cama, para mimarlas un poco, des¬pués de la noche de nervios que habían pasado. —No tan valientes, señora... Al menos, yo no... —susurró Oriana, algo avergonzada por su compor¬tamiento de la víspera—. Fue su nieta la que consiguió que nos calmáramos... Tras esta confesión de la nena, padres y abuela quisieron saber qué habían hecho para no asustarse demasiado. Entonces, las tres amiguitas les contaron: —Nos tapamos bien, cada una en su cama como ahora... —Estirarnos los brazos así, como ahora... —Nos dimos las manos con fuerza, así, como ahora... ¡Qué impresión les causó lo que comprobaron en ese instante, María Santísima! Y de la misma no se libraron ni los padres ni la abuela. Resulta que por más que se esforzaron —estirando los brazos a más no poder— sus manos infantiles no llegaban a rozarse siquiera. ¡Y había que correr las camas laterales unos diez centímetros hacia la del medio para que las chicas pudieran tocarse —apenas— las puntas de los dedos! Sin embargo, las tres habían realmente sentido que sus manos les eran estrechadas por otras, no bien llevaron a la acción la propuesta de Martina. —¿Las manos de quién??? —exclamaron entonces, mientras los adultos trataban de disimular sus propios sentimientos de horror. —¿De quiénes??? —corrigió Oriana, con una mueca de espanto. 
¡Ella había sido tomada de ambas manos! Manos. Cuatro manos más aparte de las seis de las niñas, moviéndose en la oscuridad de aquella noche al encuentro de otras, en busca de aferrarse entre sí. Manos humanas. Manos espectrales. (Acaso a veces, de tanto en tanto los fantasmas también tengan miedo... y nos necesiten...)


de Elsa Bornemann



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miércoles, 5 de junio de 2013

