Otra cosa que me pasaba de chico es que perdía todos los útiles de la cartuchera, y a veces la cartuchera también.
Mis padres debían comprarme cada día un nuevo lápiz, una nueva goma o un nuevo compás (¿todavía siguen usando compás y transportador en la escuela?), y una cartuchera por semana.
Yo creo que existen ciertas personas cuya atención sólo puede ser atrapada por algunos hechos muy llamativos, y no les queda atención para ninguna otra cosa.
Es el día de hoy que sigo perdiéndolo todo: los lentes de sol, el control remoto del televisor, una ojota, los papeles donde anoto las direcciones en los viajes. Por eso, me paso buena parte de la vida buscando.
Es curioso, porque por un lado debo buscar objetos -llaves, la agenda, una tarjeta-, pero también busco historias para contar, busco sabiduría en las historias de otros escritores, y busco la verdad.
¿Qué es la verdad? Bueno, cómo debe vivir uno para sentirse completo, qué es el bien y qué es el mal, qué es el alma... En fin.
Del mismo modo que no busco una sola cosa material: buscando el control remoto encuentro las llaves, buscando la agenda encuentro la lapicera, etcétera; tampoco busco una sola cosa cuando busco las demás: en busca de una historia puedo encontrar un consejo, o en la persona más inesperada puedo encontrar una buena historia.
La actitud del buscador siempre debe ser un poco distraída: no sea cosa que por buscar con demasiada atención una sola cosa se pierdan muchas otras.
No sé si mis reflexiones les están resultando lo suficientemente claras; de modo que, por las dudas, como siempre, contaré una historia.
No necesariamente porque mi historia vaya a dejar del todo claro el asunto de los buscadores, sino porque, si no queda del todo claro, al menos habrán disfrutado de un cuento.
Cierta mañana de enero me hallaba caminando con mi padre por las playas de Miramar.
Yo debía tener doce años. Como mi piel nunca se ha llevado bien con el sol, acostumbraba pasear por la playa a horas muy tempranas: siete y media u ocho de la mañana, para poder disfrutar del mar y el cielo a pleno sin convertirme en un piel roja.
El mar en las primeras horas del día es un espectáculo distinto: las aguas son plateadas, y la espuma es más blanca. El cielo es de un celeste discreto, como si estuviera apareciendo por primera vez. La brisa marina es fría, pero es un frío hospitalario.
Mi padre caminaba silencioso, con las manos entrecruzadas tras la cintura; y yo zigzagueaba entre los restos de las olas y la arena húmeda. De pronto, mi padre se detuvo y vi que su mirada se clavaba en un punto de la arena húmeda. Inclinó apenas la espalda y recogió algo del suelo. Me lo mostró.
Era una piedra negra. Una piedra ovalada como un camafeo, reluciente y lisa.
Era tan negra que parecía la matriz del color negro, el modelo del que se había partido para luego ir distribuyendo los matices del negro por el resto de los objetos.
Mi padre me mostró la piedra.
–Tal vez no haya ninguna piedra como ésta en todo el mundo –dijo–.
Está aquí tirada, y a nadie le interesa.
Pero tal vez sea la piedra más negra del mundo, y tal vez no haya ninguna otra piedra igual. En ese caso, valdría más que el oro.
Yo extendí la mano para que depositara allí la piedra negra; pero mi padre, con una agilidad que pocas veces le he visto, llevó su brazo y su mano hacia atrás y lanzó la piedra más allá de las olas, al centro del mar.
Desde entonces, busco la piedra negra. Cuando buscaba los útiles, cuando busco el control remoto, cuando busco una buena historia o cuando busco la verdad, busco la piedra negra.
¿Y qué significa la piedra negra?
Lo sabré si alguna vez la encuentro.
Marcelo Birmajer
sábado, 30 de noviembre de 2013
domingo, 24 de noviembre de 2013
CICATRICES
Hace mucho tiempo vivía en una aldea que no conocemos un muchacho de veinte años, justo y valiente. Pretendía a una doncella de su edad, blanca como la leche , y tal bella como vanidosa.
El muchacho tenia el rostro cruzado de cicatrices.
La doncella, enferma de juvenil frivolidad, exigía para hablar de noviazgo, que el muchacho se quitara las cicatrices del rostro.
El muchacho sabía que esto era imposible, pero la doncella estaba acostumbrada a que se le cumplieran sus mas estrafalarios deseos.
Así la habían tratado sus padres y los ricos hombres que la cortejaban.
El muchacho pasaba noches de insomnio pensando en como satisfacer el requerimiento, y la doncella insistía en que cuando se hubiese quitado las cicatrices, ella lo estaría aguardando. ¿Por qué el muchacho seguía amando a una dama tan necia? ¡Misterio! ¿Por qué una mujer tan agraciada era tan necia? ¡Más misterio!
En una de las noches de insomnio que el muchacho sufría bajo un árbol del bosque (el estado de su alma le hacía imposible permanecer en una cama), acertó a pasar por allí un mago. El muchacho vio llegar a un hombre en una carreta tirada por un mulo.
Cuando el animal se detuvo, el hombre bajó de la carreta; y haciendo un movimiento de manos transformó al mulo en un hombre.
Hizo un pequeño fogón, sacó un pollo de la carreta, lo atravesó con un palo y comenzó a asarlo mientras conversaba con el mulo convertido en hombre.
El muchacho se frotó varias veces los ojos y se acerco impávido al prodigioso dúo. · ¿Có..có...cómo has hecho eso?-preguntó -Oh-dijo el mago sin darle importancia-. Es feo comer solo, y a la hora de la cena, siempre me procuro alguien con quien conversar. Y ni bien terminó la frase, con un nuevo pase de manos, volvió a transformar al hombre en mulo. -Ahora ya tengo con quien conversar- digo el mago, haciéndole un ademán al muchacho para que se sentara junto a el. -¿Cómo haces eso?- repitió el muchacho. -A excepción de cómo hago mis trucos, podemos conversar de todo lo que quieras-respondió el mago. El muchacho, que tenía un solo tema en su magín, acercando su rostro al fuego, mostrándoselo al mago, se apresuró a decir: -¡Apuesto a que con tu magia podrías quitarme todas las cicatrices del rostro! -Por supuesto-respondió el mago sin un ápice de vanidad. -Pues, adelante-dijo el muchacho -¿Estas seguro de que es lo que quieres?-le preguntó el mago. -De nada he estado más seguro-dijo el muchacho. El mago pasó suavemente un dedo por una de las cicatrices del muchacho. De inmediato, entre los dos, se presento una imagen. Era el recuerdo del día en que el muchacho se había hecho esa cicatriz. Los cosacos atacaban la aldea, y el muchacho, valientemente, salía al encuentro de ellos. El sable de un cosaco le rozaba el rostro. Pero ahora, en la imagen que el mago presentaba, el recuerdo cambiaba: el muchacho se escondía tras unos toneles y no enfrentaba a los bandidos. Aguardaba escondido hasta que se marchaba, luego de haber realizado todo tipo de tropelías. Cuando la imagen se desvaneció, nuevamente estaban el mago y el muchacho junto al fogón. El mago fue hasta la carreta y regreso con un espejo. Lo limpio con la manga de su abrigo y se lo extendió al muchacho. -Mírate-le dijo El muchacho se observó. Efectivamente, la cicatriz ya no estaba. -¡Prodigioso! – exclamó el muchacho. -No es ningún prodigio- dijo el mago-.Si nunca has peleado contra los cosacos, ¿por qué habrías de tener esa cicatriz? ¿Quieres que te borre las otras? -¡Por supuesto!- dijo el muchacho. Pero al instante se detuvo: -Momento-agrego-. ¡Si he peleado contra los cosacos! -No- le dijo el mago-.Ya no, y ya no tienes esa cicatriz.
-Solo te he pedido que me borres la cicatriz- dijo el muchacho-.No el momento en que me la hicieron. -Eso- dijo el mago-, es imposible. No lo puede lograr ni el más sabio de los magos. Si partes de tu vida te han dejado cicatrices, debemos borrar esos recuerdos para borrar las cicatrices. ¿Te borro las demás? -No- dijo el muchacho
Y luego de comer el pollo, ambos durmieron mansamente. Cuando el muchacho despertó, al alba y bajo un árbol, el mago ya no estaba. Corrió a ver a la doncella. -Te he dicho que no te me acercaras hasta que no te quitaras las cicatrices del rostro- le dijo fríamente ella.
El muchacho no respondió a su insulto. Se señaló una cicatriz y le contó su historia.
Señaló otra y otro recuerdo. . Una más y otro suceso de su vida.
Terminó de contarle el origen de la última cicatriz frente al rabino que los casó...
De Marcelo Birmajer (periodista y escritor)
El muchacho tenia el rostro cruzado de cicatrices.
La doncella, enferma de juvenil frivolidad, exigía para hablar de noviazgo, que el muchacho se quitara las cicatrices del rostro.
El muchacho sabía que esto era imposible, pero la doncella estaba acostumbrada a que se le cumplieran sus mas estrafalarios deseos.
Así la habían tratado sus padres y los ricos hombres que la cortejaban.
El muchacho pasaba noches de insomnio pensando en como satisfacer el requerimiento, y la doncella insistía en que cuando se hubiese quitado las cicatrices, ella lo estaría aguardando. ¿Por qué el muchacho seguía amando a una dama tan necia? ¡Misterio! ¿Por qué una mujer tan agraciada era tan necia? ¡Más misterio!
En una de las noches de insomnio que el muchacho sufría bajo un árbol del bosque (el estado de su alma le hacía imposible permanecer en una cama), acertó a pasar por allí un mago. El muchacho vio llegar a un hombre en una carreta tirada por un mulo.
Cuando el animal se detuvo, el hombre bajó de la carreta; y haciendo un movimiento de manos transformó al mulo en un hombre.
Hizo un pequeño fogón, sacó un pollo de la carreta, lo atravesó con un palo y comenzó a asarlo mientras conversaba con el mulo convertido en hombre.
El muchacho se frotó varias veces los ojos y se acerco impávido al prodigioso dúo. · ¿Có..có...cómo has hecho eso?-preguntó -Oh-dijo el mago sin darle importancia-. Es feo comer solo, y a la hora de la cena, siempre me procuro alguien con quien conversar. Y ni bien terminó la frase, con un nuevo pase de manos, volvió a transformar al hombre en mulo. -Ahora ya tengo con quien conversar- digo el mago, haciéndole un ademán al muchacho para que se sentara junto a el. -¿Cómo haces eso?- repitió el muchacho. -A excepción de cómo hago mis trucos, podemos conversar de todo lo que quieras-respondió el mago. El muchacho, que tenía un solo tema en su magín, acercando su rostro al fuego, mostrándoselo al mago, se apresuró a decir: -¡Apuesto a que con tu magia podrías quitarme todas las cicatrices del rostro! -Por supuesto-respondió el mago sin un ápice de vanidad. -Pues, adelante-dijo el muchacho -¿Estas seguro de que es lo que quieres?-le preguntó el mago. -De nada he estado más seguro-dijo el muchacho. El mago pasó suavemente un dedo por una de las cicatrices del muchacho. De inmediato, entre los dos, se presento una imagen. Era el recuerdo del día en que el muchacho se había hecho esa cicatriz. Los cosacos atacaban la aldea, y el muchacho, valientemente, salía al encuentro de ellos. El sable de un cosaco le rozaba el rostro. Pero ahora, en la imagen que el mago presentaba, el recuerdo cambiaba: el muchacho se escondía tras unos toneles y no enfrentaba a los bandidos. Aguardaba escondido hasta que se marchaba, luego de haber realizado todo tipo de tropelías. Cuando la imagen se desvaneció, nuevamente estaban el mago y el muchacho junto al fogón. El mago fue hasta la carreta y regreso con un espejo. Lo limpio con la manga de su abrigo y se lo extendió al muchacho. -Mírate-le dijo El muchacho se observó. Efectivamente, la cicatriz ya no estaba. -¡Prodigioso! – exclamó el muchacho. -No es ningún prodigio- dijo el mago-.Si nunca has peleado contra los cosacos, ¿por qué habrías de tener esa cicatriz? ¿Quieres que te borre las otras? -¡Por supuesto!- dijo el muchacho. Pero al instante se detuvo: -Momento-agrego-. ¡Si he peleado contra los cosacos! -No- le dijo el mago-.Ya no, y ya no tienes esa cicatriz.
