martes, 25 de diciembre de 2012

EL ARBOL DE NAVIDAD

Era la señora quién así le hablaba, pero no era la señora seca y gritona de todos los días, sino una señora sonriente, de voz amable... ¿Y qué veía, qué veía? ¡La señora vistiendo el delantal de cocinera de su madre! ¡Le había dado su vestido y ella vestía su delantal!... Confuso estaba Quico, y aún oyó al señor, a quien todos los sirvientes hablaban doblándose y descubiertos; le decía: - No llamés niño Julito y niña Lola a mis hijos; llámales Lola y Julito solamente. Nosotros somos cristianos. ¿Cristianos? ¡Sí, lo eran; sí! ¡Y él que llegó a dudar! ¡Qué arrepentido estaba! Entró entonces el lacayo, el que lo golpeara, y se llegó a él, traía una piedra en la mano, la misma piedra que él le había tirado, y se la alargó diciéndole: - Tomá, Quico, yo te golpee, hice mal. Tomá, tirame esta piedra por la cabeza, golpeáme ahora. Me la tiraste, y en vez de golpearme a mí has roto... Quico recordó entonces que algo había roto, no sabía qué, ni veía qué, todo se hallaba sano. Interrumpió al lacayo, rechazándole la piedra: - Yo te perdono los golpes, porque soy cristiano y Jesús nos ha dicho: "Si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas". Y habló por última vez el viejo cura, habló en tanto abrazaba a Quico; decía estas otras palabras de Jesús: - "Dejad a los niños, y no les impidáis de venir a mí; porque de los niños es el reino de los cielos". Oyose la música otra vez, y todos comenzaron a danzar en torno del árbol de Navidad. Quico bailaba con Juana, ¿bailaba?... El no sabía bailar ni Juana tampoco, pero tomados de la mano, saltaban, saltaban riendo, felices, y así, saltando y riendo, salieron hasta la playa. Ya era de día, un día hermoso de sol, y allí comenzaron a jugar con la pelota de colores, jugaban al fútbol; y reían cada vez que la pelota caía al agua, y ellos entraban en ella, jugando carreras a ver quién la cogía. - ¡Aquí está el pillete! Quico sintió que una mano enérgica lo aferraba de un brazo. Despertó y, restregándose los ojos, dijo: - ¿Eh? - ¿Eh? ¡Que debía hacerte llevar preso! Era el doctor quien lo hablaba, tenía duros el ceño y los ojos. De un tirón lo puso de pie. - ¡Vamos! Quico, aún sin salir del todo de su sueño, se dejó conducir, llegaron hasta el automóvil que los esperaba. Y el señor dijo al chofer: - ¡Aquí está este pillo, este sinvergüenza! De un empujón lo subió al pescante, y el coche comenzó a andar. Quico, humillado y triste, acurrucábase lo más posible en el asiento, junto al chofer. Se hallaba temeroso y asombrado. Casi no se atrevía a pensar. ¡Había sido solo un sueño todo lo que había visto, todo eso tan hermoso! ¿Por qué las gentes son tan buenas en los sueños y tan malas en la vida? De vez en vez, desde atrás, le venía la voz áspera del amo: - ¡Pillo, sinvergüenza; vas a parar en ladrón si sigues así! Y el chofer lo secundaba: - ¡Oh, está hecho con la pasta de los que van a dejar los huesos en una cárcel! ¡Es un bandido! - ¿Sabes bien lo que has hecho? - le preguntó el amo, zamarreándole, y más colérico aún: ¿sabes lo que has hecho? ¡Has roto el espejo del salón! ¡Un espejo que vale muchos cientos de pesos, muchos!... Y el chofer: - Tu madre tendrá que trabajar varios años para poder pagarlo... ¡Había roto el espejo del salón, aquel magnífico espejo que ocupaba toda la pared, desde el zócalo hasta la cornisa! Quico quedó anonadado. ¿Qué había hecho? Necesitó disculparse, y como no se atreviera a hablar al amo, habló al chofer: - Yo no lo hice a propósito... yo... - ¿Qué dice? - preguntó el señor. - Dice que no lo hizo a propósito - explicó el chofer. - ¡Calla! ¡Calla! - gritó el amo enfurecido -: ¡calla, porque te voy a dar un bastonazo! Y se lo dio, en la cabeza, no fuerte, pero le hizo doler. Quico lo miró de reojo, con una mano tocándose la cabeza dolorida, a ver si le sangraba, con ese terror instintivo que sienten los niños al ver sangre propia. - ¡Vea cómo me mira! ¡Con qué ojos! - rugió el amo. - ¡Con ojos de criminal! - subraya el chofer. ¡Qué odio sintió Quico hacia éste! Al fin, al amo le había roto el espejo del salón, pero a éste, ¿qué le había hecho?, ¿por qué lo injuriaba él también? Y lo miró con más ojos de odio. El chofer, comprendiendo, lo amenazó- ¡Conmigo no vas a