Sólo enfermando al vecino, es como uno se convence de su propia salud.
Fedor Dostoievsky
Cuando yo era chica, pasaba frente a nuestra casa, en la esquina de Mariano Moreno y Río Negro*, todos los mediodías, un hombre con un pequeño paquete en la mano.
Martinato se llamaba (o se llama, porque acaso viva todavía). Aunque no tenía reloj, Martinato sabía siempre la hora exacta. Se decía que vivía contando los pasos, equivalentes a segundos. Si así era, pienso que podía saber con exactitud acerca del tiempo porque a eso -al tiempo- le dedicaba todo su tiempo.
Muchos años después, ya convertida en una mujer grande, tuve por vecino en mi casa de Villa Allende, a un hombre a quien llaman El Caminante.
Desde los dieciocho años, edad en la que -eso dicen- murió su madre y él -uso estas experiones sin conocerlas del todo- "tuvo un brote psicótico", el caminante camina -con una gruesa campera, tanto en invierno como en verano- desde la mañana hasta la noche, desde su casa que está junto a mi casa, hasta el cementerio viejo y desde ahí otra vez hasta su casa.
No sé bien por qué estos episodios vienen juntos a mi memoria, acompañando a un tercero: un recuerdo antiguo, fundante para mí, que también tiene que ver con el caminar.
Cuando era muy chica y apenas si sabía decir mi nombre me mandaron con un papelito en la mano (un papel escrito por mi madre) a hacer una compra. Supongo que porque era tan chica (o porque por primera vez me habían mandado a hacer una compra) yo temía perderme. Así que caminé mirándome los zapatos, en la creencia infantil -pero no demasiado lejana a la verdad- de que uno está donde están sus pies. Y de tanto mirarme los pies, me distraje de otros menesteres y me perdí. Me encontró el cartero, un hijo del Maestro Bono, me preguntó si mi mamá se llamaba Cleofé, me cargó en el canasto de las cartas que estaba adosado a su bicicleta y me llevó de regreso a casa.
¿Qué tienen en común un hombre extraño, un enfermo y una niña distraída?¿ Qué los separa? No sé si el recuerdo es tan vívido para mí porque llevaba en la mano la letra de mi madre, o porque descubrí que era hija de una mujer que tenía un nombre inusual, o porque quien me llevó a casa era el hijo del Maestro (había una sola persona en mi pueblo de quien pudiéramos decir simplemente: el maestro) o porque aquel hombre me puso en el canasto donde se llevan los mensajes, o porque tuve conciencia por primera vez del extravío.
De hecho, Extravío es la palabra con que titulé un poema construido a partir de ese recuerdo, tantos años después.
Ya lo dice el lenguaje popular: hay que estar bien plantado, hay que vivir con los pies en la tierra, por contraposición a andar con la cabeza en las nubes. Oscilación entre el deseo de extraviarse y el esfuerzo por seguir pegado a la realidad. En ese oscilar que a veces asusta, que a veces abisma, está el momento de creación.
Sé que hay límites entre la salud y la falta de ella (allí donde usted nada, ella se ahoga, le habían dicho a Joyce -creo que se lo había dicho Freud- en relación a su hija Lucía), pero ¿dónde están esos límites?, ¿hasta dónde uno puede extraviarse y regresar cuando quiere a casa?.
¿Hasta dónde alguien que transporta las palabras puede encontrarnos (o hacer que nos encontremos) y llevarnos consigo en su canasto hasta donde estemos a salvo?
(*) En Oliva, pueblo donde me crié y sede del Asilo de Alienados Colonia Dr. Emilio Vidal Abal.
María Teresa Andruetto
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