Uno, dos, tres, cuatro, cinco, era ya muy tarde. La lámpara de kerosene chistaba a la noche, aquietándola como una madre a un hijo que no quiere dormirse, y Esperanza se quedaba desvelada a las doce de la noche, después de haberse pasado el día durmiéndose en los rincones. Uno, dos, tres, cuatro, cinco habían sido los caballos negros atados al coche fúnebre que llevaron a su marido cubierto de flores hasta Chacarita, y desde ese día abundaban las visitas en la casa. Sus amigas la habían querido llevar a pasear un domingo porque estaba pálida. Uno, dos, tres, Esperanza se había hecho rogar, y después por fin había salido hasta la plaza de Flores y allí se había sentado en un banco con dos señoras vecinas, hermanas del almacenero. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, un hombre detrás de un árbol desabrochaba su pantalón y Esperanza miraba el cielo a través de las ramas. "Esperanza, no podés seguir así. Esperanza, no podés seguir así, te vas a enfermar. Hay que conformarse con el destino", le decían sus amigas.
Uno, dos, tres, alguien golpeaba la puerta de entrada. Esperanza estaba en el punto liso de su tejido y dijo: "¿Quién es?". Florián entró despacito con los ojos dormidos. "¿Florián a estas horas?". Florián dormía en la cama de su hermana, no hacía ni media hora, cuando la madre lo despertó sacándolo a tirones: había visitas y no alcanzaban las camas.
Salvo los domingos y días de fiesta era siempre de noche cuando llegaban las visitas: a esa hora la radio tocaba una música que las atraía, sin duda.
Esperanza no conocía de esa casa más que a Florián. Los chismes de las vecinas caían sobre las hermanas y las madres, que tenían todas ondulaciones permanentes (¿croquiñol o permanente al aceite?; una seria discusión se había establecido entre las hermanas del almacenero), tenían todas barniz en las uñas y no pagaban al panadero. Florián se hacía la rabona y pedía limosna en la calle, desviando un ojo. Pero, casi siempre, con su cara de ángel ganaba más limosnas que con su ojo perdido. Esperanza no sabía ese tejemaneje, creía en la virtud azul de los ojos de Florián, en sus diez años, en su timidez, en su voz quejosa ejercitada en pedir limosnas. No hubiera admitido ni siquiera el sufrimiento o el hambre de un chico que se hace la rabona pidiendo limosna con un ojo voluntariamente tuerto. Hubiera visto a ese chico desmenuzarse debajo de un ómnibus, morirse de hambre en una esquina, suicidarse con un cuchillo sucio de cocina: no hubiera dado un paso para salvarlo. Sólo la virtud inocente de los ojos de Florián, igual a los ojos de un Niño Jesús, le ganaba el corazón, hasta hacerlo sentar a veces sobre sus escasas faldas a las doce de la noche cuando estaba sola. Entonces, creyendo salvarlo de su familia, le enseñaba oraciones que venían escritas detrás de las estampas, con veinte, cuarenta, cincuenta días de indulgencias...
Silvina Ocampo // Cuentos completos.
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