-Solo te he pedido que me borres la cicatriz- dijo el muchacho-.No el momento en que me la hicieron. -Eso- dijo el mago-, es imposible. No lo puede lograr ni el más sabio de los magos. Si partes de tu vida te han dejado cicatrices, debemos borrar esos recuerdos para borrar las cicatrices. ¿Te borro las demás? -No- dijo el muchacho
Y luego de comer el pollo, ambos durmieron mansamente. Cuando el muchacho despertó, al alba y bajo un árbol, el mago ya no estaba. Corrió a ver a la doncella. -Te he dicho que no te me acercaras hasta que no te quitaras las cicatrices del rostro- le dijo fríamente ella.
El muchacho no respondió a su insulto. Se señaló una cicatriz y le contó su historia.
Señaló otra y otro recuerdo. . Una más y otro suceso de su vida.
Terminó de contarle el origen de la última cicatriz frente al rabino que los casó...
De Marcelo Birmajer (periodista y escritor)
martes, 19 de noviembre de 2013
El talón de Aquiles
Aquiles fue el más elogiado entre los héroes griegos que pelearon en la guerra de Troya.
Era hijo de Tetis y Peleo.
Su padre era un poderoso rey, jefe de grandes ejércitos.
Su madre, Tetis, una diosa marina que intercedió ante el principal de los dioses, Zeus, para que le permitiera hacer invulnerable a su hijo.
Aquiles fue alimentado con médula de leones y tigres.
A poco de nacer, su madre lo sumergió en la laguna Estigia, cuyas aguas volvían al cuerpo humano invencible. Pero, tal vez con el excesivo cuidado de las madres, lo sostuvo por un talón mientras lo sumergía; y ese talón quedó seco.
Por tanto Aquiles era todo invulnerable salvo el talón de uno de sus dos pies, no sabemos si el izquierdo o el derecho. En el resto del cuerpo, ni las flechas, ni el fuego, ni las piedras, podían ocasionarle el menor daño. Pero como los dioses participaban de esta guerra jugando con los humanos, cierta vez que Paris —el príncipe troyano que por raptar a la griega Helena originó esta sangrienta guerra— disparó una flecha envenenada contra Aquiles, el dios Apolo dirigió la punta hacia el talón vulnerable de nuestro personaje. Y así murió Aquiles. Sentado bajo la ventana del aula de mi colegio primario, yo me preguntaba:
¿por qué lo consideraban tan valiente, si era invulnerable? ¿En qué consiste la valentía de una persona que sabe que nada le puede hacer daño? Es sólo una pregunta. ¿Y los que estábamos allí sentados, podíamos llegar a tener algún remoto parecido con Aquiles?
Pues a primera vista no: nuestro cuerpo es totalmente vulnerable. Todo nuestro cuerpo es vulnerable. El fuego nos quema, el frío nos hiela, las flechas nos hieren.
Nuestro cuello es tan frágil como nuestro talón. Sin embargo, uno de los chicos sentados en aquel aula, basante lejos de la ventana, más bien cerca del pizarrón, a la izquierda, me sugirió lo contrario. Se llamaba Gastón, era muy petiso y algo tímido. El grandote del aula, un repetidor llamado Zurlo, se burlaba de él continuamente. Feas burlas. Y además —esto era lo peor— le pegaba en la cabeza o le tiraba de una manera muy fea de las orejas.
Una mañana, Gastón se le tiró al cuello a Zurlo y comenzó una pelea. Por supuesto, Zurlo ganó. Le pegó en la cara y en el estómago; y Gastón quedó tirado en el piso, pero sin llorar. —Si me volvés a tocar —le dijo Gastón a Zurlo desde el piso—. Te voy a volver a pegar. Zurlo no volvió a tocarlo, ni a burlarse de él. Viendo al malherido Gastón tendido en el piso, pero con su actitud intacta, lo comparé con Aquiles y pensé:
"Los seres humanos somos al revés que Aquiles: todo nuestro cuerpo es vulnerable salvo un talón invencible. Ese talón es nuestra voluntad".
© Marcelo Birmajer
Era hijo de Tetis y Peleo.
Su padre era un poderoso rey, jefe de grandes ejércitos.
Su madre, Tetis, una diosa marina que intercedió ante el principal de los dioses, Zeus, para que le permitiera hacer invulnerable a su hijo.
Aquiles fue alimentado con médula de leones y tigres.
A poco de nacer, su madre lo sumergió en la laguna Estigia, cuyas aguas volvían al cuerpo humano invencible. Pero, tal vez con el excesivo cuidado de las madres, lo sostuvo por un talón mientras lo sumergía; y ese talón quedó seco.
Por tanto Aquiles era todo invulnerable salvo el talón de uno de sus dos pies, no sabemos si el izquierdo o el derecho. En el resto del cuerpo, ni las flechas, ni el fuego, ni las piedras, podían ocasionarle el menor daño. Pero como los dioses participaban de esta guerra jugando con los humanos, cierta vez que Paris —el príncipe troyano que por raptar a la griega Helena originó esta sangrienta guerra— disparó una flecha envenenada contra Aquiles, el dios Apolo dirigió la punta hacia el talón vulnerable de nuestro personaje. Y así murió Aquiles. Sentado bajo la ventana del aula de mi colegio primario, yo me preguntaba:
¿por qué lo consideraban tan valiente, si era invulnerable? ¿En qué consiste la valentía de una persona que sabe que nada le puede hacer daño? Es sólo una pregunta. ¿Y los que estábamos allí sentados, podíamos llegar a tener algún remoto parecido con Aquiles?
Pues a primera vista no: nuestro cuerpo es totalmente vulnerable. Todo nuestro cuerpo es vulnerable. El fuego nos quema, el frío nos hiela, las flechas nos hieren.
Nuestro cuello es tan frágil como nuestro talón. Sin embargo, uno de los chicos sentados en aquel aula, basante lejos de la ventana, más bien cerca del pizarrón, a la izquierda, me sugirió lo contrario. Se llamaba Gastón, era muy petiso y algo tímido. El grandote del aula, un repetidor llamado Zurlo, se burlaba de él continuamente. Feas burlas. Y además —esto era lo peor— le pegaba en la cabeza o le tiraba de una manera muy fea de las orejas.
Una mañana, Gastón se le tiró al cuello a Zurlo y comenzó una pelea. Por supuesto, Zurlo ganó. Le pegó en la cara y en el estómago; y Gastón quedó tirado en el piso, pero sin llorar. —Si me volvés a tocar —le dijo Gastón a Zurlo desde el piso—. Te voy a volver a pegar. Zurlo no volvió a tocarlo, ni a burlarse de él. Viendo al malherido Gastón tendido en el piso, pero con su actitud intacta, lo comparé con Aquiles y pensé:
"Los seres humanos somos al revés que Aquiles: todo nuestro cuerpo es vulnerable salvo un talón invencible. Ese talón es nuestra voluntad".
© Marcelo Birmajer
lunes, 18 de noviembre de 2013
Soda Stéreo
Sitio oficial
http://www.sodastereo.com/
Soda Stereo nació en 1982 como un grupo heredero directo del new wave, impulsado por bandas como The Police y Television. En sus comienzos combinaba la energía del punk-rock con las melodías del reggae y el ska, aunque su música se fue tornando cada vez más pop con el correr de los discos.
No fue casualidad que las primeras repercusiones obtenidas por Soda fueran, en 1983, año en el cual Charly García incorporó ritmos “bailables”, con "Clics Modernos".
Por el año 1980 Gustavo Cerati se presentó en un cabaret de Parque Centenario con un grupo en el cual cantaban dos chicas inglesas, bautizado Sauvage. El repertorio incluía covers y canciones propias, más improvisadas que compuestas, generalmente bailables. Estudiante de publicidad, en la Universidad del Salvador, era compañero de Zeta Bosio, quien lo invitó a zapar con su propio grupo: The Morgan (en el que también estaba Andrés Calamaro en teclados).
Primero Cerati se integró a The Morgan y luego formaron, sucesivamente, el grupo Stress (junto a Charly Amato y el baterista Pablo Guadalupe) y Proyecto Erekto (junto a Andrés Calamaro), aunque no cubrieron sus expectativas de emprendimientos musicales.
A comienzos de 1982, Cerati y Bosio soñaban con armar un trío estilo The Police, pero les faltaba el baterista. Carlos Ficcichia llamó por teléfono a María Laura Cerati para invitarla a salir. Atendió su hermano: Gustavo. Entablaron una charla de compromiso y terminaron hablando del padre de Carlos, un famoso baterista de jazz: Tito Alberti (autor de grandes canciones del repertorio infantil). A la semana, Gustavo y Zeta visitaron la casa de Charly, para escucharlo tocar en la batería de su padre, en lo que fueron los comienzos de Soda Stereo.
Después de examinar algunas ocurrencias (Aerosol, Side Car) adoptaron el nombre de Los Estereotipos, debido a una canción de The Specials que les apasionaba a los tres y que utilizaron unos meses.
De esa primerísima época data un demo en donde grabó guitarras Richard Coleman que fue integrante oficial de la banda durante muy poco tiempo en aquellos días de 1982. Las canciones de aquel disco de presentación eran "¿Por qué no puedo ser del jet set?", "Dime Sebastián" y "Debo soñar" (de Ulises Butrón), acompañados por Daniel Melero en teclados y Ulises Butrón en guitarra.
Luego surgieron los nombres "Soda" y "Estéreo", dando como resultado el famoso Soda Stereo como denominación definitiva de esta banda que se quedó sin Coleman ya que el mismo Richard reconoció que la banda sonaba mejor sin él.
En 1983 consiguieron cierta resonancia con varios demos presentados en Radio del Plata y en discotecas. Eran las primeras versiones de "Jet-Set" y "Vitaminas". Una noche a los Soda los llamaron de un pub para suplir a la banda Nylon, que no iba a poder tocar.
Así comenzó un período de constantes presentaciones que los condujeron al Bar Zero, lugar excluyente del under porteño, junto al Café Einstein. En el tercer show, un productor discográfico los escuchó y los llevó a grabar profesionalmente para CBS, hecho que finalmente no se concretó hasta mediados de 1984.
Ya por entonces Soda Stereo comenzó a trabajar muchísimo sobre su imagen. Alfredo Lois (amigo del grupo y compañero de estudios, considerado el cuarto soda) fue el encargado de las producciones visuales: editar un video-clip antes que un LP, algo totalmente atípico por aquella época. El tema elegido fue "Dietético", que realizaron con equipos "prestados" por Cablevisión, donde Lois trabajaba de camarógrafo.
"Soda Stereo", fue el primer disco y se editó en 1984. Contó con la producción de Federico Moura (Virus), quien se limitó a dar algunos consejos, ya que "todos los temas tenían los arreglos resueltos y pensados". Si bien el resutado fue un sonido más frío que el obtenido en vivo, los músicos quedaron muy conformes y, lo que fue más importante: consiguieron una gran recepción por parte de la prensa.
La grabación se realizó en los obsoletos estudios de CBS de Buenos Aires, y el trío (Cerati, Alberti, Bosio) fue acompañado por Daniel Melero en teclados (autor de "Trátame suavemente") y Gonzo Palacios en saxo, con la categoría de "músicos invitados", una práctica que adoptaron en lo sucesivo y que en algunos casos resultaron ser verdaderos miembros de la banda, denominados por los fans y los medios con el título de “cuarto Soda”.
La presentación oficial de este material fue en el teatro Astros, el 14 de diciembre de 1984. Para la ocasión, y eligiendo como motivación el tema "Sobredosis de TV", se colocaron 26 televisores prendidos y fuera de sintonía, sumado a una gran cantidad de máquinas de humo, que dieron un inusual y atrapante efecto visual.