jugar, eh, atorrantito! ¡Yo te doy una cachetada que te tumbo!... Y Quico se sintió a merced de aquellos dos hombres amenazantes, los que ahora sonreían como estúpidos y sin dejar de injuriarlo: - ¡Pillo! - ¡De lástima no te hago llevar a la cárcel, ladronzuelo! ¿Ladronzuelo?, ¡pero si él nunca le había robado nada a aquel señor! Deseos tenía de preguntar qué le había robado; temió que le respondiese con otro golpe... Intentó abrir la portezuela del automóvil, y escapar. Dos garras lo cogieron: el señor de la espalda y el chofer de un brazo. - Déjelo nomás, déjelo - dijo el doctor al chofer; ¡ya lo tengo seguro! - Y lo dijo con un tono de vencedor satisfecho, que no escapó a la precocidad aguda del niño. ¡Valiente hazaña hacía el señorón aquél! ¡No dejar moverse a un chiquillo flaco!... Y así anduvieron, el señor sin soltarle, hasta que el automóvil se detuvo frente a la quinta. - ¡Bajá, pillo, ladrón! - le dijo el amo y a empellones lo tiró del automóvil al suelo -. ¡Bajá! Tomá! - le largó un puntapié que Quico esquivó y echóse a correr instintivamente hacia la cocina. Oyó al doctor que le gritaba: - ¡Andá con tu madre, pillo, y a la calle, a la calle los dos!... Llegó a la cocina. Su madre, sentada y cabizbaja, con el bulto de sus pocas ropas a un lado, lo esperaba a él seguramente, porque al verlo entrar irguióse: - ¡Vamos! - le dijo. Y echaron a andar hasta salir por la puerta de atrás de la quinta. El esperaba una fuerte reprensión de su madre, y ésta nada le había dicho, no se atrevía ni a interrogarla a dónde iban. Caminaron hasta llegar a la estación. Un empleado a quien la madre preguntó cuánto faltaba para el tren que iba a la ciudad, le respondió: - Faltan diez minutos. Quico supo así que volvían a Buenos Aires a vivir en el conventillo sucio en el que vivían antes de ir a esa hermosa quinta de Olivos... ¡Y allá no había río para correr, bañarse y pescar! ¿Y sus amigos Paco, Juana, Pepe?... Preguntó a su madre sin saber por qué le preguntaba, tal vez necesitando hablar a fin de entretener sus pensamientos: - ¿Mamá, por qué nos vamos? - ¿Y me lo preguntás todavía, hijo? - le respondió la madre, con acento muy triste -. Nos vamos por culpa tuya, has roto el espejo del salón. - Yo no lo hice a propósito, mamá, el lacayo me pegó... y yo le tiré la piedra a él, no al espejo... - Andá a decirle a la señora eso; la vieras como estaba, lo que me decía. Me dijo de todo; y yo sin saber qué había pasado. Me echó anoche mismo, sin pagarme un centavo. Ya lo ves, he trabajado gratis quince días. Todo por tu culpa... Quico ya no pudo más, y tiró la cabeza sobre el regazo de la madre, a llorar, a llorar... Lloraba sin consuelo, ¡se sentía tan desgraciado! De buena gana se hubiera acostado sobre los rieles del tren... La madre comenzó a acariciarlo y a hablarle: - Vamos hijo mío, pobre hijo mío, no llorés más. Ellos te han dicho muchas cosas, pero yo sé que no sos malo, Quico. Tu mamita sabe que no sos malo, que rompiste sin querer el espejo... Y lo besaba, lo besaba en la cabeza dolorida, en los ojos cegados de tanto llorar, lo besaba, lo besaba. Quico no lloró más. Sintió que el corazón se le hinchaba de consuelo; ¿qué le importaba al fin si los demás lo creían malo, si su madre sabía que era bueno?... Quedó apoyado contra ella, sin llorar, dejándose acariciar la cabeza... Así estuvo unos minutos, y habló de pronto, vuelto a su locuacidad y a sus razonamientos de niño precoz: - Mamá: ni el señor ni la señora son cristianos. - ¿Por qué, hijo? - le preguntó la madre- Porque ellos no debían haberte echado, y sin pagarte. Ellos no son cristianos, entonces. Si fueran cristianos nos hubieran perdonado a los dos. El cura me enseñó en la doctrina cristiana que Jesús dijo: "Si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco el Padre os perdonará vuestras ofensas". - Y sin embargo, son cristianos - arguyó la mansa mujer -, ya ves como festejan el nacimiento de Cristo, cómo hacen un árbol de Navidad... Quico no se dejó convencer por ese argumento. Replicó: - Sí, pero Jesús... - ¡Dejame, nene - lo interrumpió la madre cogiendo el bulto de sus ropas -, dejame, ahí viene el tren! ¡Vamos!... - ¡Vamos!...Pero Jesús dijo... Jesús... ÁlvaroYunque
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