domingo, 10 de noviembre de 2013

Bajo el jacarandá

Se llamaba Pedro. 
Era alto, muy flaco, de uñas siempre quebradas y sucias, los ojos hundidos en un universo de arrugas. 
Todos los sábados y martes, excepto en pleno invierno o en épocas de sequía, llevaba el carro hasta el borde de la feria, junto al puesto de Doña Rosita, la de las plantas, y vendía tomates, lechuga, rabanitos, manzanas, cebollas y zanahorias de la quinta. 
El carro era largo, destartalado y por alguna razón, hermoso. 
Había sido azul en su infancia, hacía siglos, y le quedaban jirones de esa piel anterior en los ejes de las ruedas y en el pescante. Era un carro fuerte y Pedro le tenía confianza. Tan viejo como él, funcionaba como él: con una tranquilidad profunda, que en lo esencial, nada había cambiado. 
El problema era Fosforito, el caballo. Pedro lo había comprado hacía dieciocho años, sin domar, en un remate de Chacabuco. 
En ese entonces, era un potro alto, colorado, con una estrella blanca en la frente y por eso, por ese cuerpo rojo y esa luz, lo había llamado Fosforito. 
Se lo había domado Javier, un chico morocho y fuerte que sabía acercarse a los animales con paciencia. 
Tal vez por eso había sido tan buen compañero para Pedro. Rápido, sereno, era capaz de llevar el carro azul (y después, ya no tan azul) sin bambolear los tomates ni arruinar el brillo de las manzanas. Y cuando Pedro lo ensillaba y lo llevaba hasta el almacén, tenía la boca blanda y fácil y el mundo era más ancho desde su lomo apacible. Todo eso, antes: desde hacía ya un año, Fosforito estaba cansado. Pedro no conseguía que trotara. Apenas el carro quedaba listo en el espacio entre Doña Rosita y la plaza, le ponía un bozal y lo soltaba y Fosforito se acomodaba a la sombra del jacarandá y bajaba la cabeza. Pero no comía. Cerraba los ojos como si el viaje de dos horas hasta la plaza lo hubiera dejado completamente agotado. Pedro estaba preocupado. 
Lo que conseguía en la feria le alcanzaba apenas para mantener la quinta y dar de comer a Esteban, su hijo, que había vuelto a vivir con él después de la Guerra de las Malvinas, y que lo ayudaba como podía con su única mano y su mirada triste. No podían comprar otro caballo sin vender a Fosforito y necesitaban un caballo que pudiera con el carro. Que no estuviera cansado (Pedro pensaba "cansado" para no pensar "viejo".) A Pedro le hubiera dolido vender a su colorado pero el caso era que no podía venderlo. 
¿Quién iba a comprárselo? Tenía el pelo opaco, las rodillas torcidas, los cascos partidos, la cruz alta y los dientes amarillos. 
No le quedaba más que el matadero y los hombres de uniforme gris que atendían en la puerta de metal en la última cuadra del pueblo. Cualquier otra cosa era un sueño, una ilusión tonta. Terminaría ahí, Pedro estaba seguro. Mientras pudiera, lo seguía posponiendo. Los sábados y los martes, se levantaba a las cinco, buscaba a Fosforito en el corral, acomodaba los cajones en el carro con ayuda de Esteban, subía al pescante y se ponía a pensar mientras el viaje pasaba a su alrededor, siempre el mismo, siempre distinto: las hojas rojas de los robles en el otoño, las flores violeta de los paraísos de la entrada de la estancia grande en primavera; las ramas desnudas de los plátanos en las afueras de la ciudad a principios de junio; las espigas del verano en el último descampado en las brillantes madrugadas de enero. A Pedro le llevó un año decidirse, un año de largas conversaciones con Doña Rosita entre un mate y otro. Con Esteban no hablaba: no quería entristecerlo. Fosforito había sido el caballo de la familia desde hacía tanto tiempo... Cada vez que pasaba frente a la puerta de metal del matadero camino de la feria, desviaba la vista hacia el campo abierto y silbaba bajito para distraer al colorado que notaba el cambio leve en las manos de su dueño y apuraba el paso lerdo por unos metros. Una mañana de verano, Pedro terminó de acomodar los cajones en el puesto de la feria, se dio vuelta hacia el jacarandá donde ataba siempre a Fosforito y la vio: una nena gordita, de caballo