Aunque el estreno del álbum se realizó el 1 de octubre y fue organizada, también, como si se tratara de un espectáculo (por la agencia Rodríguez Ares), algo que nunca se había hecho en la Argentina hasta ese momento.
El lugar elegido fue un local céntrico de comida rápida de la cadena Pumper Nic (Suipacha entre Corrientes y Lavalle), la más popular entre los jóvenes argentinos de los 80’, y se proyectó el videoclip.
En octubre de ese año también tuvieron la posibilidad de presentarse ante el gran público de Vélez Sarsfield, en el Festival Rock & Pop, donde también estuvieron INXS, Nina Hagen, Charly García, Virus y Sumo, entre otros.
Ya para aquel entonces se incorporaron como invitados estables Fabián Von Quintiero y Gonzalo “Gonzo” Palacios, en teclados y saxo, respectivamente.
Con "Nada Personal" (1985), Soda Stereo demostró que sin abandonar los ritmos "bailables", este segundo disco logró más profundidad en las letras y madurez en las melodías, hechos que se acentuaron en el trío, con el paso del tiempo. Las encuestas lo dieron como el mejor disco del año y la presentación en Obras Sanitarias, de este material, fue unánimemente calificada como "sorprendente".
En 1986 los Soda salieron de gira por Latinoamérica y cosecharon un éxito inesperado. Pero en 1987, en una segunda gira por el continente, la repercusión fue aún mayor: 22 presentaciones en siete países y 17 ciudades diferentes, ante aproximadamente un total de 200 mil espectadores, abriendo nuevos mercados hasta ese momento, inexplorados para los artistas nacionales.
En junio de 1986, luego de una gira nacional, el trío grabó su segundo videoclip con "Cuando pase el temblor", nuevamente bajo la dirección de Alfredo Lois, en las ruinas del Pucará de Tilcara (Jujuy). El video, que completó la filmación de la presentación en el estadio Obras, fue nominado como finalista del 12° World Festival of Video and TV, en Acapulco unos años después.
"Signos" (1986) fue un paso clave en la banda. Sin repetir fórmulas exitosas, este trabajo fue mucho más directo que los anteriores. Al trío se le sumaron Von Quintiero en teclados, Richard Coleman en guitarra y “Gonzo” liderando una sección de vientos.
"Signos" fue el primer disco del rock nacional en editarse en formato de compact disc. Fue fabricado en Holanda y distribuido en toda Latinoamérica, aunque reciñen salió a la venta recién en 1988.
Ya dentro de la gira “Signos”, el 3 de diciembre hicieron su primera presentación en Ecuador, y el 9 y 10 de enero de 1987 en Uruguay (Punta del Este y Montevideo).
Los días 11 y 12 de febrero de 1987, Soda Stereo volvió a presentarse en Chile, en la edición número 28 del Festival Internacional de la Canción de Viña del Mar, donde ganaron el premio Antorcha de Plata.
El Festival de Viña, transmitido por televisión a muchos países latinoamericanos, expandió la fama de la banda por todo el continente, que no tardó en transformarse en una masiva adhesión incondicional que dio en llamarse “Sodamanía.
Dos meses después, el 23 de abril, batió récords de público en un recital de rock en Paraguay con su presentación en el Yacht Club. Mientras tanto, “Signos” fue disco de platino en Argentina, triple disco de platino en Perú y doble platino en Chile.
El 2 de mayo de 1987 se presentaron en la discoteca Highland Road de San Nicolás, (Buenos Aires), cuando sucedió un derrumbe en el que murieron cinco jóvenes y hubo más 100 heridos mientras estaban tocando "Persiana Americana".
Con una carga emocional muy fuerte tocaron en Obras el 8 y 9 de mayo para presentar “Signos” en Buenos Aires. Como expresión de duelo el grupo no utilizó la escenografía ni los juegos de iluminación que tenían preparados.
De todas esas giras "Ruido Blanco" fue parte del viejo concepto de pensar que Soda sonaba mejor en vivo que en estudios. Con material registrado a lo largo de toda la gira latinoamericana (sin el objetivo de publicarlo), se realizó la mezcla final de ocho temas en la isla de Barbados. Si bien se perdió un poco la calidad de sonido de los discos anteriores, fue indudable que este trabajo ganó en la frescura, espontaneidad y potencia característica de los shows en vivo.
El retorno al disco de estuvio fue con "Doble Vida" (1988. Primer álbum grabado íntegramente fuera del país. La producción estuvo a cargo de Carlos Alomar (quien trabajó con Mick Jagger, Paul McCartney y David Bowie, entre otros). Logró un sonido más tecnificado del trío y sobresalieron dos hits: "Lo que sangra - La Cúpula" y "En la ciudad de la furia" (que iba a ser el título de la placa).
A más de doce meses del último recital en la Capital Federla, Soda presentó "Doble Vida" en la cancha de hockey de Obras Sanitarias, ante 25 mil personas. Para coronar un gran año, cerraron el Festival por la Democracia que se realizó en Avenida del Libertador y 9 de Julio (Buenos Aires) ante 150 mil personas junto a Luis Alberto Spinetta, Fito Páez, Los Ratones Paranoicos, Man Ray y otros artistas.
A fines de 1989 grabaron una nueva versión de "Languis" (canción incluida en “Doble vida”) y una canción estreno llamada "Mundo de quimeras”. Ambos fueron editados en el maxi-simple “Languis” (1989) junto a versiones remixadas de "En el borde" y "Lo que sangra (la cúpula)".
Luego de editado el disco, Soda realizó dos presentaciones con entradas agotadas en The Palace de Los Ángeles, convirtiéndose en la segunda banda de rock en español en presentar un espectáculo en Estados Unidos con entradas agotadas, el 8 de diciembre de 1989, solo tres meses después de que el también argentino Miguel Mateos hiciera lo propio el 7 de septiembre de aquel año.
A principios de 1990 la banda se presentó en el estadio José Amalfitani (Vélez), compartiendo cartel, en igualdad de condiciones, junto al dúo inglés Tears For Fears en un show ante 32 mil personas. En dicho concierto contaron con la presencia de David Lebón, ex guitarrista de Pescado Rabioso y Serú Girán, que los acompañó en guitarra en el tema "Terapia de amor intensiva".
El éxito continental llevó a la cadena MTV News, europea, a prestar atención a lo que estaba sucediendo en América Latina con el rock en español, dedicándole un programa especial al grupo, hecho sin antecedentes para un grupo de rock que no
En junio, Soda Stereo, viajó a Estados Unidos para registrar una nueva placa en los Estudios Criteria de Miami. Para ello contaron con el aporte conceptual de Daniel Melero y la participación de Andrea Álvarez y Tweety González, siempre en calidad de invitados.
El resultado fue el álbum “Canción Animal” (1990), considerado generalizadamente como uno de los mejores de la historia del rock latino. Allí se editó la canción más popular: "De música ligera", además de otros clásicos de la banda como "Canción animal", "Un millón de años luz", "(En) El séptimo día" y "Té para tres".
Aquel nuevo álbum significó para la banda el acceso al público español, que se plasmó en mayo de 1992 con presentaciones en las ciudades de Madrid, Oviedo, Sevilla, Valencia y Barcelona.
Era la culminación de un enorme tour por el interior y Latinoamérica, en presentación del disco "Canción animal" (1990). Pero en materia de público, el máximo registrado en una sola presentación fue el 14 de diciembre de 1991, con 250 mil personas en la 9 de Julio, en el show gratuito "Mi Buenos Aires Querido".
Ese año también habían batido el record de 14 funciones agotadas en el teatro Gran Rex. Tras ese furor sobrevino un período de dispersión. Se editó "Rex mix" (1991) quefue un trabajo en vivo, con material registrado en los shows del año anterior y retoques de estudio.
En noviembre de 1992, los Soda fueron protagonistas de un hecho inédito en la Argentina: la transmisión de TV en estéreo con la presentación del "Dynamo" (1992) que los tres músicos, más Tweety González (teclados) y Flavio Etcheto (trompeta), tocaron casi todo el álbum en el programa Fax, de Nicolás Repetto.
Con una puesta de luces y un sonido impecables, Cerati cantó sobre pistas previamente grabadas de las canciones (procedimiento conocido como "playback") y reforzaron en vivo guitarras, bajo y batería.
En diciembre, llegaron los ocho shows en el estadio Obras, también destacados por la puesta en escena. "Dynamo" no vendió como se esperaba, porque en aquellos días, el grupo cambió de compañía discográfica: Sony no tenía intenciones de apoyar un grupo que emigraba y BMG no podía incentivar un producto de otra empresa.
El 94’ fue el peor año de Soda: por decisión unánime, tomaron distancia del mito y evaluaron la posibilidad de separarse definitivamente. Cerati ya había encarado proyectos solistas ("Colores Santos", con Melero, y "Amor Amarillo"), Zeta se dedicó a la producción de otras bandas (Peligrosos Gorriones, Aguirre) y Charly desapareció de la música para incorporarse al jet-set de las revistas.
Luego de tres años de silencio discográfico (se editaron dos recopilaciones en 1994: "Zona de promesas", álbum de remixes, y "20 grandes éxitos"), el trío volvió con "Sueño Stereo" (1995).
Los recitales de agosto demostraron que mantenían la vigencia de años anteriores, razón por la cual fueron invitados a participar del 113º aniversario de la Ciudad de La Plata, en noviembre, ocasión para la cual reunieron 200 mil personas en la Plaza Moreno, con Julio y Marcelo Moura (exVirus) como invitados.
A mediados de 1996 fueron invitados por la cadena MTV para sus famosas sesiones “unplugged” (desenchufadas) en Miami. Luego de rechazar la invitación varias veces, Soda Stereo logró que la cadena aceptara su propuesta de tocar con sus instrumentos eléctricos y enchufados, aunque reorquestando y modificando las versiones clásicas para hacerlas más lentas y musicalmente más complejas,
Esta presentación fue registrada parcialmente en la placa “Confort y Música Para Volar” (1996) y de manera completa en una nueva versión del álbum editado en 2007. El álbum incluyó además cuatro temas nuevos que habían quedado fuera de “Sueño Stereo” y un track interactivo con historietas e imágenes en video de la presentación en MTV.
Un largo silencio antecedió a la despedida final. Gustavo Cerati participó en un álbum tributo a Queen pero, finalmente, Soda Stereo anunció su disolución a mediados de 1997.
La banda encaró la última gira, que pasó por México, Venezuela y Chile, antes de cerrar en dos shows en el estadio de River Plate, en septiembre. Durante el tour se grabaron versiones en vivo, que serían editadas en dos discos separados, bajo el nombre de "El último concierto A" y "B".
En diez años de separación, varias fueron las oportunidades en las cuales se rumoreó un reencuentro. Sin embargo, sólo se concretó para finales de 2007: la banda anunció cinco shows en River Plate y luego una gira por las principales capitales de Latinoamérica, pero aclararon que en 2008 cada uno continuaría con sus proyectos independientes: Gustavo con su carrera solista, Zeta al mando de su empresa Alerta Discos y Charly con Mole, su proyecto musical.
A pesar de los constantes rumores de reunión, los cuales irónicamente comenzaron al poco tiempo de la separación, pocas noticias hubo sobre Soda, salvo un especial para TV de “El último concierto” producido por la cadena HBO y un documental llamado “Soda Stereo: La Leyenda”, producido por MTV. Finalmente en el año 2002 se volvió a ver al trío reunido en los premios MTV Latinoamérica para recibir el premio Legend por su trayectoria musical.
A siete años de la separación fue muy raro el hecho que no existiesen lanzamientos oficiales, por lo que a finales del 2003 se anunció que Sony Music editó el primer DVD de Soda Stereo, que contenía mucho material inédito, proporcionado por Gustavo, Zeta y Charly, además de personas muy allegadas a la banda. Estaba claro desde un principio que la producción fue por parte de Sony y la productora Cuatro Cabezas (con Mario Pergolini al frente).
