martes, 7 de agosto de 2012

Una Playa Desierta

Me sorprende minuto a minuto. Es una persona altamente espiritual. Canturrea en forma permanente. Dice que adora la música, especialmente el jazz. Y suele ensayas unos pasos de danza, descalza. Lo hizo mientras me servía el desayuno en la cama. No puedo creerlo. Esta chica ha recibido una enseñanza japonesa, de geisha. Mientras yo dormía pidió el desayuno en la habitación. Y lo decoró ella misma antes de despertarme. Había cortado unas florcitas amarillas muy lindas que crecen en unos canteros en la puerta del hotel y con ellas adornó la bandeja. No quiero adelantarme a los acontecimientos, pero no puedo evitar el pensar en el mañana, en el retorno a Rosario y la continuidad de nuestra relación con Adriana. Hasta podría pensar en la posibilidad, siempre resistida por mí, de la convivencia. Por ahora puedo decir que aquellos momentos que yo imaginaba antes de venir aquí, se me han cumplido. Your dreams come true, como dicen los yankis. Ya hemos caminado horas por la playa, cerca del atardecer, tomados de la cintura, ella canturreando canciones francesas y abrigados con gorros y pulloveres. El que faltó a la cita, hasta el momento, es el perro peludo que yo imaginaba. Aunque supongo, esa escena la vi yo en “Un hombre y una mujer” hace mil años y ya ese perro debe haber muerto. Lo cierto es que no vimos ningún perro. Y no sólo eso. Ningún ser humano o viviente en la playa, salvo una gaviota que chillaba como enojada. En el pueblito incluso se ve poca gente. Es un caserío apenas, diseminado entre las dunas. -Una maravilla, una maravilla –repite Adriana, embelesada-. Mucho mejor de lo que yo imaginaba. En el hotel ella preguntó por caballos. Quiere montar a caballo junto al mar, sintiendo los fríos dedos de la espuma esparcida por el viento tocando su rostro. Me figuro una escena fuerte, bravía, vital, con nosotros dos cabalgando junto a las olas en la mañana medianamente polar. El dueño del hotel, un hombre de no menos de 78 años, nos promete que conseguirá caballos. Aunque sea uno. -Mi reino por un caballo –bromea Adriana. El viejo la mira, absorto. Adriana suele dejar caer esas citas algo intelectuales, que a mí me agradan pero que suelen ser inoportunas porque no elige bien los interlocutores. Lo hizo un par de veces con un mozo de un parador de la ruta, repitiéndole el título de una película de culto. El mozo sólo atinó a decirle que no tenían. Yo le pregunto al viejo por ciclomotores, boggies, esas motitos con gomas gordas para andar por la arena. El hombre me mira como si le hubiese mencionado un ecógrafo digital simultáneo. No vuelvo a mencionarle el tema. Lo de hoy fue estremecedor. En todo sentido. Adriana quiere beberse la vida de una solo trago. Me instó a levantarnos bien temprano para ver el amanecer y zambullirnos en el Atlántico. Yo me mostré un tanto remolón pero no puedo evitar su entusiasmo. A las siete de la mañana estábamos de pie, todavía estaba oscuro. Cuando salimos del hotel el frío que hacía era casi invernal, pero propio de un invierno de la taiga rusa. Ella cruzó la calle hacia la playa dando largas zancadas de bailarina, girando sobre sí misma y cantando. Un par de veces temí que el viento la estrellara contra la pared del taller mecánico que está enfrente. Los granos de arena nos pulían la piel como si fuesen disparados por un soplete gigantesco. Me vi tentado a sugerirle volver. -Esperemos un poco que calme el viento –le grité, pero el mismo aullido de esa suerte de huracán que venía desde el mar tapó mis palabras. Por otra parte, esperar que calmara el viento no dejaba de ser un deseo infantil. En todos los días que hemos estado aquí el viento no dejó de soplar ni un solo instante, empecinado, terco. Adriana corrió hasta mí, me tomo de la mano y me arrastró hacia el mar. Me encanta cuando actúa así. Tan natural, tan suelta, tan alejada de falsas hipocresías. El frío me despejó el sueño que tenía, pese a que había dormido bien. Debo decir que hemos reducido un tanto nuestra actividad sexual, luego del primer