negro y largo y manos grandes. Eran las seis y media. La feria ya estaba en movimiento: los madrugadores paseaban de puesto en puesto con changuitos de colores y caras nuevas, medio dormidas. A esa hora, en general, no había chicos, pero esta nena parecía despierta y decidida en sus zapatillas azules, a solas con Fosforito. Porque estaba hablando con él. En un momento, se inclinó hacia las crines como si le diera un beso. El caballo tenía las orejas atentas, la cabeza un poco más alta que siempre, la cola en el aire como defensa contra las moscas de diciembre. Esa primera vez, Pedro sonrió para sí, se sentó en su cajón de manzanas y esperó a los clientes. De vez en cuando, echaba una mirada a la nena, entusiasmada en una conversación que, desde lejos, era sobre todo una serie de dibujos que pintaban las manos sobre el pizarrón del aire. Tal vez se había mudado al barrio de casas bajas hacía poco, pensó Pedro: él nunca la había visto antes. Le preguntó a Doña Rosita, a Anselmo, el de las papas, pero ellos tampoco la conocían. No era de las que vienen un solo día, eso no: un mes después, en enero, seguía viniendo puntual a las seis, seis y media y charlaba horas con Fosforito bajo las hojas compuestas, delgadas, del jacarandá. Pedro se le acercó de a poco. No era muy diferente de los otros chicos del barrio, excepto por lo de los madrugones. Como todos los que aparecían nueve, nueve y media de la mano de madres con bolsas de plástico, tenía la ropa manchada de jugar, las zapatillas desatadas y desprolijas, las rodillas de los vaqueros raspadas y las manos sucias de barro, caramelos, helados. 
Se llamaba Anahí y tenía los ojos grandes y alegres. No hablaba mucho con las personas pero Pedro se fue enterando de algunas cosas con el tiempo: vivía con sus padres en una casa a tres o cuatro cuadras, no tenía hermanos, sus dos padres trabajaban en un hospital y la dejaban sola todo el día desde la muerte de la abuela. 
Le daban permiso para salir, para eso tenía la llave (un día se la mostró a Pedro, una llave antigua y chiquita que colgaba de un cordón verde), le gustaban mucho los caballos, tenía diez años. Al principio, Pedro no le contó mucho. Después, despacio, empezó a hablarle sobre Esteban, sobre la huerta, sobre el carro (que hacía ocho años había pintado de azul por última vez y que ahora debería estar pintando de nuevo). A veces, ella se acercaba a él y a Doña Rosita a la hora del mate aunque no tomaba. 
Le gustaba dulce, decía. De Fosforito no hablaron hasta el día en que el colorado dobló las patas y se echó bajo el jacarandá como se echan los caballos: en una maniobra torpe, difícil, que vista de afuera parece imposible. Pedro estaba unos pasos más allá, admirando la camioneta nueva de Anselmo, que había decidido que ya no eran tiempos de carro. —¡Ey! —dijo Anahí cuando Pedro se acercó casi a la carrera—. Nunca vi que hiciera eso. —Está cansado —dijo Pedro. Se retorcía las manos sin darse cuenta. —¿Por? —dijo Anahí y lo miró a los ojos mientras apoyaba una de sus manos sobre el cuello colorado de Fosforito. Pedro se arrepintió de haber abierto la boca, de haber empezado la conversación, pero no mintió. —Está viejo, Anahí —dijo y después bajó la cabeza. Iba a tener que venderlo pronto, si quería conseguir algo. Muertos, los caballos no valen nada, ni siquiera para el matadero. Tal vez hubieran seguido hablando de la vejez, del cansancio, pero en eso, Pedro vio que una señora de pollera larga lo llamaba desde el puesto. —Zanahorias, ¿a cuánto? —le gritó desde lejos. —Ya vuelvo —le dijo Pedro a la nena—, dale agua, ¿querés? Ahí está el balde. Así que Anahí tuvo que esperar hasta la hora de la vuelta para volver a sus preguntas. —Oíme, nena —le dijo Pedro mientras jadeaba bajo los cajones y convencía a Fosforito para que se levantara. Anahí le daba pena pero no tenía tiempo de ponerse a pensar en cómo decir lo que no quería decir. El futuro lo apuraba con los dientes al aire, como un perro rabioso—. Mejor que te despidas. El caballo no vuelve. Anahí lo miró como si no lo hubiera oído