El resultado salió a la calle en noviembre de 2004 y fue titulado “Soda Stereo: Una parte de la Euforia (1983-1997) “. Un documental que resumió la historia de la banda a través de escenas de conciertos, backstage, entrevistas, ensayos, pruebas de sonido, presentaciones en TV, etc. No obstante dicho DVD sólo contenía la historia de Soda en Sony/CBS, excluyendo la etapa en BMG, correspondiente a “Sueño Stereo” y “Confort y Música Para Volar” (de 1994 a 1996), lo que lo hacía un documento incompleto.
El 20 de septiembre de 2005 se editó en Argentina un DVD sobre el concierto final que dioSoda Stereo exactamente ocho años antes en el Estadio de River Plate, con el título de “El Último Concierto (En Vivo)”.
El DVD, a diferencia del especial que produjo HBO, estaba centrado en el concierto de Buenos Aires en audio 5.1 e incluía dos temas que habían quedado afuera anteriormente: "Juego de seducción" y "Sobredosis de TV".
Además, incluyó una opción multi cámara para una sesión de ensayo de "Primavera 0" y un documental de 25 minutos de la gira de despedida con imágenes de los conciertos y pruebas de sonido de México, Venezuela, y Argentina. También traía una entrevista al desaparecido “cuarto Soda” Alfredo Lois, autor de ese trabajo, uno de los últimos que hiciera antes de fallecer.
En 2007, al cumplirse 10 años de su separación, la banda decidió reunirse por una vez con el fin de realizar una gran gira continental. El 6 de junio de 2007 se conoció la noticia y el 9 se oficializó: Soda Stereo volvería a los escenarios mediante una única gira americana llamada “Me Verás Volver” (frase emblemática del grupo tomada de "En la ciudad de la furia")
La grilla de concierto superó el millón de entradas vendidas a través de nueve países de América, realizando 23 conciertos en solo dos meses.
En la última semana de agosto de 2008, Sony-BMG lanzó un nuevo álbum llamado “Me Verás Volver (Hits & +)”, un trabajo con 18 reediciones de temas en que fueron remasterizados en 2007.
El disco no contenía temas nuevos, pero incluía un código para acceder a contenidos exclusivos en su sitio web, entre ellos grabaciones de los temas ejecutados en la gira. El álbum alcanzó el primer puesto en ventas en Argentina y Chile.
La historia de Soda se fue opacando en actualidad. En la madrugada del domingo 16 de Mayo de 2010, Gustavo Cerati sufrió un ACV (accidente cerebrovasuclar), tras presentarse en un concierto en Caracas (Venezuela) cuya gira tuvo el mismo nombre que su último disco solista (“Fuerza natural”).
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Programa de uno de los primeros shows "grandes" de Soda, en el teatro Astros, a mediados de 1985
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Soda Stereo
Foto: José Luis Mazza, 1979
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Soda Stereo
Foto: Andy Cherniavsky
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Soda Stereo
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Soda Stereo, 2007
foto: www.sodastereo.com
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Soda Stereo
foto: Revista Pelo
Discografía
Soda Stereo (1984)
Nada personal (1985)
Signos (1986)
Ruido blanco (1987)
Doble Vida (1988)
Canción animal (1990)
Languis (1990)
Rex Mix (1991)
Dynamo (1992)
20 grandes éxitos (1994)
Zona de promesas (1994)
Sueño Stereo (1995)
Comfort y música para volar (MTV Unplugged) (1996)
Chau Soda (1997)
El último concierto B (1997)
El último concierto A (1997)
Obras Cumbres, Vol. 2 (2001)
Obras Cumbres, Vol. 1 (2001)
Me verás volver (Hits & +) (2007)
Me verás volver - Gira 2007 disco 2 (2008)
Me verás volver - Gira 2007 disco 1 (2008)
viernes, 15 de noviembre de 2013
UNA CUADRA: Fragmento
“(No sé por qué una tiene que mirar antes de irse.
Mirar atrás, digo, a lo que está por dejar.
Sería mejor empezar enseguida el largo trabajo del olvido. Pero se mira, siempre.)
Lara pensó en una película: la chica de pie en la esquina con la valija en la mano, lista para empezarlo todo, lista para la aventura.
Ahí, frente a sus ojos, estaba el callejón completo.
El barrio siempre había sido tranquilo, demasiado, para su gusto.
Ahora ella estaba de pie en el medio de la calle empedrada.
Apoyó las cosas en el suelo y dibujó una mirada lenta, cuidadosa, primero a la izquierda, después a la derecha. Quería acordarse.
Necesitaba fijar los rasgos de las once casas. Necesitaba llevárselos. Yo no estoy segura: supongo que, sin esa mirada, se los hubiera llevado de todos modos, enredados en los sueños como los árboles que se había llevado verano tras verano del campo donde trabajaba el tío Aldo. No estaba triste.
Hasta podría decirse que se alegrara de irse.
Ahí, en la callecita, no le quedaba casi nada. Apenas la sombra de una madre a la que ya no entendía.
Podría decirse que, en general, estaba entusiasmada. Contenta. Pero se quedó un minuto mirando porque siempre es así cuando se deja algo.”
MIRADOR DE LIBROS UNA CUADRA,
de Márgara Averbach
Mirar atrás, digo, a lo que está por dejar.
Sería mejor empezar enseguida el largo trabajo del olvido. Pero se mira, siempre.)
Lara pensó en una película: la chica de pie en la esquina con la valija en la mano, lista para empezarlo todo, lista para la aventura.
Ahí, frente a sus ojos, estaba el callejón completo.
El barrio siempre había sido tranquilo, demasiado, para su gusto.
Ahora ella estaba de pie en el medio de la calle empedrada.
Apoyó las cosas en el suelo y dibujó una mirada lenta, cuidadosa, primero a la izquierda, después a la derecha. Quería acordarse.
Necesitaba fijar los rasgos de las once casas. Necesitaba llevárselos. Yo no estoy segura: supongo que, sin esa mirada, se los hubiera llevado de todos modos, enredados en los sueños como los árboles que se había llevado verano tras verano del campo donde trabajaba el tío Aldo. No estaba triste.
Hasta podría decirse que se alegrara de irse.
Ahí, en la callecita, no le quedaba casi nada. Apenas la sombra de una madre a la que ya no entendía.
Podría decirse que, en general, estaba entusiasmada. Contenta. Pero se quedó un minuto mirando porque siempre es así cuando se deja algo.”
MIRADOR DE LIBROS UNA CUADRA,
de Márgara Averbach
martes, 12 de noviembre de 2013
Mes de la Memoria
Fragmento de cuento para el Mes de la Memoria
Un vacío en el lugar del nombre.
Entre el país de Olvido y el país de Memoria hay una Línea variable, complicada.
El paso sobre esa Frontera (de Olvido a Memoria o de Memoria a Olvido) no es cualquier paso.
Y el Árbol que crece justo sobre la Línea lo sabe.
Las razones para ir de Olvido a Memoria son infinitas.
Las razones para mudarse de Memoria a Olvido, también.
Hay días en que hace falta olvidar. Un amor. Una pena. Una carta. Una presencia. Un vacío. Para eso, es mejor respirar el aire de Olvido. Hay otros días en que el recuerdo es lo único que nos salva y en esos días, Memoria es el lugar perfecto.
Las razones para cruzar la Línea son infinitas, dije. Y cada cruce es una historia. Eso es importante: la Línea guarda con cuidado esas historias. Se sostiene sobre los cientos de pasos que los seres humanos damos sobre ella.
Por ejemplo: -Algunos viajeros cruzan la Línea como si fuera invisible. Pero eso no les dura mucho porque apenas vuelven a apoyar el pie del otro lado, llegan los Recolectores. Después del cruce, hay que pagar y el pago es siempre el mismo: la Frontera exige la historia del viaje. Así, los Recolectores hacen visible a la Línea: no se cuenta una historia sin pensarla.
Las historias explican, es inevitable. -Otros vienen a la Línea con intención. Con deseo. Vienen a buscarla sobre los caminos. Y mientras andan, tejen la historia. A veces, me dijeron, la historia decide por ellos y los viajeros no cruzan la Línea.
Las historias son sabias. -Para algunos, la Línea es filosa. Un cuchillo vuelto hacia arriba. Los viajeros que la cruzan así, tienen que detenerse enseguida, con los pies ensangrentados. Para ellos, el pago es una caricia.
Las historias consuelan cuando es necesario. -Hay días, sobre la Frontera, sopla un viento duro, vertical, inapelable. Una pared de aire.
En esos días, según desde dónde esté soplando, parece imposible dar el paso de Olvido a Memoria o de Memoria a Olvido. Los viajeros que llegan esos días se detienen y esperan.
Eso me pasó a mí.
MÁRGARA AVERBACH
Un vacío en el lugar del nombre.
Entre el país de Olvido y el país de Memoria hay una Línea variable, complicada.
El paso sobre esa Frontera (de Olvido a Memoria o de Memoria a Olvido) no es cualquier paso.
Y el Árbol que crece justo sobre la Línea lo sabe.
Las razones para ir de Olvido a Memoria son infinitas.
Las razones para mudarse de Memoria a Olvido, también.
Hay días en que hace falta olvidar. Un amor. Una pena. Una carta. Una presencia. Un vacío. Para eso, es mejor respirar el aire de Olvido. Hay otros días en que el recuerdo es lo único que nos salva y en esos días, Memoria es el lugar perfecto.
Las razones para cruzar la Línea son infinitas, dije. Y cada cruce es una historia. Eso es importante: la Línea guarda con cuidado esas historias. Se sostiene sobre los cientos de pasos que los seres humanos damos sobre ella.
Por ejemplo: -Algunos viajeros cruzan la Línea como si fuera invisible. Pero eso no les dura mucho porque apenas vuelven a apoyar el pie del otro lado, llegan los Recolectores. Después del cruce, hay que pagar y el pago es siempre el mismo: la Frontera exige la historia del viaje. Así, los Recolectores hacen visible a la Línea: no se cuenta una historia sin pensarla.
Las historias explican, es inevitable. -Otros vienen a la Línea con intención. Con deseo. Vienen a buscarla sobre los caminos. Y mientras andan, tejen la historia. A veces, me dijeron, la historia decide por ellos y los viajeros no cruzan la Línea.
Las historias son sabias. -Para algunos, la Línea es filosa. Un cuchillo vuelto hacia arriba. Los viajeros que la cruzan así, tienen que detenerse enseguida, con los pies ensangrentados. Para ellos, el pago es una caricia.
Las historias consuelan cuando es necesario. -Hay días, sobre la Frontera, sopla un viento duro, vertical, inapelable. Una pared de aire.
En esos días, según desde dónde esté soplando, parece imposible dar el paso de Olvido a Memoria o de Memoria a Olvido. Los viajeros que llegan esos días se detienen y esperan.
Eso me pasó a mí.
MÁRGARA AVERBACH
domingo, 10 de noviembre de 2013
Bajo el jacarandá
Se llamaba Pedro.
Era alto, muy flaco, de uñas siempre quebradas y sucias, los ojos hundidos en un universo de arrugas.
Todos los sábados y martes, excepto en pleno invierno o en épocas de sequía, llevaba el carro hasta el borde de la feria, junto al puesto de Doña Rosita, la de las plantas, y vendía tomates, lechuga, rabanitos, manzanas, cebollas y zanahorias de la quinta.
El carro era largo, destartalado y por alguna razón, hermoso.
Había sido azul en su infancia, hacía siglos, y le quedaban jirones de esa piel anterior en los ejes de las ruedas y en el pescante. Era un carro fuerte y Pedro le tenía confianza. Tan viejo como él, funcionaba como él: con una tranquilidad profunda, que en lo esencial, nada había cambiado.
El problema era Fosforito, el caballo. Pedro lo había comprado hacía dieciocho años, sin domar, en un remate de Chacabuco.
En ese entonces, era un potro alto, colorado, con una estrella blanca en la frente y por eso, por ese cuerpo rojo y esa luz, lo había llamado Fosforito.
Se lo había domado Javier, un chico morocho y fuerte que sabía acercarse a los animales con paciencia.