encontronazo incentivado por la curiosidad y la calentura. El paisaje del mar que vi esta mañana, iluminado apenas por la franja naranja que iba creciendo desde el horizonte, me recordó una película noruega que viera años atrás, donde un submarino alemán naufraga en el gélido mar del Norte. Nos sentamos en cuclillas sobre la arena frente a aquel espectáculo. Yo recibía cada tanto sobre la cara el impacto de gotas congeladas que disparaba el viento y me pegaban con la fuerza de gomerazos. -Qué bello... qué bello... –murmuraba Adriana, a mi lado. En un momento, la vi llorar. No supe si era por efecto de la emoción del momento, por el viento en los ojos que tanto suele molestar a los ciclistas, o por el frío que nos atería. De una forma u otra, en ese instante, la amé de verdad. Le pedí que suprimiera el desayuno en la cama. Es muy incómodo, siempre temo que se me vuelque el café sobre las frazadas y además se llena de migas entre las sábanas. Por otra parte, el olor de esas florcitas silvestres con que ella adorna la bandeja al secarse, es bastante repugnante y me hace doler la cabeza. Lo entendió perfectamente. También me agrada eso de ella. Es comprensiva. No intenta imponer su criterio a rajatabla. Le pedí que desayunáramos abajo, con los otros clientes del hotel. De todos modos hay muy pocos. Un viajante de comercio que come solo, otro hombre grande y una pareja de viejitos alemanes, muy amables. Al menos, entre ellos. También desayunó ayer un extraño personaje, alto, pelado, al que le faltaba un brazo, pero hoy al mediodía ya no estaba. El dueño del hotel tiene una prima, una señora de unos 68 años, que permanece mañana, tarde y noche mirando televisión abajo. Cuando no mira televisión, lee diarios viejos. Propuse a Adriana irnos de una escapada hasta Monte Hermoso, cenar en algún restaurante con otra gente, tomar un café en algún bar céntrico. -Soy egoísta –me dijo ella-. Te quiero sólo para mí. Y me desarmó. Me llevó también de nuevo, a ver el amanecer a la playa. Estaba un poco más frío y ventoso que la vez anterior y vimos aguasvivas que parecían tiritar sobre la arena. Pero en esta ocasión Adriana redobló la apuesta: insistió en que nos metiéramos al mar. Sin esperar a que yo le contestara, corrió y se internó en las aguas oscuras con la poética determinación de Alfonsina Storni. Yo intenté seguirla, paso a paso. Aunque ya van dos noches en me he llamado a sosiego, de tanto en tanto ella me hace referencias elogiosas hacia mi virilidad. No podía, entonces, negarme a entrar al mar, con la tonta excusa del congelamiento. Al primer contacto con el agua sentí como si en los pies me pegaran martillazos. Como si alguien con un pico me asestara golpes en los empeines. Mil puntazos agudos después en las canillas, un dolor penetrante en las rodillas y una sensación terrible de que los muslos estaban clínicamente muertos cuando el agua, torpe e invasiva, me alcanzó el borde inferior de la malla. No encuentro palabras, simplemente, para describir lo que sentí cuando el primer cachetazo de hielo líquido me golpeó en los testículos, pese a mis saltos desesperados para evitar que me alcanzara. Recordé, en un pantallazo propio del hombre que pasa vertiginosa revista de su vida momentos antes de morir, cuando un médico de guardia del Sanatorio Parque me estrujó despiadadamente los huevos procurando detectar alguna anomalía antes de dictaminar que mis molestias genitales obedecían al doméstico y poco heroico “síndrome del pantalón vaquero”, prenda demasiada ajustada en la mayoría de los casos. Tuve que tomar una sopa bien caliente, al mediodía, para recuperar los colores. No hay muchas cosas con las que alimentarse de todos modos en el hotel “Albatros”, lo confieso. Ensalada de papas casi siempre, alguna milanesa, fideos con manteca, ensalada de lechuga y tomate. Poco pan. No les llega muy a menudo. Me ofrecieron galletitas de agua. Prefiero el pan viejo, tostado. Me tuestan las galletitas. Adriana se ríe de la situación. A mí, en cambio, me está cansando un poco. Y lo reconozco, Adriana