Tiene el paño una historia romántica. Se sabe que uno de los corsarios argentinos que hostigaban a las embarcaciones españolas en aguas de Cádiz, lo tomó como presa bélica con el cargamento de una goleta adversaria. El señor Fernando VII enviaba el tapiz, tejido según un cartón de Rubens, a su gobernador de Filipinas, testimoniándole el real aprecio. Quiso el destino singular que en vez de adornar el palacio de Manila viniera a Buenos Aires, al templo de las monjas de Santa Clara.
El sordomudo, que es apenas un adolescente, se inclina en el barandal. Allá abajo, en el altar mayor, afánanse los monaguillos encendiendo las velas. Hay mucho viento en la calle. Es el viento quemante del verano, el de la abrasada llanura. Se revuelve en el ángulo de Potosí y Las Piedras y enloquece las mantillas de les devotas. Mañana no descansarán los aguateros, y las lavanderas descubrirán espejismos de incendio en el río cruel. Cristóbal no puede oír el rezongo de las ráfagas a lo largo de la nave, pero siente su tibieza en la cara y en las manos, como el aliento de un animal. No quiere darse vuelta porque el tapiz se estará moviendo y alrededor del Niño se agitarán los turbantes y las plumas de los séquitos orientales.
Ya empezó la primera misa. El capellán abre los brazos y relampaguea la casulla hecha con el traje de una Virreina. Asciende hacia las bóvedas la fragancia del incienso.
Cristóbal entrecierra los ojos. Ora sin despegar los labios. Pero a poco se yergue, porque él, que nada oye, acaba de oír un rumor a sus espaldas. Sí, un rumor, un rumor levísimo, algo que podría compararse con una ondulación ligera producida en el agua de un pozo profundo, inmóvil hace años. El sordomudo está de pie y tiembla. Aguza sus sentidos torpes, desesperadamente, para captar ese balbucir. Y abajo el sacerdote se doblega sobre el Evangelio, en el esplendor de la seda y de los hilos dorados, y lee el relato de la Epifanía.
Son unas voces, unos cuchicheos, desatados a sus espaldas. Cristóbal ni oye ni habla desde que la enfermedad le dejó así, aislado, cinco años ha. Le parece que una brisa trémula se le ha entrado por la boca y por el caracol del oído y va despertando viejas imágenes dormidas en su interior.
Se ha aferrado a los balaústres, el plumero en la diestra. A infinita distancia, el oficiante refiere la sorpresa de Herodes ante la llegada de los magos que guiaba la estrella divina.
- Et apertis thesaurus suis -canturrea el capellán- obtulerunt ei munera, aurum, thus et myrrham.
Una presión física más fuerte que su resistencia obliga al muchacho a girar sobre los talones y a enfrentarse con el gran tapiz.
Entonces en el paño se alza el Rey mago que besaba los pies del Salvador y se hace a un lado, arrastrando el oleaje del manto de armiño. Le suceden en la adoración los otros Príncipes, el del bello manto rojo que sostiene un paje caudatario, el Rey negro ataviado de azul. Oscilan las picas y las partesanas. Hiere la luz a los yelmos mitológicos entre el armonioso caracolear de los caballos marciales. Poco a poco el séquito se distribuye detrás de la Virgen María, allí donde la mula, el buey y el perro se acurrucan en medio de los arneses y las cestas de mimbre. Y Cristóbal está de hinojos escuchando esas voces delgadas que son como subterránea música.
Delante del Niño a quien los brazos maternos presentan, hay ahora un ancho espacio desnudo. Pero otras figuras avanzan por la izquierda, desde el horizonte donde se arremolina el polvo de las caravanas y cuando se aproximan se ve que son hombres del pueblo, sencillos, y que visten a usanza remota...
Manuel Mujica Láinez
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