sábado, 4 de febrero de 2012

ABADDON EL EXTERMINADOR

Consejos, pero no te los puedo dar en una simple carta, ni siquiera con las ideas de mis ensayos, que no corresponden tanto a lo que verdaderamente soy sino a lo que querría ser, si no estuviera encarnado en esta carroña podrida o a punto de podrirse que es mi cuerpo. No te puedo ayudar con esas solas ideas, bamboleantes en el tumulto de mis ficciones como esas boyas ancladas en la costa sacudidas por la furia de la tempestad. Más bien podría ayudarte (y quizá lo he hecho) con esa mezcla de ideas con fantasmas vociferantes o silenciosos que salieron de mi interior en las novelas, que se odian o se aman, se apoyan o se destruyen, apoyándome y destruyéndome a mí mismo.

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No rehuyo darte la mano que de tan lejos me pedís. Pero lo que puedo decirte en una carta vale muy poco, a veces menos que lo que podría animarte con una mirada, con un café que tomáramos juntos, con alguna caminata en este laberinto de Buenos Aires.

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Te desanimás porque no sé quién te dijo no sé qué. Pero ese amigo o conocido (¡qué palabra más falaz!) está demasiado cerca para juzgarte, se siente inclinado a pensar que porque comés como él es tu igual; o ya que te niega, de alguna manera es superior a vos. Es una tentación comprensible: si uno come con un hombre que escaló el Himalaya, observando con suficiencia como toma el cuchillo, uno incurre en la tentación de considerarse su igual o su superior olvidando (tratando de olvidar) que lo que está en juego para ese juicio es el Himalaya, no la comida.

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La verdadera justicia sólo la recibirás de seres excepcionales, dotados de modestia y sensibilidad, de lucidez y generosa comprensión. Cuando aquel resentido de Sainte-Beuve afirmó que jamás ese payaso de Sthendal podría hacer una obra maestra, Balzac dijo lo contrario. Pero es natural, Balzac había escrito la Comedia Humana y ese caballero una novelita cuyo nombre no recuerdo. De Brahms se rieron tipos semejantes a Sainte-Beuve: cómo ese gordo iba a hacer algo importante? Un tal Hugo Wolf sentenció en el estreno de la cuarta sinfonía: «Nunca antes en una obra lo trivial, lo vacuo y engañoso estuvieron más presentes. El arte de componer sin ideas ni inspiración ha encontrado en Brahms su digno representante». Mientras que Schumann, el maravilloso Schumann, el desdichadísimo Schumann, afirmó que había surgido el músico del siglo. Es que para admirar se necesita grandeza, aunque parezca paradójico. Y por eso tan pocas veces el creador es reconocido por sus contemporáneos: lo hace casi siempre la posteridad, o al menos esa especie de posteridad contemporánea que es el extranjero, la gente que está lejos, la que no ve cómo te vestís. Si eso le pasó a Stendhal y Cervantes, ¿cómo podés desanimarte por lo que diga un simple conocido que vive al lado de tu casa? Cuando apareció el primer tomo de Proust (después que Gide tirara los manuscritos al canasto), un cierto Henri Ghéon escribió que ese autor se había «encarnizado en hacer lo que es propiamente lo contrario de una obra de arte, el inventario de sus sensaciones, el censo de sus conocimientos, en un cuadro sucesivo, jamás de conjunto, nunca entero, de la movilidad de los países y las almas» Es decir, ese presuntuoso critica lo que es la esencia del genio proustiano.

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¿En qué Banco de la Justicia Universal se pagará a Brahms el dolor que sintió, que inevitablemente hubo de sentir aquella noche en que él mismo tocaba el piano en su primer concierto para piano y orquesta? ¿Cuándo los silbaron y le arrojaron basura? No ya Brahms, detrás de una sola y modesta canción de Discépolo, cuánto dolor hay, cuanta tristeza acumulada, cuánta desolación.
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Pero –tan extraña es la condición humana- no sólo los insignificantes y fracasados padecen esos sentimientos bajos ¿No dictaminó Lope que El Quijote era el peor libro que había leído en su vida? ¿No silenciaba Goethe a poetas que eran tan notables como él, mientras elogiaba a otros de tercera categoría, con lo cual ponía por debajo de ellos a espíritus que en el fondo envidiaba?
Pero volvamos a tus dudas. Me basta con leer uno de tus cuentos para saber que un día llegarás a ser importante. Pero, ¿estás dispuesto a sufrir esos horrores? Me decís que estás perdido, vacilante, que no sabes qué hacer, que yo tengo la obligación de decirte una palabra.
¡Una palabra! Tendría que callarme, lo que podrías interpretar como una atroz indiferencia, o tendría que hablarte durante días, o vivir con vos durante años, y a veces hablar y a veces callar o caminar juntos por ahí sin decirnos nada, como cuando muere alguien que queremos mucho y cuando comprendemos que las palabras son irrisorias o torpemente ineficaces. Sólo el arte de los otros artistas te salva en esos momentos, te consuela, te ayuda. Sólo te es útil (¡qué espanto!) el padecimiento de los seres grandes que te han precedido en ese calvario.
ERNESTO SABATO

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