es fantástica, pero no me satisface tenerla para mí solo, al menos en el aspecto visual. Es de esa clase de mujeres que merece ser mostrada, lucida. Tal vez me equivoqué y debería haberla invitado a Mar del Plata. Ella hubiese aceptado lo mismo. Un lugar con mucha gente, donde uno pueda ir de noche a un restaurante y todos los tipos lo miren con envidia. Esos tipos que salen a comer con los chicos y sus mujeres gordas, que ya están hartos del matrimonio o quizás, vencidos. Donde uno puede tener la fortuna de encontrarse con gente amiga de Rosario, con conocidos de Rosario que piensen: “Mirá qué hijo de puta Alberto, la mina que se trajo el guacho”. Tipos con esposas que preguntan: “¿Quién es ésa que está con tu amigo?”. Que no dicen “la mujer” o “la joven que acompaña a tu amigo”. Dicen, escupen, “esa”, conscientes de que también su propio marido se muere por una belleza así y que ellas no pueden competir con mujeres como Adriana. Le pregunto a Adriana. -¿No querrías, Adriana, que uno de estos días agarremos el auto y nos vayamos por ahí, a otra parte? Le brillan los ojos. -Puerto Madryn –me dice-. O más al sur, Cabo Desolación, donde todo es más salvaje, donde casi no ha llegado el ser humano. Me han contado de un lugar donde hay grutas, y en las grutas, pinturas rupestres maravillosas... -Puede ser –digo. Y opto por no hablarle más del asunto. Una nueva. Me lee el menú. Si hay algo que me rompe las bolas es que alguien me lea el menú. Le digo y le insisto. -Dejá, Adri. Dejá que yo leo el mío. Pero ella parece no oírme. -Tenés filet de pejerrey a la plancha. Albóndigas con salsa de tomate, bifes a la criolla... Después sigue con las entradas, pasa a los postres y continúa con los vinos. Por suerte el salón comedor Don Tito no tiene un menú demasiado extenso pero de cualquier modo, cuando Adriana termina, lo debo leer todo de nuevo porque mientras ella lo hace como un servicio que brinda a la comunidad, yo me bloqueo y no la escucho. Siento como si me fuera subiendo una furia sorda y debo contar hasta tres antes de putearla. Cosa que nunca he hecho, no haré y que ella no merece en lo más mínimo porque todo lo que hace lo hace por mi bien. Pero no aguanto que haga eso. En algún momento tendré que decírselo si es que deseo que esta relación prospere. Ahora me lee lo de las “croquetas de arroz”, vocalizando como si me estuviera leyendo una estrofa de “El cantar de los cantares”. No quiero ser brusco, pero le pido que la termine. Hoy salimos a caballo por la playa. Calculo que desde que yo tenía doce años en La Cumbre no me subía a un caballo. Adriana estaba encantada. Creo que nunca me he aterrorizado tanto. Para colmo ella montó y se lanzó al galope, gritando de alegría, como en más de una película le he visto hacerlo a Clint Eastwood. Mi caballo, manso según los antecedentes que exigí al dueño del hotel, vio correr a su compañero y se lanzó tras él en aras de una mal entendida fidelidad. Se dice que el caballo es el mejor amigo del hombre. En este caso era claro que el mejor amigo de mi caballo era el otro caballo. Yo le había pedido a Adriana que no corriera. Al menos al principio, hasta que yo le tomara la mano a la cosa. Pero no, llevada por el entusiasmo se lanzó a galope tendido como un lancero de Bengala. Pensé que me mataba. Dos veces me pegué la boca contra el cogote del animal y tres veces tuve que aferrarme a las crines para no caerme de cabeza hacia atrás. Creo que di unos alaridos de advertencia, clamando por ayuda, pero entre que había perdido los estribos y me bamboleaba hacia todos lados como un muñeco inanimado, no puedo recordar mucho lo que pasó. Guardo sólo la sensación de riesgo inminente, la cercana presencia de la muerte y la convicción de que me caería de cabeza sobre la playa para romperme la columna vertebral en mil pedazos y quedar en silla de ruedas como Cristopher Reeve, el desafortunado intérprete de Superman. Pude abrazarme al cuello del caballo cuando ya me caía el animal se detuvo solo, cansado tal vez de su inusual corrida. Se dice que el caballo es