Un Elefante Ocupa Mucho Espacio

Que un elefante ocupa mucho espacio lo sabemos todos. Pero que Víctor, un elefante de circo, se decidió una vez a pensar "en elefante", esto es, a tener una idea tan enorme como su cuerpo... ah... eso algunos no lo saben, y por eso se los cuento: Verano. Los domadores dormían en sus carromatos, alineados a un costado de la gran carpa. Los animales velaban desconcertados. No era para menos: cinco minutos antes el loro había volado de jaula en jaula comunicándoles la inquietante noticia. El elefante había declarado huelga general y proponía que ninguno actuara en la función del día siguiente. -¿Te has vuelto loco, Víctor?- le preguntó el león, asomando el hocico por entre los barrotes de su jaula. -¿Cómo te atreves a ordenar algo semejante sin haberme consultado? ¡El rey de los animales soy yo! La risita del elefante se desparramó como papel picado en la oscuridad de la noche: -Ja. El rey de los animales es el hombre, compañero. Y sobre todo aquí, tan lejos de nuestras selvas... - ¿De qué te quejas, Víctor? -interrumpió un osito, gritando desde su encierro. ¿No son acaso los hombres los que nos dan techo y comida? - Tú has nacido bajo la lona del circo... -le contestó Víctor dulcemente. La esposa del criador te crió con mamadera... Solamente conoces el país de los hombres y no puedes entender, aún, la alegría de la libertad... - ¿Se puede saber para qué hacemos huelga? -gruñó la foca, coleteando nerviosa de aquí para allá. - ¡Al fin una buena pregunta! -exclamó Víctor, entusiasmado, y ahí nomás les explicó a sus compañeros que ellos eran presos... que trabajaban para que el dueño del circo se llenara los bolsillos de dinero... que eran obligados a ejecutar ridículas pruebas para divertir a la gente... que se los forzaba a imitar a los hombres... que no debían soportar más humillaciones y que patatín y que patatán. (Y que patatín fue el consejo de hacer entender a los hombres que los animales querían volver a ser libres... Y que patatán fue la orden de huelga general...) - Bah... Pamplinas... -se burló el león-. ¿Cómo piensas comunicarte con los hombres? ¿Acaso alguno de nosotros habla su idioma? - Sí -aseguró Víctor. El loro será nuestro intérprete -y enroscando la trompa en los barrotes de su jaula, los dobló sin dificultad y salió afuera. En seguida, abrió una tras otra las jaulas de sus compañeros. Al rato, todos retozaban en los carromatos. ¡hasta el león! Los primeros rayos de sol picaban como abejas zumbadoras sobre las pieles de los animales cuando el dueño del circo se desperezó ante la ventana de su casa rodante. El calor parecía cortar el aire en infinidad de líneas anaranjadas... (los animales nunca supieron si fue por eso que el dueño del circo pidió socorro y después se desmayó, apenas pisó el césped...) De inmediato, los domadores aparecieron en su auxilio: - Los animales están sueltos!- gritaron acoro, antes de correr en busca de sus látigos. - ¡Pues ahora los usarán para espantarnos las moscas!- les comunicó el loro no bien los domadores los rodearon, dispuestos a encerrarlos nuevamente. - ¡Ya no vamos a trabajar en el circo! ¡Huelga general, decretada por nuestro delegado, el elefante! - ¿Qué disparate es este? ¡A las jaulas! -y los látigos silbadores ondularon amenazadoramente. - ¡Ustedes a las jaulas! -gruñeron los orangutanes. Y allí mismo se lanzaron sobre ellos y los encerraron. Pataleando furioso, el dueño del circo fue el que más resistencia opuso. Por fin, también él miraba correr el tiempo detrás de los barrotes. La gente que esa tarde se aglomeró delante de las boleterías, las encontró cerradas por grandes carteles que anunciaban: CIRCO TOMADO POR LOS TRABAJADORES. HUELGA GENERAL DE ANIMALES. Entretanto, Víctor y sus compañeros trataban de adiestrar a los hombres: - ¡Caminen en cuatro patas y luego salten a través de estos aros de fuego! ¡Mantengan el equilibrio apoyados sobre sus cabezas! - ¡No usen las manos para comer! ¡Rebuznen! ¡Maúllen! ¡Ladren! ¡Rujan! - ¡BASTA, POR FAVOR, BASTA! - gimió el dueño del circo al concluir su vuelta número doscientos alrededor de la carpa, caminando sobre las manos-. ¡Nos damos por vencidos! ¿Qué quieren? El loro carraspeó, tosió, tomó unos sorbitos de agua y pronunció entonces el discurso que le había enseñado el elefante: - ... Con que esto no, y eso tampoco, y aquello nunca más, y no es justo, y que patatín y que patatán... porque... o nos envían de regreso a nuestras selvas... o inauguramos el primer circo de hombres animalizados, para diversión de todos los gatos y perros del vecindario. He dicho. Las cámaras de televisión transmitieron un espectáculo insólito aquel fin de semana: en el aeropuerto, cada uno portando su correspondiente pasaje en los dientes (o sujeto en el pico en el caso del loro), todos los animales se ubicaron en orden frente a la puerta de embarque con destino al África. Claro que el dueño del circo tuvo que contratar dos aviones: En uno viajaron los tigres, el león, los orangutanes, la foca, el osito y el loro. El otro fue totalmente utilizado por Víctor... porque todos sabemos que un elefante ocupa mucho, mucho espacio... NOTA:Este cuento, junto con todos los incluidos en el libro titulado "Un elefante ocupa mucho espacio" fue prohibido en la época del proceso militar. De a poco voy a ir subiendo los otros cuentos del libro.

 -por Elsa Bornemann-



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lunes, 3 de junio de 2013

"Mil grullas"

