domingo, 16 de junio de 2013

Coshmi

La noche A Coshmi le gusta vagamontear. Siente que el bosque ese en el que vive es parte de sí. No: él es parte del bosque, como lo son también su mamá y su hermana, y el rancho y todas las casas de palo a pique que se esparcen como escondidas bajo los grandes algarrobos. Como lo son los cactos, y los pájaros y los árboles mismos, uno a uno, y las iguanas y los conejos y las hormigas... Coshmi conoce bien ese bosque y reconoce a sus habitantes, los que andan de día aunque no siempre se los ve, y también aquellos que luego del crepúsculo —cuando el monte parece dormir— se deslizan en las sombras emitiendo, en el gran silencio, sus pequeños ruidos. La noche, en la que el bosque tiene otro olor y una distinta vida. Coshmi sabe todo eso porque en la mañanita descubre el rastro sutil del zorro; esa huella, que denuncia sus esquives, esguinces y pausa detenida de pie delantero alzado, le dice de la desconfianza de "El Daño". Identifica la pisada más segura del gato montés y la casi prepotente del león. Los vestigios le cuentan los dramas nocturnos: restos de corzuelas, de liebres, de vizcachas...; los confusos rayones en el suelo y los revolcones testimonian la resistencia inútil. Coshmi sonríe al reconocer en la memoria del suelo las andadas infructuosas de un puma viejo que trota noche tras noche buscando presas que le son cada vez más difíciles; él lo identifica por sus huellas grandes y por la mano izquierda a la que le faltan dos dedos, seguramente dejados en una trampa de acero —tendida artera en su senda— de la que arrancó, mutilándose para ganar la libertad y su vida. Coshmi nunca lo ha visto al puma ese, pero bien se lo imagina largo y charcón, cubierta su cabeza de cicatrices en las que, cuando no han quedado peladuras definitivas, los mechones blancos han sustituido a los originales luego de la encarnadura. Coshmi suele rastrearlo para curiosear sus trayectos nocturnos, y sabe de sus vacilaciones, de sus fracasos de cazador cuyo territorio se restringe cada vez más y de su resignarse con restos de presa ajena o la humillante captura de despreciables roedores; o de su regreso hambreado, a la guarida. Coshmi siente mezcla de lástima y de una casi ternura por la vieja fiera; él sabe que un día cercano su pisada no se imprimirá más... pero, entre tanto, no quisiera cruzársele a su paso... ¡Eso sí que no! Coshmi conoce bien el reguero que marca el deslizarse de las serpientes. Identifica el de la yarará por su marcha lateral en la que se resbala un poco sobre la huella, y sabe si ha pasado perseguida o persiguiendo; el rastro de las culebras que ondulan en el suelo como si nadaran; y reconoce la huella de la lutu-machaguay, que es una larga banda sin movimientos laterales; le parece ver a la negra serpiente comedora de víboras deslizarse como un silencioso fantasma nocturno con la parte anterior de su cuerpo erguida, horizontal su cabeza e inquieta la lengua buscadora. Coshmi determina la dirección de la marcha de cualquier serpiente con sólo examinar en la cinta que deja su paso, las piedritas y otros elementos del suelo ligeramente desplazados hacia adelante por el frotar del largo vientre. En lo más espeso del bosque, una manada de pecaríes del collar ha dejado la rastrillada grosera de sus pezuñas; las ramas de las plantas laterales del sendero muestran los destrozos del paso a ojos casi cerrados de los torpes y pesados mamíferos. Coshmi hace un gesto de aprensión, no le gustan los chanchos salvajes; él ha visto perros con el vientre abierto como a navaja por los largos colmillos del sacha-cuchi. No todas las señales que revela el suelo son así de patentes. Cuando Coshmi se arrodilla y mira con cuidado, puede ver innumerables signos de la vida a ras del piso. Indican cómo el bosque vive también en lo minúsculo. Allí, en el follaje caído y en el polvo suelto se imprime el testimonio de una actividad que a lo largo del día y de la noche tiene relevo, pero no pausa. Las hormigas... él no podría entender el bosque sin las hormigas: chiquititas hasta casi no vérselas, medianas, grandes; negras, marrones, amarillas y hasta casi blancas. Las hormigas, que están, que andan por todas partes cortando, trozando las hojas, acarreándolas incansables; moliendo los troncos caídos; disgregando los cadáveres de los animales... haciendo nada de todo residuo orgánico. Aunque a veces lo pican, él no tiene antipatía por las hormigas. ¿Qué sería del bosque —se pregunta— sin estas basureras? ¿Quién lo limpiaría? Pero... a veces descubre en las mañanas evidencias del paso de las hormigas legionarias, extranjeras que vienen quién sabe de dónde; caravana que ennegrece el suelo de obsesionados insectos sin ojos; vagabundos impenitentes que se desplazan acarreando sus hijos y sus huevos, cuya ceguera es largamente compensada por extraordinarios sensores que captan con precisión diabólica cualquier señal de vida animal. En su marcha se derraman hacia arriba sobre los árboles como una inmensa gota de miel; invaden cuevas, se infiltran por hendiduras, penetran y saquean los hormigueros de sus congéneres solitarias devorando hasta sus crías y dejando tras de sí la muerte, la desolación. Cuando por la mañana Coshmi ve los vestigios de la franja de terreno devastado por el paso de las legionarias, siente en la piel de la nuca los tirones del escalofrío. Coshmi mira en dirección hacia la que ha seguido la miríada de los terribles viajeros, fija la vista en la lejanía. No le importa lo que hay al otro lado del horizonte, él pertenece al bosque ese y no quiere otra cosa; aunque a veces... Coshmi vuelve los ojos hacia el piso y ve el sendero brilloso que imprime el paso de las babosas y de los caracoles, las rastrilladas sutiles de las arañas cuevículas que cazan en la superficie a fuerza de paya y diente, llevando sus hambrientos hijos sobre el lomo; y el escorpión con su cola cargada de veneno, que busca carnosos grillos o inocentes cochinillas de la humedad entre el mantillo. En la noche, ya en su cama, Coshmi suele oír el cascado, sorpresivo grito de los búhos, cuyo vuelo aplumado y silencioso se quiebra en grito estridente. Y los chillidos tanteadores de los cegatones murciélagos. También suele oír el lejano, plañidero grito del kakuy, quien se pasa las horas de la oscuridad llorando la ausencia del sol; y el araracucu cercano, cuyo persistente llamado a la hembra resulta casi impúdico entre tantos amores confidenciales de la noche. Coshmi sabe también de flores que desatan su corola en las sombras para recibir la visita fecundante de silenciosos insectos, mensajeros nocturnos de amor, portadores de vida. A veces Coshmi piensa que preferiría ser un personaje de la cálida y húmeda noche del bosque, esa noche tentadora, llena de misterios... pero cuando recuerda que hay otros seres nocturnos, entes como las almas en pena que deambulan en las tinieblas emitiendo sus doloridos, desolados gritos, él se alegra de ser un vulgar habitante de las horas de luz. Cuando cierra los ojos, ya para dormirse, Coshmi siente aún el latido del bosque en el ruidito que producen los caspi-cuchoj de antenas como largos bigotes, que perforan incansables las ramas que cubren el techo, para poner sus huevos. Coshmi se duerme, arrullado por el chiqui... chiqui... chiqui..., y sueña que es uno de esos corta palo que va moliendo la madera por un túnel que no se acaba... Jorge W. Abalos  photo INVIERNO2013_zpsf626f76f.png

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