el animas más inteligente pero a mí me parece un pelotudo. Ni se dio cuenta de que yo no sabía cabalgar, ni se percató de mis alaridos de horror, ni tampoco tuvo el más mínimo gesto de solidaridad cuando permanecí agarrado a su pescuezo, poco antes de caer sentado sobre la playa. Los perros al menos –ese perro peludo que faltó a la cita de las caminatas junto al mar- suelen tener el gesto de un lambetazo amigo en la cara de uno, de acercarse a olfatear el olor de la adrenalina. Este caballo, ni eso. Se alejó un par de pasos, agitó la cola y comenzó a comer unos yuyos casi secos que allí había. Adriana llegó al galope, entre divertida y alarmada. -¿Qué te pasó? –me dijo. Preferí no contestar. No hubiera podido, de todos modos, porque estaba recuperando el aliento, y para ser sincero, me moría de bronca. Canta para la mierda. Ésa es la verdad. Canta mucho, dice que le gusta el jazz, pero canta para la mierda. Tuve que soportar todos sus intentos de acertarle a alguna canción durante las tres horas que nos llevó el paseo en coche hasta Las Toscas, villorrio fantasmagórico al sur de donde estábamos. Le preguntamos al dueño del hotel por algún lugar para ir a visitar ya que el día estaba lluvioso e hizo un gesto de total ignorancia, encogiéndose de hombros. Luego, tomó un folleto en blanco y negro y nos lo dio. El folleto mencionaba como sitio de visita una escuelita rural donde había estudiado Martín Anselmi, fundador de Las Toscas, describiéndolo como “pintoresco pueblo de pescadores”. Había allí, sí, un mercado, una granja en realidad, donde se vendía pescado y latas de conserva. Los pescadores habían salido al mar y se estimaba que volverían al día siguiente, con suerte. No debían estar muy deseosos de volver a ese caserío. Pero en todo el trayecto en auto hasta allí, Adriana no cesó de canturrear. Me costó casi media hora darme cuenta de que lo que estaba intentando cantar era “Yesterday” cuando yo había estado convencido de que se trataba de algún añejo tango de Pascual Contursi. Me dijo que lo que realmente la enloquecía era el jazz moderno. Entiendo que ha elegido ese rubro a título de defensa. Cualquier boludez que se tararee encaja en el jazz moderno. Un día Ana, mi ex mujer, me arrastró a ver el Quinteto Moderno de las Pelotas o algo así, un conjunto rosarino que hacía según ella el mejor jazz moderno que había escuchado en su vida. Luego de casi cuatro horas salí sin poder tararear absolutamente nada y hasta los huevos de Charlie Parker y sus geniales improvisaciones. Volvimos al hotel y quedaban casi tres horas hasta el momento de la cena. No sé qué hacer para matar el tiempo. No me explico por qué acordé con Adriana buscar un hotel sin televisión en las habitaciones. Y un lugar donde no llegaran los diarios. -Alejados del mundo, Alberto –había dicho ella, soñadora-. En una especie de cápsula, sin recibir noticias sobre la corrupción, ni sobre la guerra de Kosovo ni sobre nada. Nada de nada. Hay, sí, un televisor en el hotel, abajo, el que mira la prima del dueño. Es a color, pero a cada momento se le estruja la imagen y se le cruzan miles de rayas que se encogen y curvan, como si sufriera retortijones, le doliera algo. Cuando mejora la imagen, uno puede ver episodios de “La Familia Ingalls” o de “La isla de Gilligan” completos. -Vamos a caminar por las dunas –se entusiasma Adriana, tomándome del brazo. Estoy olímpicamente roto las bolas de caminar por las dunas. Se me llenan de arena las zapatillas. Me duelen los músculos de las piernas de tanto caminar por la arena. -Eso es por no hacer nunca ejercicio –me regaña Adriana, mimosa. Prefiero no contestarle. Faltan dos horas, 55 minutos y 32 segundos hasta la hora de la cena. Otra nueva: pretende darme de comer en la boca. No miento, quiere darme de comer en la boca. Fuimos al Don Tito. -Parece rico ese puré –le comento, por decir algo, dado que algunos temas se nos están agotando. Acumula puré sobre su tenedor y me lo alcanza. -Probá –me indica. Si hay algo que detesto es que me den de comer en la boca, aunque esa para