Tal vez por eso había sido tan buen compañero para Pedro. Rápido, sereno, era capaz de llevar el carro azul (y después, ya no tan azul) sin bambolear los tomates ni arruinar el brillo de las manzanas. Y cuando Pedro lo ensillaba y lo llevaba hasta el almacén, tenía la boca blanda y fácil y el mundo era más ancho desde su lomo apacible. Todo eso, antes: desde hacía ya un año, Fosforito estaba cansado. Pedro no conseguía que trotara. Apenas el carro quedaba listo en el espacio entre Doña Rosita y la plaza, le ponía un bozal y lo soltaba y Fosforito se acomodaba a la sombra del jacarandá y bajaba la cabeza. Pero no comía. Cerraba los ojos como si el viaje de dos horas hasta la plaza lo hubiera dejado completamente agotado. Pedro estaba preocupado.
Lo que conseguía en la feria le alcanzaba apenas para mantener la quinta y dar de comer a Esteban, su hijo, que había vuelto a vivir con él después de la Guerra de las Malvinas, y que lo ayudaba como podía con su única mano y su mirada triste. No podían comprar otro caballo sin vender a Fosforito y necesitaban un caballo que pudiera con el carro. Que no estuviera cansado (Pedro pensaba "cansado" para no pensar "viejo".) A Pedro le hubiera dolido vender a su colorado pero el caso era que no podía venderlo.
¿Quién iba a comprárselo? Tenía el pelo opaco, las rodillas torcidas, los cascos partidos, la cruz alta y los dientes amarillos.
No le quedaba más que el matadero y los hombres de uniforme gris que atendían en la puerta de metal en la última cuadra del pueblo. Cualquier otra cosa era un sueño, una ilusión tonta. Terminaría ahí, Pedro estaba seguro. Mientras pudiera, lo seguía posponiendo. Los sábados y los martes, se levantaba a las cinco, buscaba a Fosforito en el corral, acomodaba los cajones en el carro con ayuda de Esteban, subía al pescante y se ponía a pensar mientras el viaje pasaba a su alrededor, siempre el mismo, siempre distinto: las hojas rojas de los robles en el otoño, las flores violeta de los paraísos de la entrada de la estancia grande en primavera; las ramas desnudas de los plátanos en las afueras de la ciudad a principios de junio; las espigas del verano en el último descampado en las brillantes madrugadas de enero. A Pedro le llevó un año decidirse, un año de largas conversaciones con Doña Rosita entre un mate y otro. Con Esteban no hablaba: no quería entristecerlo. Fosforito había sido el caballo de la familia desde hacía tanto tiempo... Cada vez que pasaba frente a la puerta de metal del matadero camino de la feria, desviaba la vista hacia el campo abierto y silbaba bajito para distraer al colorado que notaba el cambio leve en las manos de su dueño y apuraba el paso lerdo por unos metros. Una mañana de verano, Pedro terminó de acomodar los cajones en el puesto de la feria, se dio vuelta hacia el jacarandá donde ataba siempre a Fosforito y la vio: una nena gordita, de caballo negro y largo y manos grandes. Eran las seis y media. La feria ya estaba en movimiento: los madrugadores paseaban de puesto en puesto con changuitos de colores y caras nuevas, medio dormidas. A esa hora, en general, no había chicos, pero esta nena parecía despierta y decidida en sus zapatillas azules, a solas con Fosforito. Porque estaba hablando con él. En un momento, se inclinó hacia las crines como si le diera un beso. El caballo tenía las orejas atentas, la cabeza un poco más alta que siempre, la cola en el aire como defensa contra las moscas de diciembre. Esa primera vez, Pedro sonrió para sí, se sentó en su cajón de manzanas y esperó a los clientes. De vez en cuando, echaba una mirada a la nena, entusiasmada en una conversación que, desde lejos, era sobre todo una serie de dibujos que pintaban las manos sobre el pizarrón del aire. Tal vez se había mudado al barrio de casas bajas hacía poco, pensó Pedro: él nunca la había visto antes. Le preguntó a Doña Rosita, a Anselmo, el de las papas, pero ellos tampoco la conocían. No era de las que vienen un solo día, eso no: un mes después, en enero, seguía viniendo puntual a las seis, seis y media y charlaba horas con Fosforito bajo las hojas compuestas, delgadas, del jacarandá. Pedro se le acercó de a poco. No era muy diferente de los otros chicos del barrio, excepto por lo de los madrugones. Como todos los que aparecían nueve, nueve y media de la mano de madres con bolsas de plástico, tenía la ropa manchada de jugar, las zapatillas desatadas y desprolijas, las rodillas de los vaqueros raspadas y las manos sucias de barro, caramelos, helados.
Se llamaba Anahí y tenía los ojos grandes y alegres. No hablaba mucho con las personas pero Pedro se fue enterando de algunas cosas con el tiempo: vivía con sus padres en una casa a tres o cuatro cuadras, no tenía hermanos, sus dos padres trabajaban en un hospital y la dejaban sola todo el día desde la muerte de la abuela.
Le daban permiso para salir, para eso tenía la llave (un día se la mostró a Pedro, una llave antigua y chiquita que colgaba de un cordón verde), le gustaban mucho los caballos, tenía diez años. Al principio, Pedro no le contó mucho. Después, despacio, empezó a hablarle sobre Esteban, sobre la huerta, sobre el carro (que hacía ocho años había pintado de azul por última vez y que ahora debería estar pintando de nuevo). A veces, ella se acercaba a él y a Doña Rosita a la hora del mate aunque no tomaba.
Le gustaba dulce, decía. De Fosforito no hablaron hasta el día en que el colorado dobló las patas y se echó bajo el jacarandá como se echan los caballos: en una maniobra torpe, difícil, que vista de afuera parece imposible. Pedro estaba unos pasos más allá, admirando la camioneta nueva de Anselmo, que había decidido que ya no eran tiempos de carro. —¡Ey! —dijo Anahí cuando Pedro se acercó casi a la carrera—. Nunca vi que hiciera eso. —Está cansado —dijo Pedro. Se retorcía las manos sin darse cuenta. —¿Por? —dijo Anahí y lo miró a los ojos mientras apoyaba una de sus manos sobre el cuello colorado de Fosforito. Pedro se arrepintió de haber abierto la boca, de haber empezado la conversación, pero no mintió. —Está viejo, Anahí —dijo y después bajó la cabeza. Iba a tener que venderlo pronto, si quería conseguir algo. Muertos, los caballos no valen nada, ni siquiera para el matadero. Tal vez hubieran seguido hablando de la vejez, del cansancio, pero en eso, Pedro vio que una señora de pollera larga lo llamaba desde el puesto. —Zanahorias, ¿a cuánto? —le gritó desde lejos. —Ya vuelvo —le dijo Pedro a la nena—, dale agua, ¿querés? Ahí está el balde. Así que Anahí tuvo que esperar hasta la hora de la vuelta para volver a sus preguntas. —Oíme, nena —le dijo Pedro mientras jadeaba bajo los cajones y convencía a Fosforito para que se levantara. Anahí le daba pena pero no tenía tiempo de ponerse a pensar en cómo decir lo que no quería decir. El futuro lo apuraba con los dientes al aire, como un perro rabioso—. Mejor que te despidas. El caballo no vuelve. Anahí lo miró como si no lo hubiera oído y después empezó a hablarle de Fosforito. De lo que le contaba el caballo cuando charlaban en la plaza. De un campo lleno de espigas altas y una yegua alazana (Anahí dijo "castaña") que había sido su madre. Pedro no le creyó pero eso no tenía importancia. La nena había hablado con Fosforito así que él tenía que explicarle. Suspiró, se sentó sobre la vereda y contó. Hacía muchos años que sólo hablaba con Esteban y Doña Rosita y Esteban no hablaba mucho. Había pensado que ya no sabía las palabras pero ahí estaban. Encontró las que necesitaba y habló: de la vejez, de la quinta, de la necesidad de dinero, hasta del matadero. Anahí se lo quedó mirando un momento, los ojos más oscuros de pronto. Levantó la mano y la puso sobre el cuello de Fosforito, que temblaba un poco en la brisa caliente, como si hiciera frío. —No se lo venda a otro —dijo en voz baja—. Se lo compro yo. Pedro sonrió. La sonrisa le dolió en la cara como duele un diente enfermo. Tal vez por eso no se dio cuenta de que Doña Rosita se les había acercado sin decir nada. —¿Y qué vas a hacer con él, Anahí? —preguntó Pedro—. Si no tenés dónde ponerlo... ¿Y tu mamá y tu papá? ¿Qué van a decir? Pero Anahí no veía fallas en su plan. —Mamá ya lo sabe —mintió. Así que el único problema era Pedro. —No, no, Anahí —la voz del hombre era tensa, dura como un martillo—. Las cosas no son así, vos no entendés. Mejor no vengas por unos días. Y en ese punto, como una brisa brusca en medio del calor, intervino Doña Rosita. Pedro cumplió: esperó hasta el fin de semana. El sábado, el último sábado, Fosforito se portó bien de ida. Parecía más joven, de pronto, alegre incluso. Hizo un intento de trote frente al matadero, como para mostrarse. Dos meses antes, Pedro se hubiera puesto a silbar: el ritmo del caballo le hubiera recordado tiempos, mejores tiempos en los que él y el carro azul y Fosforito eran jóvenes y Esteban, feliz. Los tiempos antes de la guerra cuando todo parecía posible. Pero ese sábado no había salida. Pedro necesitaba un caballo fuerte: no hubo silbidos. Llegaron temprano a la feria. Los pocos que ya estaban ahí acomodaban tablones, toldos y frutas. Doña Rosita era de las tempraneras y además, vivía cerca. Ya tenía sus cuatro estantes de plantas preparados y se cebaba un mate sentada en un cajón. Levantó la mano como en un saludo. Don Pedro vio alegría en el gesto pero no sonrió. No le gustaba la esperanza. Había aprendido a desconfiar de ella. Bajó del carro, empezó a acomodar al caballo y recién entonces vio a la nena. Eran las seis menos cuarto y ahí estaba Anahí, de pie junto a un señor alto, canoso, que miraba a Pedro con ojos un poco desvelados. Tenía las mismas manos que Anahí. —Ya lo arreglamos todo, Don Pedro —dijo la nena. Doña Rosita dio la vuelta al puesto de plantas y volvió con una yegua mora, flaca y alta. Pedro la conocía: era la que traía las papas de Anselmo antes de la camioneta. Así que la solución para Fosforito era algo que el caballo y Pedro le debían a media feria y a los padres de Anahí, preocupados por la soledad de la nena en esa ciudad nueva, tan lejos de Misiones, del resto de la familia, de la casa de siempre, con perros, gatos y caballos. Anselmo no quería mucho dinero por su yegua. Necesitaba sacársela de encima (dijo). Había habido colecta. Y ese mediodía a la hora de desarmar los puestos, Pedro puso a la mora adelante, para que llevara el carro y los cajones (no del todo vacíos: cada vez era más difícil vender) y ató a Fosforito atrás. En el pescante iban él, Anahí y su padre. Los dos querían ver el lugar donde viviría el caballo de la nena. Pedro quería que Esteban lo supiera todo y sabía que Anahí lo contaría mucho mejor que él.
No hablaron mucho en el viaje. La nena y el padre miraban el verano más allá de la ciudad y el barrio. El verano del campo, del que habían venido hacía unos meses.
Pedro pensaba en la lata de pintura azul que le había ofrecido el ferretero para pintar el carro.
De pronto, tenía ganas de hacerlo.
Márgara Averbach
Era alto, muy flaco, de uñas siempre quebradas y sucias, los ojos hundidos en un universo de arrugas.
Todos los sábados y martes, excepto en pleno invierno o en épocas de sequía, llevaba el carro hasta el borde de la feria, junto al puesto de Doña Rosita, la de las plantas, y vendía tomates, lechuga, rabanitos, manzanas, cebollas y zanahorias de la quinta.
El carro era largo, destartalado y por alguna razón, hermoso.
Había sido azul en su infancia, hacía siglos, y le quedaban jirones de esa piel anterior en los ejes de las ruedas y en el pescante. Era un carro fuerte y Pedro le tenía confianza. Tan viejo como él, funcionaba como él: con una tranquilidad profunda, que en lo esencial, nada había cambiado.