Naomi Watanabe y Toshiro Ueda creían que el mundo era nuevo. Como todos los chicos. Porque ellos eran nuevos en el mundo. Tambíen, como todos los chicos. Pero el mundo era ya muy viejo entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra. Naomi y Toshiro no entendían muy bien qué era lo que estaba pasando. Desde que ambos recordaban, sus pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se habían desarrollado del mismo modo: en un clima de sobresaltos, entre adultos callados y tristes, compartiendo con ellos los escasos granos de arroz que flotaban en la sopa diaria y el miedo que apretaba las reuniones familiares de cada anochecer en torno a la noticia de la radio, que hablaban de luchas y muerte por todas partes. Sin embargo, creían que el mundo era nuevo y esperaban ansiosos cada día para descubrirlo. ¡Ah... y también se estaban descubriendo uno al otro! Se contemplaban de reojo durante la caminata hacia la escuela, cuando suponían que sus miradas levantaban murallas y nadie más que ellos podían transitar ese imaginario senderito de ojos a ojos. Apenas si habían intercambiado algunas frases. El afecto de los dos no buscaba las palabras. Estaban tan acostumbrados al silencio... Pero Naomi sabía que quería a ese muchachito delgado, que más de una vez se quedaba sin almorzar por darle a ella la ración de batatas que había traído de su casa. -No tengo hambre —le mentía Toshiro, cuando veía que la niña apenas si tenía dos o tres galletitas para pasar el mediodía—. Te dejo mi vianda —y se iba a corretear con sus compañeros hasta la hora de regreso a las aulas, para que Naomi no tuviera vergüenza de devorar la ración. Naomi... Poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los sueños con sus largas trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer de golpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro quedaba tan lejos aún... El futuro inmediato de aquella primavera de 1945 fue el verano, que llegó puntualmente el 21 de junio y anunció las vacaciones escolares. Y con la misma intensidad con que otras veces habían esperado sus soleadas mañanas, ese año los ensombreció a los dos: ni Naomi ni Toshiro deseaban que empezara. Su comienzo significaba que tendrían que dejar de verse durante un mes y medio inacabable. A pesar de que sus casas no quedaban demasiado lejos una de la otra, sus familias no se conocían. Ni siquiera tenían entonces la posibilidad de encontrarse en alguna visita. Había que esperar pacientemente la reanudación de las clases. Acabó junio, y Toshiro arrancó contento la hoja del almanaque... Se fue julio, y Naomi arrancó contenta la hoja del almanaque... Y aunque no lo supieran: ¡Por fin llegó agosto! —pensaron los dos al mismo tiempo. Miyashima: pequeña isla situada en las proximidades de la ciudad de Hiroshima Fue justamente el primero de ese mes cuando Toshiro viajó, junto a sus padres, hacia la aldea de Miyashima. Iban a pasar una semana. Allí vivían los abuelos, dos ceramistas que veían apilarse vasijas en todos los rincones de su local. Ya no vendían nada. No obstante, sus manos viejas seguían modelando la arcilla con la misma dedicación de otras épocas, -Para cuando termine la guerra... —decía el abuelo—. Todo acaba algún día... —comentaba la abuela por lo bajo. Y Toshiro sentía que la paz debía de ser algo muy hermoso, porque los ojos de su madre parecían aclararse fugazmente cada vez que se referían al fin de la guerra, tal como a él se le aclaraban los suyos cuando recordaba a Naomi. ¿Y Naomi? El primero de agosto se despertó inquieta; acababa de soñar que caminaba sobre la nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a su alrededor. Un desierto helado y ella atravesándolo. Tatami: estera que se coloca sobre pisos, en las casas japonesas tradicionales Abandonó el tatami, se deslizó de puntillas entre sus dormidos hermanos y abrió la ventana de la habitación. ¡Qué alivio! Una cálida madrugada le rozó las mejillas. Ella le devolvió un suspiro. Haiku: breve poema de diecisiete sílabas, típico de la poesía japonesa. El dos y el tres de agosto escribió, trabajosamente, sus primeros haikus: Lento se apaga El verano Enciendo Lámpara y sonrisas. Pronto Florecerán los crisantemos. Espera,Corazón. Después, achicó en rollitos ambos papeles y los guardó dentro de una cajita de laca en la que escondía sus pequeños tesoros de la curiosidad de sus hermanos. El cuatro y el cinco de agosto se lo pasó ayudando a su madre y a las tías ¡Era tanta la ropa para remendar! Sin embargo, esa tarea no le disgustaba. Naomi siempre sabía hallar el modo de convertir en un juego entretenido lo que acaso resultaba aburridísimo para otras chicas. Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba que cada doscientas veintidós puntadas podía sujetar un deseo para que se cumpliese. La aguja iba y venía, laboriosa. Así, quedó en el pantalón de su hermano menor el ruego de que finalizara enseguida esa espantosa guerra, y en los puños de la cmisa de su papá, el pedido de que Toshiro no la olvidara nunca... Y los dos deseos se cumplieron. Pero el mundo tenía sus propios planes... Ocho de la mañana del seis de agosto en el cielo de Hiroshima. Obi: faja que acompaña al kimono. Kimono: vestimenta tradicional japonesa, de amplias mangas, largas hasta los pies y que se cruza por delante, sujetándose con una especie de faja llamada obi. Naomi se ajusta el obi de su kimono y recuerda a su amigo: -¿Qué estará haciendo ahora? "Ahora", Toshiro Pesca en la isla mientras se pregunta: -¿Qué estará haciendo Naomi? En el mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima. En el avión, hombres blancos que pulsan botones y la bomba atómica surca por primera vez un cielo. El cielo de Hiroshima. Un repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad. En ella, una mamá amamanta a su hijo por última vez. Dos viejos trenzan bambúes por última vez. Verso de una popular canción infantil japonesa. Una docena de chicos canturrea: "Donguri-Koro Koro- Donguri Ko..." por última vez. Cientos de mujeres repiten sus gestos habituales por última vez. Miles de hombres piensan en mañana por última vez. Naomi sale para hacer unos mandados. Silenciosa explota la bomba. Hierven, de repente, las aguas del río. Y medio millón de japoneses, medio millón de seres humanos, se desintegran esa mañana. Y con ellos desaparecen edificios, árboles, calles, animales, puentes y el pasado de Hiroshima. Ya ninguno de los sobrevivientes podrán volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir nuevamente la puerta de su casa, ni retomar ningún camino querido. Nadie será ya quien era. Hiroshima arrasada por un hongo atómico. Hiroshima es el sol, ese seis de agosto de 1945. Un sol estallando. Recién en diciembre logró Toshiro averiguar donde estaba Naomi. ¡Y que aún estaba viva, Dios! Ella y su familia, internados en el hospital ubicado en una localidad próxima a Hiroshima, como tantos otros cientos de miles que también habían sobrevivido al horror, aunque el horror estuviera ahora instalado dentro de ellos, en su misma sangre. Y hacia ese hospital marchó Toshiro una mañana. El invierno se insinuaba ya en el aire y el muchacho no sabía si era frío exterior o su pensamiento lo que le hacía tiritar. Naomi se hallaba en una cama situada junto a la ventana. De cara al techo. Ya no tenía sus trenzas. Apenas una tenue pelusita oscura. Sobre su mesa de luz, unas cuantas grullas de papel desparramadas. -Voy a morirme, Toshiro... —susurró. No bien su amigo se paró, en silencio, al lado de su cama—. Nunca llegaré a plegar las mil grullas que me hacen falta... Semba-Tsuru (Mil grullas): Una creencia popular japonesa, asegura que haciendo mil de esas aves –según enseña a realizarlo el origami (nombre del sistema de plegado de papel)– se logra alcanzar la larga vida y felicidad. Mil grullas... o "Semba-Tsuru", como se dice en japonés. Con el corazón encogido, Toshiro contó las que se hallaban dispersas sobre la mesita. Sólo veinte. Después, las juntó cuidadosamente antes de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta. -Te vas a curar, Naomi —le dijo entonces, pero su amiga no le oía ya: se había quedado dormida. El muchachito salió del hospital, bebiéndose las lágrimas. Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de Toshiro (en cuya casa se encontraban temporariamente alojados) entendieron aquella noche el porqué de la misteriosa desaparición de casi todos los papeles que, hasta ese día, había habido allí. Hojas de diario, pedazos de papel para envolver, viejos cuadernos y hasta algunos libros parecían haberse esfumado mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar. Todos los mayores se durmieron, sorprendidos. En la habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entre las sombras. Esperó hasta que tuvo la certeza de que nadie más que él continuaba despierto. Entonces, se incorporó con sigilo y abrió el armario donde se solían acomodar las mantas. Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles que había recolectado en secreto y volvió a su lecho. La tijera la llevaba oculta entre sus ropas. Y así, en el silencio y la oscuridad de aquellas horas, Toshiro recortó primero novecientos ochenta cuadraditos y luego los plegó, uno por uno hasta completar las mil grullas que ansiaba Naomi, tras sumarles las que ella misma había hecho. Ya amanecía, el muchacho se encontraba pasando hilos a través de las siluetas de papel. Separó en grupos de diez las frágiles grullas del milagro y las aprestó para que imitaran el vuelo, suspendidas como estaban de un leve hilo de coser, una encima de la otra. Furoshiki: tela cuadrangular que se usa para formar una bolsa, atándola por sus cuatro puntas después de colocar el contenido Con los dedos paspados y el corazón temblando, Toshiro colocó las cien tiras dentro de su furoshiki y partió rumbo al hospital antes de que su familia se despertara. Por esa única vez, tomó sin pedir permiso la bicicleta de sus primos. No había tiempo que perder. Imposible recorrer a pie, como el día anterior, los kilómetros que lo separaban del hospital. La vida de Naomi dependía de esas grullas. -Prohibidas las visitas a esta hora —le dijo una enfermera, impidiéndole el acceso a la enorme sala en uno de cuyos extremos estaba la cama de su querida amiga. Toshiro insistió: -Sólo quiero colgar estas grullas sobre su lecho, Por favor... Ningún gesto denunció la emoción de la enfermera cuando el chico le mostró las avecitas de papel. Con la misma aparentemente impasililidad con que momentos antes le había cerrado el paso, se hizo a un lado y le permitió que entrara: -Pero cinco minutos, ¿eh? Naomi dormía. Tratando de no hacer el mínimo ruidito, Toshiro puso una silla sobre la mesa de luz y luego se subió. Tuvo que estirarse a más no poder para alcanzar el cielorraso. Pero lo alcanzó. Y en un rato estaban las mil grullas pendiendo del techo; los cien hilos entrelazados, firmemente sujetos con alfileres. Fue al bajarse de su improvisada escalera cuando advirtió que Naomi lo estaba observando. Tenía la cabecita echada hacia un lado y una sonrisa en los ojos. Tosi-can: diminutivo de Toshiro -Son hermosas, Tosí-can... Gracias... -Hay un millar. Son tuyas, Naomi. Tuyas —y el muchacho abandonó la sala sin darse vuelta. En la luminosidad del mediodía que ahora ocupaba todo el recinto, mil grullas empezaron a balancearse impulsadas por el viento que la enfermera también dejó colar, al entreabrir por unos instantes la ventana. Los ojos de Naomi seguían sonriendo. La niña murió al día siguiente. Un ángel a la intemperie frente a la impiedad de los adultos. ¿Cómo podían mil frágiles avecitas de papel vencer el horror instalado en su sangre? Febrero de 1976. Toshiro Ueda cumplió cuarenta y dos años y vive en Inglaterra. Se casó, tiene tres hijos y es gerente de sucursal de un banco establecido en Londres. Serio y poco comunicativo como es, ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle por qué, entre el aluvión de papeles con importantes informes y mensajes telegráficos que habitualmente se juntan sobre su escritorio, siempre se encuentran algunas grullas de origami dispersas al azar. Grullas seguramente hechas por él, pero en algún momento en que nadie consigue sorprenderlo. Grullas desplegando alas en las que se descubren las cifras de las máquina de calcular. Grullas surgidas de servilletas con impresos de los más sofisticados restaurantes... Grullas y más grullas. Y los empleados comentan, divertidos, que el gerente debe de creer en aquella superstición japonesa. -Algún día completará las mil... —cuchicheaban entre risas— ¿Se animará entonces a colgarlas sobre su escritorio? Ninguno sospechaba, siquiera, la entrañable relación que esas grullas tienen con la perdida Hiroshima de su niñez. Con su perdido amor primero.






Elsa Bornemann

 
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