probar algo mínimo y riquísimo. Me echo atrás. -No, gracias –digo. Ella insiste, el tenedor con el puré en alto, como para clavármelo en un ojo. -Me lo vas a clavar en un ojo –le advierto. Se ríe. -Qué tonto –me dice, sin bajar el puré. Opto por comerlo, mirando a las otras dos o tres mesas con gente que nos observa, atraída por la risa de Adriana. Tiene linda risa. Pero un poco injustificada a veces. Se ríe por pavadas. Le causan gracia cosas que no tienen nada de graciosas, como que las empanadas tengan aceitunas, que un velador tenga la lamparita quemada, o que un gato esté sentado en una silla. Hoy llegué a una conclusión estremecedora. Faltan seis días para volver a Rosario. ¡Seis días! Una eternidad. Procuro en las mañanas despertarme tarde para acortar el día, pero ella me despierta bien temprano para “aprovechar el sol” según dice. Anoche argumenté un desarreglo estomacal para justificar el hecho de quedarme durmiendo. Lo aceptó convencida, y hoy por la mañana se fue sola a la playa. De todos modos me desperté a las siete, como cuando voy a trabajar. No sé qué inventar para matar el tiempo. Ayer logré convencerla de ir hasta Faro Salitre, un sitio donde dicen suelen llegar ballenas a aparearse. Claro que eso es en junio pero le dije a Adriana que tal vez una pareja hubiera decidido hacerlo clandestinamente en noviembre. Luego de tomar algo de sol frente al hotel fuimos hasta allí, 120 kilómetros al sur. Adriana se empecinó en manejar. No lo hizo mal pero me dejó el volante totalmente cubierto de bronceador al aceite. No quise ser duro con ella pero le rogué que la próxima vez se quitara el bronceador de las manos. Me enferma tocar un volante cuando está grasoso. Me enferma, realmente. No estuvimos más de veinte minutos en Faro Salitre. Había un viento espantoso y si había ballenas, no habían decidido mantener sexo explícito frente a terceros. Si había estado allí alguna vez por otra parte, habían abandonado rápidamente la zona, dándome un ejemplo a seguir. Durante el almuerzo decidí proponerle a Adriana acortar las vacaciones, con alguna excusa concerniente al trabajo. Que por ejemplo me habían llamado desde la empresa, mientras ella no estaba en el hotel, reclamándome. Me haría el mustio, el contrariado. Esperé al café para decírselo, pero ella se me adelantó. Se quedó mirando lánguidamente al vacío, y luego suspiró. -Me quedaría aquí para siempre –dijo-. Bah... No, tal vez, para siempre. Pero sí dos meses, tres meses, una temporada... No me atreví a decirle nada. Me aboqué a pensar qué podríamos hacer hasta la noche. No la soporto más, es indudable. Se torna francamente estúpida por momentos con esa postura de mujer informada. Y no aguanto que me colme de atenciones, que esté siempre pendiente de mí, que me mime. Insiste en que pruebe la comida de su plato, en explicarme el menú y no sólo eso, ahora se empecina en leerme párrafos enteros del libro El mundo de Sofía . Termina de leer esos fragmentos, apoya el libro sobre su pecho, mira el horizonte y dice: “Qué maravilla, qué maravilla”. Me sorprendo pensando en la posibilidad de que se ahogue. Me ocurrió esta mañana. Ha desistido ya de arrastrarme al mar. Estuve dos días con un resfrío mortal por meterme en esas aguas de deshielo. Hoy ella corrió como siempre y se zambulló en el mas como si nada. Desde adentro me gritaba: “¡Vení! ¡Vení, está lindísima!”. Una nueva trampa. No caí en ella. Pero imaginé que una ola la tapaba y se la llevaba mar adentro, hacia las profundidades abisales donde hay peces con ojos luminosos. De sólo pensar esa posibilidad experimenté una tranquilidad maravillosa. Imaginé volver solo en el auto, escuchando en la radio audiciones de fútbol, sin tener que aguantar el olor al perfume ese que usa y que huele a agua estancada. Imaginé, también, que la atrapaba un tiburón. No uno común, chiquito, de ésos que se pescan en el espigón de Necochea. No. Un tiburón como los de la película, uno gigante, de los blancos, que se la pudiera comer en dos bocados, que no le diera tiempo de gritar, pedir ayuda o leerme