El problema era Fosforito, el caballo. Pedro lo había comprado hacía dieciocho años, sin domar, en un remate de Chacabuco.
En ese entonces, era un potro alto, colorado, con una estrella blanca en la frente y por eso, por ese cuerpo rojo y esa luz, lo había llamado Fosforito.
Se lo había domado Javier, un chico morocho y fuerte que sabía acercarse a los animales con paciencia.
Tal vez por eso había sido tan buen compañero para Pedro. Rápido, sereno, era capaz de llevar el carro azul (y después, ya no tan azul) sin bambolear los tomates ni arruinar el brillo de las manzanas. Y cuando Pedro lo ensillaba y lo llevaba hasta el almacén, tenía la boca blanda y fácil y el mundo era más ancho desde su lomo apacible. Todo eso, antes: desde hacía ya un año, Fosforito estaba cansado. Pedro no conseguía que trotara. Apenas el carro quedaba listo en el espacio entre Doña Rosita y la plaza, le ponía un bozal y lo soltaba y Fosforito se acomodaba a la sombra del jacarandá y bajaba la cabeza. Pero no comía. Cerraba los ojos como si el viaje de dos horas hasta la plaza lo hubiera dejado completamente agotado. Pedro estaba preocupado.
Lo que conseguía en la feria le alcanzaba apenas para mantener la quinta y dar de comer a Esteban, su hijo, que había vuelto a vivir con él después de la Guerra de las Malvinas, y que lo ayudaba como podía con su única mano y su mirada triste. No podían comprar otro caballo sin vender a Fosforito y necesitaban un caballo que pudiera con el carro. Que no estuviera cansado (Pedro pensaba "cansado" para no pensar "viejo".) A Pedro le hubiera dolido vender a su colorado pero el caso era que no podía venderlo.
¿Quién iba a comprárselo? Tenía el pelo opaco, las rodillas torcidas, los cascos partidos, la cruz alta y los dientes amarillos.
No le quedaba más que el matadero y los hombres de uniforme gris que atendían en la puerta de metal en la última cuadra del pueblo. Cualquier otra cosa era un sueño, una ilusión tonta. Terminaría ahí, Pedro estaba seguro. Mientras pudiera, lo seguía posponiendo. Los sábados y los martes, se levantaba a las cinco, buscaba a Fosforito en el corral, acomodaba los cajones en el carro con ayuda de Esteban, subía al pescante y se ponía a pensar mientras el viaje pasaba a su alrededor, siempre el mismo, siempre distinto: las hojas rojas de los robles en el otoño, las flores violeta de los paraísos de la entrada de la estancia grande en primavera; las ramas desnudas de los plátanos en las afueras de la ciudad a principios de junio; las espigas del verano en el último descampado en las brillantes madrugadas de enero. A Pedro le llevó un año decidirse, un año de largas conversaciones con Doña Rosita entre un mate y otro. Con Esteban no hablaba: no quería entristecerlo. Fosforito había sido el caballo de la familia desde hacía tanto tiempo... Cada vez que pasaba frente a la puerta de metal del matadero camino de la feria, desviaba la vista hacia el campo abierto y silbaba bajito para distraer al colorado que notaba el cambio leve en las manos de su dueño y apuraba el paso lerdo por unos metros. Una mañana de verano, Pedro terminó de acomodar los cajones en el puesto de la feria, se dio vuelta hacia el jacarandá donde ataba siempre a Fosforito y la vio: una nena gordita, de caballo negro y largo y manos grandes. Eran las seis y media. La feria ya estaba en movimiento: los madrugadores paseaban de puesto en puesto con changuitos de colores y caras nuevas, medio dormidas. A esa hora, en general, no había chicos, pero esta nena parecía despierta y decidida en sus zapatillas azules, a solas con Fosforito. Porque estaba hablando con él. En un momento, se inclinó hacia las crines como si le diera un beso. El caballo tenía las orejas atentas, la cabeza un poco más alta que siempre, la cola en el aire como defensa contra las moscas de diciembre. Esa primera vez, Pedro sonrió para sí, se sentó en su cajón de manzanas y esperó a los clientes. De vez en cuando, echaba una mirada a la nena, entusiasmada en una conversación que, desde lejos, era sobre todo una serie de dibujos que pintaban las manos sobre el pizarrón del aire. Tal vez se había mudado al barrio de casas bajas hacía poco, pensó Pedro: él nunca la había visto antes. Le preguntó a Doña Rosita, a Anselmo, el de las papas, pero ellos tampoco la conocían. No era de las que vienen un solo día, eso no: un mes después, en enero, seguía viniendo puntual a las seis, seis y media y charlaba horas con Fosforito bajo las hojas compuestas, delgadas, del jacarandá. Pedro se le acercó de a poco. No era muy diferente de los otros chicos del barrio, excepto por lo de los madrugones. Como todos los que aparecían nueve, nueve y media de la mano de madres con bolsas de plástico, tenía la ropa manchada de jugar, las zapatillas desatadas y desprolijas, las rodillas de los vaqueros raspadas y las manos sucias de barro, caramelos, helados.
Se llamaba Anahí y tenía los ojos grandes y alegres. No hablaba mucho con las personas pero Pedro se fue enterando de algunas cosas con el tiempo: vivía con sus padres en una casa a tres o cuatro cuadras, no tenía hermanos, sus dos padres trabajaban en un hospital y la dejaban sola todo el día desde la muerte de la abuela.
Le daban permiso para salir, para eso tenía la llave (un día se la mostró a Pedro, una llave antigua y chiquita que colgaba de un cordón verde), le gustaban mucho los caballos, tenía diez años. Al principio, Pedro no le contó mucho. Después, despacio, empezó a hablarle sobre Esteban, sobre la huerta, sobre el carro (que hacía ocho años había pintado de azul por última vez y que ahora debería estar pintando de nuevo). A veces, ella se acercaba a él y a Doña Rosita a la hora del mate aunque no tomaba.
Le gustaba dulce, decía. De Fosforito no hablaron hasta el día en que el colorado dobló las patas y se echó bajo el jacarandá como se echan los caballos: en una maniobra torpe, difícil, que vista de afuera parece imposible. Pedro estaba unos pasos más allá, admirando la camioneta nueva de Anselmo, que había decidido que ya no eran tiempos de carro. —¡Ey! —dijo Anahí cuando Pedro se acercó casi a la carrera—. Nunca vi que hiciera eso. —Está cansado —dijo Pedro. Se retorcía las manos sin darse cuenta. —¿Por? —dijo Anahí y lo miró a los ojos mientras apoyaba una de sus manos sobre el cuello colorado de Fosforito. Pedro se arrepintió de haber abierto la boca, de haber empezado la conversación, pero no mintió. —Está viejo, Anahí —dijo y después bajó la cabeza. Iba a tener que venderlo pronto, si quería conseguir algo. Muertos, los caballos no valen nada, ni siquiera para el matadero. Tal vez hubieran seguido hablando de la vejez, del cansancio, pero en eso, Pedro vio que una señora de pollera larga lo llamaba desde el puesto. —Zanahorias, ¿a cuánto? —le gritó desde lejos. —Ya vuelvo —le dijo Pedro a la nena—, dale agua, ¿querés? Ahí está el balde. Así que Anahí tuvo que esperar hasta la hora de la vuelta para volver a sus preguntas. —Oíme, nena —le dijo Pedro mientras jadeaba bajo los cajones y convencía a Fosforito para que se levantara. Anahí le daba pena pero no tenía tiempo de ponerse a pensar en cómo decir lo que no quería decir. El futuro lo apuraba con los dientes al aire, como un perro rabioso—. Mejor que te despidas. El caballo no vuelve. Anahí lo miró como si no lo hubiera oído y después empezó a hablarle de Fosforito. De lo que le contaba el caballo cuando charlaban en la plaza. De un campo lleno de espigas altas y una yegua alazana (Anahí dijo "castaña") que había sido su madre. Pedro no le creyó pero eso no tenía importancia. La nena había hablado con Fosforito así que él tenía que explicarle. Suspiró, se sentó sobre la vereda y contó. Hacía muchos años que sólo hablaba con Esteban y Doña Rosita y Esteban no hablaba mucho. Había pensado que ya no sabía las palabras pero ahí estaban. Encontró las que necesitaba y habló: de la vejez, de la quinta, de la necesidad de dinero, hasta del matadero. Anahí se lo quedó mirando un momento, los ojos más oscuros de pronto. Levantó la mano y la puso sobre el cuello de Fosforito, que temblaba un poco en la brisa caliente, como si hiciera frío. —No se lo venda a otro —dijo en voz baja—. Se lo compro yo. Pedro sonrió. La sonrisa le dolió en la cara como duele un diente enfermo. Tal vez por eso no se dio cuenta de que Doña Rosita se les había acercado sin decir nada. —¿Y qué vas a hacer con él, Anahí? —preguntó Pedro—. Si no tenés dónde ponerlo... ¿Y tu mamá y tu papá? ¿Qué van a decir? Pero Anahí no veía fallas en su plan. —Mamá ya lo sabe —mintió. Así que el único problema era Pedro. —No, no, Anahí —la voz del hombre era tensa, dura como un martillo—. Las cosas no son así, vos no entendés. Mejor no vengas por unos días. Y en ese punto, como una brisa brusca en medio del calor, intervino Doña Rosita. Pedro cumplió: esperó hasta el fin de semana. El sábado, el último sábado, Fosforito se portó bien de ida. Parecía más joven, de pronto, alegre incluso. Hizo un intento de trote frente al matadero, como para mostrarse. Dos meses antes, Pedro se hubiera puesto a silbar: el ritmo del caballo le hubiera recordado tiempos, mejores tiempos en los que él y el carro azul y Fosforito eran jóvenes y Esteban, feliz. Los tiempos antes de la guerra cuando todo parecía posible. Pero ese sábado no había salida. Pedro necesitaba un caballo fuerte: no hubo silbidos. Llegaron temprano a la feria. Los pocos que ya estaban ahí acomodaban tablones, toldos y frutas. Doña Rosita era de las tempraneras y además, vivía cerca. Ya tenía sus cuatro estantes de plantas preparados y se cebaba un mate sentada en un cajón. Levantó la mano como en un saludo. Don Pedro vio alegría en el gesto pero no sonrió. No le gustaba la esperanza. Había aprendido a desconfiar de ella. Bajó del carro, empezó a acomodar al caballo y recién entonces vio a la nena. Eran las seis menos cuarto y ahí estaba Anahí, de pie junto a un señor alto, canoso, que miraba a Pedro con ojos un poco desvelados. Tenía las mismas manos que Anahí. —Ya lo arreglamos todo, Don Pedro —dijo la nena. Doña Rosita dio la vuelta al puesto de plantas y volvió con una yegua mora, flaca y alta. Pedro la conocía: era la que traía las papas de Anselmo antes de la camioneta. Así que la solución para Fosforito era algo que el caballo y Pedro le debían a media feria y a los padres de Anahí, preocupados por la soledad de la nena en esa ciudad nueva, tan lejos de Misiones, del resto de la familia, de la casa de siempre, con perros, gatos y caballos. Anselmo no quería mucho dinero por su yegua. Necesitaba sacársela de encima (dijo). Había habido colecta. Y ese mediodía a la hora de desarmar los puestos, Pedro puso a la mora adelante, para que llevara el carro y los cajones (no del todo vacíos: cada vez era más difícil vender) y ató a Fosforito atrás. En el pescante iban él, Anahí y su padre. Los dos querían ver el lugar donde viviría el caballo de la nena. Pedro quería que Esteban lo supiera todo y sabía que Anahí lo contaría mucho mejor que él.
No hablaron mucho en el viaje. La nena y el padre miraban el verano más allá de la ciudad y el barrio. El verano del campo, del que habían venido hacía unos meses.
Pedro pensaba en la lata de pintura azul que le había ofrecido el ferretero para pintar el carro.
De pronto, tenía ganas de hacerlo.