y después empezó a hablarle de Fosforito. De lo que le contaba el caballo cuando charlaban en la plaza. De un campo lleno de espigas altas y una yegua alazana (Anahí dijo "castaña") que había sido su madre. Pedro no le creyó pero eso no tenía importancia. La nena había hablado con Fosforito así que él tenía que explicarle. Suspiró, se sentó sobre la vereda y contó. Hacía muchos años que sólo hablaba con Esteban y Doña Rosita y Esteban no hablaba mucho. Había pensado que ya no sabía las palabras pero ahí estaban. Encontró las que necesitaba y habló: de la vejez, de la quinta, de la necesidad de dinero, hasta del matadero. Anahí se lo quedó mirando un momento, los ojos más oscuros de pronto. Levantó la mano y la puso sobre el cuello de Fosforito, que temblaba un poco en la brisa caliente, como si hiciera frío. —No se lo venda a otro —dijo en voz baja—. Se lo compro yo. Pedro sonrió. La sonrisa le dolió en la cara como duele un diente enfermo. Tal vez por eso no se dio cuenta de que Doña Rosita se les había acercado sin decir nada. —¿Y qué vas a hacer con él, Anahí? —preguntó Pedro—. Si no tenés dónde ponerlo... ¿Y tu mamá y tu papá? ¿Qué van a decir? Pero Anahí no veía fallas en su plan. —Mamá ya lo sabe —mintió. Así que el único problema era Pedro. —No, no, Anahí —la voz del hombre era tensa, dura como un martillo—. Las cosas no son así, vos no entendés. Mejor no vengas por unos días. Y en ese punto, como una brisa brusca en medio del calor, intervino Doña Rosita. Pedro cumplió: esperó hasta el fin de semana. El sábado, el último sábado, Fosforito se portó bien de ida. Parecía más joven, de pronto, alegre incluso. Hizo un intento de trote frente al matadero, como para mostrarse. Dos meses antes, Pedro se hubiera puesto a silbar: el ritmo del caballo le hubiera recordado tiempos, mejores tiempos en los que él y el carro azul y Fosforito eran jóvenes y Esteban, feliz. Los tiempos antes de la guerra cuando todo parecía posible. Pero ese sábado no había salida. Pedro necesitaba un caballo fuerte: no hubo silbidos. Llegaron temprano a la feria. Los pocos que ya estaban ahí acomodaban tablones, toldos y frutas. Doña Rosita era de las tempraneras y además, vivía cerca. Ya tenía sus cuatro estantes de plantas preparados y se cebaba un mate sentada en un cajón. Levantó la mano como en un saludo. Don Pedro vio alegría en el gesto pero no sonrió. No le gustaba la esperanza. Había aprendido a desconfiar de ella. Bajó del carro, empezó a acomodar al caballo y recién entonces vio a la nena. Eran las seis menos cuarto y ahí estaba Anahí, de pie junto a un señor alto, canoso, que miraba a Pedro con ojos un poco desvelados. Tenía las mismas manos que Anahí. —Ya lo arreglamos todo, Don Pedro —dijo la nena. Doña Rosita dio la vuelta al puesto de plantas y volvió con una yegua mora, flaca y alta. Pedro la conocía: era la que traía las papas de Anselmo antes de la camioneta. Así que la solución para Fosforito era algo que el caballo y Pedro le debían a media feria y a los padres de Anahí, preocupados por la soledad de la nena en esa ciudad nueva, tan lejos de Misiones, del resto de la familia, de la casa de siempre, con perros, gatos y caballos. Anselmo no quería mucho dinero por su yegua. Necesitaba sacársela de encima (dijo). Había habido colecta. Y ese mediodía a la hora de desarmar los puestos, Pedro puso a la mora adelante, para que llevara el carro y los cajones (no del todo vacíos: cada vez era más difícil vender) y ató a Fosforito atrás. En el pescante iban él, Anahí y su padre. Los dos querían ver el lugar donde viviría el caballo de la nena. Pedro quería que Esteban lo supiera todo y sabía que Anahí lo contaría mucho mejor que él. 
No hablaron mucho en el viaje. La nena y el padre miraban el verano más allá de la ciudad y el barrio. El verano del campo, del que habían venido hacía unos meses. 
 Pedro pensaba en la lata de pintura azul que le había ofrecido el ferretero para pintar el carro. 
De pronto, tenía ganas de hacerlo. 

Márgara Averbach


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