sábado, 4 de agosto de 2012

Una Playa Desierta

Lo que siempre soñé, seamos francos. El sueño de cualquier hombre que se precie de tal. Irse diez días a una playa desierta, acompañado por una mina nueva que está buenísima. Cómo ha influido el cine en todos nosotros. Pensaba en el viaje y la primera imagen que me venía a la mente era la de Adriana y yo caminando por la playa, de pantalones cortos y pullover, acompañado de un perro muy peludo –confieso que no sé de dónde carajo podría haber salido ese perro- en un atardecer un tanto gris y ventoso. Esas playas extensas, anchas, desoladas, agrestes y rectas, en las cuales uno puede caminar y caminar sin detenerse hasta llegar a Tierra del Fuego. Con médanos, pequeñas cercas de madera semipodrida y arbustos achaparrados. No sé si vi algo así en “Julia”, aquella película donde Jason Robards hacía de Dashiell Hammett y la Vanessa Redgrave era su esposa escritora que se iba a completar una novela a un sitio parecido. Vanessa Redgrave o Jane Fonda, alguna de las dos era la esposa. O tal vez en aquellas película en blanco y negro de la nouvelle vague francesa, sin música de fondo, donde los intérpretes, siempre preocupados, siempre angustiados por algo, hablaban con monosílabos sólo a intervalos de veinte minutos. Digamos, nada de playas tropicales con palmeras y gente en catamaranes. Nada de negros bailando calypso bananero, nada de minas en bikini jugando con una pelota enorme. Algo más austral, más profundo, más sensible, más auténtico. Mi segundo pensamiento sobre el viaje era siempre el mismo. Adriana y yo revolcándonos en la cama, haciendo el amor ferozmente en los lapsos libres en que no caminábamos con el perro peludo. Tengo una pizca de decepción. Un atisbo apenas, nada serio. Y es en cuanto a lo del sexo. Fue fantástico anoche, sin duda. Adriano es, digamos, sensacional. No diría escultural, porque eso es mucho decir, pero se acerca bastante a las mujeres de las tapas de revistas. Tal vez un poco mayor, en edad. Me dijo que tiene 33, la edad de Cristo, dato muy poco válido porque estaríamos comparando personalidades, ocupaciones y conceptos de vida, en principio, bastante diferentes. Pero cuando contemplaba por primera vez esos pechos ceñidos, duros, tercos; ese vientre recto, los muslos firmes y casi musculosos, en tanto ella se alistaba para venir a la cama, comprendí que la vida me estaba premiando por algo. Ya vendrá el momento de averiguar por qué. Tal vez por ese dinero que le presté a tía Haydée para que se comprara el lavarropas. Un detalle, apenas. Tiene los tobillos un poquito, un poquito gruesos. Adriana, no tía Haydée. Quizás el haberme fijado demasiado en el toque perturbador de la pulserita tintineando sobre su zapato de taco alto me haya hecho pasar desapercibido ese punto. Por lo demás, una diosa. Una potra, como diría Goñi. A lo que me refiero más que nada, cuando hablo de una pizca de decepción, es al sexo en sí. Estuvo bien, es cierto, y tras repetir la cosa tres veces –y estoy diciendo tres veces- me sentí pleno, realizado y con hambre. Pero ella, digamos, es algo inerte. Que se entienda bien. Acepta, concede, gimotea incluso; pero es, podría definirse, poco participativa. Un tanto fría. No es divertida, en una palabra, ni se suelta. Como si hubiera aprendido de grande. Ana, por ejemplo, mucho menos dotada físicamente, era más graciosa, más entretenida, más risueña. Ni hablar de Elena, un poco grosera por momentos cuando gritaba barbaridades, pero vibrante, intensa. Desaforada. Me preocupa un poco la cifra. Tres. Que no piense Adriana que todas las noches será lo mismo. Veremos cuando me reponga. Se durmió enseguida, angelicalmente, tras haberme pedido que bajar al lobby a buscarle un yogur. Esas ocurrencias tiernas me doblegan. Es dulce, francamente...Continuará Roberto Fontanarrosa Photobucket

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