Márgara Averbach
viernes, 8 de noviembre de 2013
Andrés Calamaro
Andrés Calamaro
Tecladista de "Los Abuelos de la Nada", Andrés Calamaro debuta como solista en 1984 con "Hotel Calamaro", con melodías simples y bailables, se transformaría luego en uno de los solistas más populares, reconocidos y prolíficos del rock nacional.
En su primer disco se encuentran temas como "Así es el calor" o "Levantando Temperatura" que si bien son de su autoría ya los cantaba con "Los Abuelos de la nada".
Para su segundo trabajo "Vida Cruel" de 1985, Calamaro contaba con una excelente banda integrada por Richard Coleman y Gringui Herrera en guitarras, Cano en bajo, Fabian Von Quintiero en teclados y Fernando Samalea en Batería. El disco contenía el hit "Acto Simple" y aparecen como invitados Charly García, Ariel Rot, Roberto Petinatto y Daniel Melingo entre otros.
En mayo de 1988 edita "Por Mirarte", uno de los discos mas equilibrados de su carrera con un adecuado balance de Baladas, Pop, algo de Funk y Folk. Este trabajo dejaría clásicos como el tema que da nombre al disco y "Cartas sin marcar".
A lo largo de su extensa y prolífica carrera solista, Calamaro compuso infinidad de hits. En el año 2000 edita un CD que se transforma en el trabajo más extenso de la historia del Rock Argentino, el mismo consiste en una caja quíntuple y cerca de cien canciones.
Durante el periodo 2000-2003, Calamaro no realiza presentaciones en vivo y se encierra a componer llegando a completar la friolera de 300 cassettes, que el músico difunde solo en parte, a traves de Internet.
El 16 de febrero de 2004 edita "El Cantante" donde se lo observa visiblemente alejado del Pop y del rock de otras épocas. "El Cantante" presenta solo tres nuevas canciones de Calamaro ("Las oportunidades", "Estadio Azteca" y "La libertad") el resto es un conglomerado de versiones de clásicos argentinos y latinoamericanos donde se observan tangos como "Malena" y "Volver" que abren el cd, folclore con el imponente "El arriero" de Atahualpa Yupanqui y boleros como "La distancia" y "Algo contigo" entre otros.
Para este nuevo trabajo Andres se opoyo en la guitarra del Niño Josele, el bajo de Alain Pérez la Trompeta y bongó de Jerry González y el acordeón de Javier Colina.
El 2005 será recordado como el año del retorno de Calamaro a los escenarios, el solista ya había hecho algunas apariciones en el verano, siendo invitado por bandas como La Bersuit, Los Decadentes e Intoxicados entre otros, pero fueron los Bersuit Vergarabat los que impulsaron al salmón a volver a los escenarios, brindándose como su banda de apoyo en el escenario.
Así el 18, 19 y 20 de abril de 2005, Calamaro retorna a los escenarios porteños con tres recitales a estadio lleno, en el Luna Park, que lo muestran en muy buena forma luego de seis años sin tocar en Buenos Aires, de estos shows sale en noviembre del 2005 El regreso su primer trabajo en vivo.
En Abril de 2006 la industria de la música lo reconoce con cuatro premios Carlos Gardel entre ellos el Gardel de Oro, máximo galardón que se entrega. En Mayo edita "Tinta Roja" un trabajo donde incluye una serie de tangos que grabó con varios invitados.
"El Palacio de las Flores", sale a la venta en noviembre de 2006 y se convierte en su nuevo disco de estudio que grabó junto a su admirado Litto Nebbia, este trabajo viene a cerrar un capitulo de discos sin canciones nuevas - El regreso, Tinta roja y el CD+DVD Made in Argentina -, "El post-Salmón es un período de letras de esperanza, de libertad, de presidios, política y sociedad. El Palacio. .. es un disco florido, evocativo y reflexivo", sentencia Calamaro sobre su última obra, el álbum contiene 17 temas, 7 de ellos propios, 5 de Nebbia y 4 firmadas por ambos.
Durante diciembre de 2006 Calamaro se junta con Ariel Rot (ambos Los ex Rodriguez) y realizan dos shows con entradas agotadas en el estadio Luna Park de Capital.
En marzo de 2007, Capif cámara que agrupa a las empresas discográficas en la Argentina, lo premia como "Personalidad del Año 2007".
Un nuevo trabajo llamado "La Lengua Popular" sale a la venta en septiembre de 2007 y rápidamente se posiciona liderando los rankings de música en Argentina con su tema "Cinco minutos más (Minibar)".
A principios de 2008 realiza un gira por varias ciudades del interior de Argentina con un gran exito de convocatoria.
Marzo de 2008 encuentra a Calamaro nuevamente como el gran protagonista en la entrega de los "Premios Gardel a la Música", el cantante se lleva el preciado "Gardel de Oro", premio que obtuvo por segunda oportunidad siendo el único artista que lo consiguió en los diez años de existencia del galardón, Andrés además, obtuvo otras cinco estatuillas: Álbum del año por "La lengua popular", Canción del año por "5 minutos más (minibar)"; Álbum artista de rock por "La lengua popular"; Videoclip del año por "Carnaval de Brasil" de "La lengua popular", dirigido por Claudio Divella; y Diseño de portada por "La lengua popular" ilustrado por Liniers.
En noviembre de 2008 recibe en España, el premio Ondas, uno de los más prestigiosos lauros en materia de música, radio y televisión que se entregan en España, como el mejor artista latino 2008 por su álbum "La lengua popular".
El día 19 de diciembre de 2008, Calamaro se presenta como invitado de El Indio Solari en el Estadio Único de La Plata, haciendo 3 temas a dúo. Días después edita junto a Raíces (Calamaro, Beto Satragni, Jimmy Santos y el Negro Tordo), "Raíces 30 años" un nuevo disco de la legendaria banda de la cual formara parte a fines de los 70.
Durante 2009, edita "Andrés, obras incompletas" un trabajo presentado en un box-set de seis discos, dos DVDs y un libro, con recopilaciones, inéditos y rarezas desplegados a lo largo de 108 canciones. Debido a lo oneroso del box, también tuvo una edición resumida en un solo CD con sólo 18 temas.
En Junio de 2010, presenta su disco “On the rock” en el Luna Park con tres shows que incluyeron los temas de su nuevo trabajo mas unos cuantos, de sus tantos, éxitos históricos y la dedicatoria para Gustavo Cerati. El disco rápidamente se ubica al tope de las ventas en Argentina.
En mayo de 2011 edita "Salmonalipsis Now", Celebrando una década de ese monumento musical que es "El Salmón", Calamaro lanza este álbum doble que reúne 49 temas editados en la placa original, y 5 temas inéditos.
Web oficial
www.calamaro.com/bio/bio.asp
Andrés Calamaro (@calamarooficial): Twitter Oficial de Andrés Calamaro. Buenos Aires, Argentina.
jueves, 7 de noviembre de 2013
Extravío
Sólo enfermando al vecino, es como uno se convence de su propia salud.
Fedor Dostoievsky
Cuando yo era chica, pasaba frente a nuestra casa, en la esquina de Mariano Moreno y Río Negro*, todos los mediodías, un hombre con un pequeño paquete en la mano.
Martinato se llamaba (o se llama, porque acaso viva todavía). Aunque no tenía reloj, Martinato sabía siempre la hora exacta. Se decía que vivía contando los pasos, equivalentes a segundos. Si así era, pienso que podía saber con exactitud acerca del tiempo porque a eso -al tiempo- le dedicaba todo su tiempo. Muchos años después, ya convertida en una mujer grande, tuve por vecino en mi casa de Villa Allende, a un hombre a quien llaman El Caminante.
Desde los dieciocho años, edad en la que -eso dicen- murió su madre y él -uso estas experiones sin conocerlas del todo- "tuvo un brote psicótico", el caminante camina -con una gruesa campera, tanto en invierno como en verano- desde la mañana hasta la noche, desde su casa que está junto a mi casa, hasta el cementerio viejo y desde ahí otra vez hasta su casa.
No sé bien por qué estos episodios vienen juntos a mi memoria, acompañando a un tercero: un recuerdo antiguo, fundante para mí, que también tiene que ver con el caminar.
Cuando era muy chica y apenas si sabía decir mi nombre me mandaron con un papelito en la mano (un papel escrito por mi madre) a hacer una compra. Supongo que porque era tan chica (o porque por primera vez me habían mandado a hacer una compra) yo temía perderme. Así que caminé mirándome los zapatos, en la creencia infantil -pero no demasiado lejana a la verdad- de que uno está donde están sus pies. Y de tanto mirarme los pies, me distraje de otros menesteres y me perdí. Me encontró el cartero, un hijo del Maestro Bono, me preguntó si mi mamá se llamaba Cleofé, me cargó en el canasto de las cartas que estaba adosado a su bicicleta y me llevó de regreso a casa.
¿Qué tienen en común un hombre extraño, un enfermo y una niña distraída?¿ Qué los separa? No sé si el recuerdo es tan vívido para mí porque llevaba en la mano la letra de mi madre, o porque descubrí que era hija de una mujer que tenía un nombre inusual, o porque quien me llevó a casa era el hijo del Maestro (había una sola persona en mi pueblo de quien pudiéramos decir simplemente: el maestro) o porque aquel hombre me puso en el canasto donde se llevan los mensajes, o porque tuve conciencia por primera vez del extravío.
De hecho, Extravío es la palabra con que titulé un poema construido a partir de ese recuerdo, tantos años después. Ya lo dice el lenguaje popular: hay que estar bien plantado, hay que vivir con los pies en la tierra, por contraposición a andar con la cabeza en las nubes. Oscilación entre el deseo de extraviarse y el esfuerzo por seguir pegado a la realidad. En ese oscilar que a veces asusta, que a veces abisma, está el momento de creación.
Sé que hay límites entre la salud y la falta de ella (allí donde usted nada, ella se ahoga, le habían dicho a Joyce -creo que se lo había dicho Freud- en relación a su hija Lucía), pero ¿dónde están esos límites?, ¿hasta dónde uno puede extraviarse y regresar cuando quiere a casa?.
¿Hasta dónde alguien que transporta las palabras puede encontrarnos (o hacer que nos encontremos) y llevarnos consigo en su canasto hasta donde estemos a salvo?
(*) En Oliva, pueblo donde me crié y sede del Asilo de Alienados Colonia Dr. Emilio Vidal Abal.
María Teresa Andruetto
Fedor Dostoievsky
Cuando yo era chica, pasaba frente a nuestra casa, en la esquina de Mariano Moreno y Río Negro*, todos los mediodías, un hombre con un pequeño paquete en la mano.
Martinato se llamaba (o se llama, porque acaso viva todavía). Aunque no tenía reloj, Martinato sabía siempre la hora exacta. Se decía que vivía contando los pasos, equivalentes a segundos. Si así era, pienso que podía saber con exactitud acerca del tiempo porque a eso -al tiempo- le dedicaba todo su tiempo. Muchos años después, ya convertida en una mujer grande, tuve por vecino en mi casa de Villa Allende, a un hombre a quien llaman El Caminante.
Desde los dieciocho años, edad en la que -eso dicen- murió su madre y él -uso estas experiones sin conocerlas del todo- "tuvo un brote psicótico", el caminante camina -con una gruesa campera, tanto en invierno como en verano- desde la mañana hasta la noche, desde su casa que está junto a mi casa, hasta el cementerio viejo y desde ahí otra vez hasta su casa.
No sé bien por qué estos episodios vienen juntos a mi memoria, acompañando a un tercero: un recuerdo antiguo, fundante para mí, que también tiene que ver con el caminar.
Cuando era muy chica y apenas si sabía decir mi nombre me mandaron con un papelito en la mano (un papel escrito por mi madre) a hacer una compra. Supongo que porque era tan chica (o porque por primera vez me habían mandado a hacer una compra) yo temía perderme. Así que caminé mirándome los zapatos, en la creencia infantil -pero no demasiado lejana a la verdad- de que uno está donde están sus pies. Y de tanto mirarme los pies, me distraje de otros menesteres y me perdí. Me encontró el cartero, un hijo del Maestro Bono, me preguntó si mi mamá se llamaba Cleofé, me cargó en el canasto de las cartas que estaba adosado a su bicicleta y me llevó de regreso a casa.