el menú. ¿Qué haría yo si ella pedía ayuda, por ejemplo, en cualquiera de las dos ocasiones, tanto frente a la vorágine del oleaje como entre las fauces del formidable escualo? Supongo que me debatiría en la duda de correr en su auxilio o quedarme en la playa. Nunca hay nadie en la playa, ningún testigo indiscreto podría culparme. Lo cierto es que no hay tiburones de ese porte en las aguas frías. A lo sumo podía fantasear con la esperanza de un calambre. Aunque quedaba la posibilidad de los acantilados. Hay algunos, no muchos, caminos a Las Toscas. Lo pensé la vez pasada, cuando ella insistía en aproximarse peligrosamente a sus bordes, desestimando mi reconocido vértigo, en tanto hablaba de Dover de Irlanda, de las leyendas celtas y todas esas pelotudeces. Supe que no iba a poder empujarla, por ejemplo, pero que me hubiera gustado hacerlo. O vi incluso unas rocas algo sueltas, pero no le avisé, como dejando todo supeditado en definitiva al arcano designio de la fatalidad en el caso de que ella las pisara y se fuera de cabeza al abismo, flameando el pañuelo lila que usa en el cuello, agitando en el aire las manos impregnadas de aceite bronceador N-40. Ahora está junto a mí, que simulo dormitar, y me habla como a un chiquito. Entrecierra los ojos, frunce la boca como en un piquito y me habla como si hablara con un nenito de tres años, meneando un poco la cabeza. Me pregunta si estoy bien, si tengo frío, si tengo hambre, si tengo sueño, si tengo sed, si hay algo que me gustaría hacer. Confieso que no lo hace muy a menudo. Es más, es la primera vez que lo hace pero querría matarla, retorcerle el cogote, estrangularla con mis propias manos. Es notable cómo un hombre manso y bueno como yo puede albergar ese tipo de sentimientos presionado por la convivencia obligatoria. El mar no me ayuda, los tiburones tampoco, los acantilados permanecen firmes. Resoplo y no le contesto. Me aterroriza algo que comenta después. Programa cosas para hacer juntos a nuestra vuelta, en Rosario. -Podríamos ir a ver al Conjunto Rosarino de Jazz –propone, entusiasta. Resoplo de nuevo. Creo que preferiría agarrarme los huevos con una prensa. Sean diez días, seis o dos, por otra parte, la finalidad ya está cumplida. Contreras debe tener una úlcera perforada y Goñi se habrá encargado de contarle mi aventura a todo el mundo. Sería un poco tonto volverse antes, como si uno no hubiese en verdad, disfrutado. No puedo creerlo, faltan todavía cinco días. Respiro mejor y creo que hasta se me ha pasado el resfrío. Me sacudo de alegría en el asiento pensando que podré encontrarme con los muchachos a comer algo o sentarme durante horas frente a la computadora de mi departamento a jugar juego de guerra como “Civilización II” o “Age of Empire”. Con un poco de suerte llegaré a Rosario con tiempo como para elegir un buen programa de cine para ir a la noche. No me atreví, en definitiva, a decirle nada a la pobre Adriana. No es mala, después de todo. Me desperté a las cinco de la mañana y me escapé con lo puesto. Ya a la noche le había comentado al dueño del hotel que debía irme de improviso, pero que le dejaría la habitación paga hasta el domingo, si es que ella decidía quedarse. Como le gustan tanto las playas desiertas es posible que lo haga. Tuve que resignar parte de mi ropa, aunque no traje tanta. Quizás ella, de puro buena, me la traiga a Rosario, lo que le resultaría una excelente excusa para volver a verme, si es que no se enoja demasiado por mi fuga. En principio pensé en dejarle una notita prendida a la almohada, como en los tangos, pero luego me pareció un detalle un tanto demodé. Por otra parte, no hubiese sabido muy bien qué ponerle. Ojalá se enoje tanto que no me llame. Aunque la veré sin duda en el “Freddy”. Espero que en ese momento se me ocurra algo. Hasta ese instante, cuando ella llegue al boliche, podré comentarle a Contreras, como al descuido que Adriana no se saca la pulserita del tobillo ni siquiera para ducharse. Roberto Fontanarrosa Photobucket

No hay comentarios:

Publicar un comentario

 
Subir Bajar