¿Qué tienen en común un hombre extraño, un enfermo y una niña distraída?¿ Qué los separa? No sé si el recuerdo es tan vívido para mí porque llevaba en la mano la letra de mi madre, o porque descubrí que era hija de una mujer que tenía un nombre inusual, o porque quien me llevó a casa era el hijo del Maestro (había una sola persona en mi pueblo de quien pudiéramos decir simplemente: el maestro) o porque aquel hombre me puso en el canasto donde se llevan los mensajes, o porque tuve conciencia por primera vez del extravío.
De hecho, Extravío es la palabra con que titulé un poema construido a partir de ese recuerdo, tantos años después. Ya lo dice el lenguaje popular: hay que estar bien plantado, hay que vivir con los pies en la tierra, por contraposición a andar con la cabeza en las nubes. Oscilación entre el deseo de extraviarse y el esfuerzo por seguir pegado a la realidad. En ese oscilar que a veces asusta, que a veces abisma, está el momento de creación.
Sé que hay límites entre la salud y la falta de ella (allí donde usted nada, ella se ahoga, le habían dicho a Joyce -creo que se lo había dicho Freud- en relación a su hija Lucía), pero ¿dónde están esos límites?, ¿hasta dónde uno puede extraviarse y regresar cuando quiere a casa?.
¿Hasta dónde alguien que transporta las palabras puede encontrarnos (o hacer que nos encontremos) y llevarnos consigo en su canasto hasta donde estemos a salvo?
(*) En Oliva, pueblo donde me crié y sede del Asilo de Alienados Colonia Dr. Emilio Vidal Abal.
María Teresa Andruetto
domingo, 3 de noviembre de 2013
LA CAMISA DEL HOMBRE FELIZ
La historia que voy a contarles sucedió hace muchísimos años en el corazón de Siam.
Siam es la tierra donde viven los tai.
Una tierra de arrozales atravesada por las aguas barrosas del Menam.
Hace muchísimos años, el Rey de los tai se llamaba Ananda.
Ananda tenía una hija.
La princesa Nan.
Y Nan estaba enferma.
Languidecía.
Ananda, que era un rey poderoso y amaba a su hija, consultó a los sabios del reino.
Y los sabios más sabios del reino dijeron que la princesa Languidecía de aburrimiento.
-¿Qué la puede curar? -preguntó el Rey con la voz en un temblor.
- Par sanar -contestaron los sabios-, deberá ponerse la camisa de un hombre feliz.
- ¡Qué remedio tan sencillo! -suspiró aliviado el Rey.
Yordenó a su asistente que fuera a buscar al primer hombre feliz que encontrara, para pedirle la camisa.
El asistente salió a buscar.
Recorrió uno a uno los enormes salones del palacio.
Habitaciones tapizadas de esteras.
Adornadas con paños de seda colorida.
Aromosas a sándalo.
Y regresó sorprendido adonde estaba el Rey.
-Señor mío - le dijo-, he recorrido los salones de todo el palacio y no he encontrado hombre alguno que fuera feliz.
El rey, más sorprendido aún, mandó a llamas a todos sus servidores y les ordenó que recorrieran el reino de parte a parte.
De Norte a Sur. De Este a Oeste. Hasta encontrar a un hombre que fuera feliz y pedirle la camisa. Los servidores recorrieron reino de parte a parte.
Buscaron entre los tai más honorables.
Pero no había entero los tai más honorables, hombres felices.
Buscaron entre los escribas, cultos y sensibles. Pero no había entre los escribas, hombres felices. Entonces buscaron entre los trabajadores de seda.
Entre los trenzadores de bambú. E
ntre los sembradores de adormideras.
Entre los fabricantes de barcazas.
Entre los pescdores de ostras.
Entre los campesinos sencillos.
Pero entre todos ellos no había un solo hombre que fuera feliz.
Hasta que llegaron al último pántano del reino y le preguntaron al mas pobre de los arroceros:
-En nombre del Renoty Nuestro Señor, dínos si en verdad eres feliz.
El más pobre de los arroceros contestó que sí, y los servidores de Ananda le pidieron la camisa. Pero él no tenía camisa.
María Teresa Andruetto
Ananda tenía una hija.
La princesa Nan.
Y Nan estaba enferma.
Languidecía.
Ananda, que era un rey poderoso y amaba a su hija, consultó a los sabios del reino.
Y los sabios más sabios del reino dijeron que la princesa Languidecía de aburrimiento.
-¿Qué la puede curar? -preguntó el Rey con la voz en un temblor.
- Par sanar -contestaron los sabios-, deberá ponerse la camisa de un hombre feliz.
- ¡Qué remedio tan sencillo! -suspiró aliviado el Rey.
Yordenó a su asistente que fuera a buscar al primer hombre feliz que encontrara, para pedirle la camisa.
El asistente salió a buscar.
Recorrió uno a uno los enormes salones del palacio.
Habitaciones tapizadas de esteras.
Adornadas con paños de seda colorida.
Aromosas a sándalo.
Y regresó sorprendido adonde estaba el Rey.
-Señor mío - le dijo-, he recorrido los salones de todo el palacio y no he encontrado hombre alguno que fuera feliz.
El rey, más sorprendido aún, mandó a llamas a todos sus servidores y les ordenó que recorrieran el reino de parte a parte.
De Norte a Sur. De Este a Oeste. Hasta encontrar a un hombre que fuera feliz y pedirle la camisa. Los servidores recorrieron reino de parte a parte.
Buscaron entre los tai más honorables.
Pero no había entero los tai más honorables, hombres felices.
Buscaron entre los escribas, cultos y sensibles. Pero no había entre los escribas, hombres felices. Entonces buscaron entre los trabajadores de seda.
Entre los trenzadores de bambú. E
ntre los sembradores de adormideras.
Entre los fabricantes de barcazas.
Entre los pescdores de ostras.
Entre los campesinos sencillos.
Pero entre todos ellos no había un solo hombre que fuera feliz.
Hasta que llegaron al último pántano del reino y le preguntaron al mas pobre de los arroceros:
-En nombre del Renoty Nuestro Señor, dínos si en verdad eres feliz.
El más pobre de los arroceros contestó que sí, y los servidores de Ananda le pidieron la camisa. Pero él no tenía camisa.
María Teresa Andruetto
viernes, 1 de noviembre de 2013
El árbol de lilas
Pasó un señor rico y le preguntó: ¿Qué hace sentado bajo este árbol, en vez de trabajar y hacer dinero?
Y el hombre le contestó:
Espero.
Pasó una mujer hermosa y le preguntó: ¿Qué hace sentado bajo este árbol, en vez de conquistarme?
Y el hombre le contestó:
Espero.
Pasó un niño y le preguntó: ¿Qué hace Usted, señor, sentado bajo este árbol, en vez de jugar?
Y el hombre le contestó:
Espero.
Pasó la madre y le preguntó: ¿Qué hace este hijo mío, sentado bajo un árbol, en vez de ser feliz?
Y el hombre le contestó:
Espero.
DOS
Ella salió de su casa.
Cruzó la calle, atravesó la plaza y pasó junto al árbol florecido de lilas.
Miró rápidamente al hombre.
Al árbol.
Pero no se detuvo.
Había salido a buscar, y tenía prisa.
El la vio pasar,
alejarse,
volverse pequeña,
desaparecer.
Y se quedó mirando el suelo nevado de lilas.
Ella fue por el mundo a buscar.
Por el mundo entero.
En el Este había un hombre con las manos de seda.
Ella preguntó:
¿Sos el que busco?
Lo siento, pero no,
dijo el hombre con las manos de seda.
Y se marchó.
En el Norte había un hombre con los ojos de agua.
Ella preguntó:
¿Sos el que busco?
No lo creo, me voy,
dijo el hombre con los ojos de agua.
Y se marchó.
En el Oeste había un hombre con los pies de alas.
Ella preguntó:
¿Sos el que busco?
Te esperaba hace tiempo, ahora no,
dijo el hombre con los pies de alas.
Y se marchó.
En el Sur había un hombre con la voz quebrada.
Ella preguntó:
¿Sos el que busco?
No, no soy yo,
dijo el hombre con la voz quebrada.
Y se marchó.
TRES
Ella siguió por el mundo buscando, por el mundo entero.
Una tarde, subiendo una cuesta, encontró a una gitana.
La gitana la miró y le dijo:
El que buscas espera, bajo un árbol, en una plaza.
Ella recordó al hombre con los ojos de agua, al que tenía las manos de seda, al de los pies de alas y al que tenía la voz quebrada.
Y después se acordó de una plaza, de un árbol que tenía flores lilas, y del hombre que estaba sentado a su sombra.
Entonces se volvió sobre sus pasos, bajó la cuesta, y atravesó el mundo. El mundo entero.
Llegó a su pueblo, cruzó la plaza, caminó hasta el árbol y le preguntó al hombre que estaba sentado a su sombra:
¿Qué hacés aquí, sentado bajo este árbol?
Y el hombre dijo con la voz quebrada:
Te espero.
Después él levantó la cabeza y ella vio que tenía los ojos de agua,
la acarició y ella supo que tenía las manos de seda,
la llevó a volar y ella supo que tenía también los pies de alas.
María Teresa Andruetto
Y el hombre le contestó:
Espero.
Pasó una mujer hermosa y le preguntó: ¿Qué hace sentado bajo este árbol, en vez de conquistarme?
Y el hombre le contestó:
Espero.
Pasó un niño y le preguntó: ¿Qué hace Usted, señor, sentado bajo este árbol, en vez de jugar?
Y el hombre le contestó:
Espero.
Pasó la madre y le preguntó: ¿Qué hace este hijo mío, sentado bajo un árbol, en vez de ser feliz?
Y el hombre le contestó:
Espero.
DOS
Ella salió de su casa.
Cruzó la calle, atravesó la plaza y pasó junto al árbol florecido de lilas.
Miró rápidamente al hombre.
Al árbol.
Pero no se detuvo.
Había salido a buscar, y tenía prisa.
El la vio pasar,
alejarse,
volverse pequeña,
desaparecer.
Y se quedó mirando el suelo nevado de lilas.
Ella fue por el mundo a buscar.
Por el mundo entero.
En el Este había un hombre con las manos de seda.
Ella preguntó:
¿Sos el que busco?
Lo siento, pero no,
dijo el hombre con las manos de seda.
Y se marchó.
En el Norte había un hombre con los ojos de agua.
Ella preguntó:
¿Sos el que busco?
No lo creo, me voy,
dijo el hombre con los ojos de agua.
Y se marchó.
En el Oeste había un hombre con los pies de alas.
Ella preguntó:
¿Sos el que busco?
Te esperaba hace tiempo, ahora no,
dijo el hombre con los pies de alas.
Y se marchó.
En el Sur había un hombre con la voz quebrada.
Ella preguntó:
¿Sos el que busco?
No, no soy yo,
dijo el hombre con la voz quebrada.
Y se marchó.
TRES
Ella siguió por el mundo buscando, por el mundo entero.
Una tarde, subiendo una cuesta, encontró a una gitana.
La gitana la miró y le dijo:
El que buscas espera, bajo un árbol, en una plaza.
Ella recordó al hombre con los ojos de agua, al que tenía las manos de seda, al de los pies de alas y al que tenía la voz quebrada.
Y después se acordó de una plaza, de un árbol que tenía flores lilas, y del hombre que estaba sentado a su sombra.
Entonces se volvió sobre sus pasos, bajó la cuesta, y atravesó el mundo. El mundo entero.
Llegó a su pueblo, cruzó la plaza, caminó hasta el árbol y le preguntó al hombre que estaba sentado a su sombra:
¿Qué hacés aquí, sentado bajo este árbol?
Y el hombre dijo con la voz quebrada:
Te espero.
Después él levantó la cabeza y ella vio que tenía los ojos de agua,
la acarició y ella supo que tenía las manos de seda,
la llevó a volar y ella supo que tenía también los pies de alas.
María Teresa Andruetto
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