Josefa Paz de Hurlingam invita a Clara a tomar chocolate en su casa de la bajada del Marquesado. Recibe en una sala solariega desde donde se ve el patio interno de la casa, impregnado con un perfume fresco a magnolias, glicinas y santarritas. Hay un jardín, también, con lilas del lugar y patos criollos. Una morena carabalí sirve el chocolate en bandeja cubierta con una mantilla bordada por la misma señora Josefa. Josefa le cuenta a Clara, animosa, que en el colegio adonde va su hija, en clase de Habla Castellana le pidieron una composición sobre el tema "La Vaca". Josefa cuenta esto con risa amable y, cada tanto, se toca el ñandutí de su pechera impecable.
Clara no tiene tiempo ni de alegrarse. A la noche siguiente, una frágil figura desciende de una calesa frente a su escuela, siendo de inmediato rodeada por perros coléricos y becerros supervivientes. El nocturno visitante es don Benito Agudo Ersilbengoa, mano derecha del nuncio apostólico y amanuense del alguacil Ordóñez. "Hemos recibido las quejas de Monseñor Brizuela --comunica a Clara Dezcura-- con respecto al tipo de temas que uted está haciendo escribir a sus alumnos."
Clara conoce bien a monseñor Bizuela. Se corren muchos rumores en torno a su persona. Se decía de él que a su arribo a nuestras costas, cuatro años atrás, era un hombre afable y comprensivo. Pero que había sufrido un doloroso accidente durante las invasiones británicas, cuando transportaba trabajosamente un pilón con aciete hirviendo. Aquella desgracia, se comenta ahora, ha dado origen a la sabrosa fritura de pastelería puesta en boga por todos los panaderos: la "bola de fraile".
"Es indigno --continúa don Benito Agudo Arsilbengoa-- que nuestros guardias federales, nuestros soldados, sean obligados a escribir sobre un tema tan poco épico y glorioso como el que usted les impone."
Clara comprende que ha llegado el momento de defender sus convicciones. Escribe a Sarmiento explicando su postura y la ventaja de educar a sus alumnos a partir de vivencias que a ellos le sean familiares. Seis meses después, puntualmente, recibe la contestación. Y de allí en más, día a día, irá recibiendo cartas del maestro sanjuanino. Sarmiento no falta un solo día al Correo. Algunas de sus cartas, no todas, muestran sobre el pergamino largos trazos de un pegote blancuzco, como si alguien hubiese moqueado sobre ellos. Clara deduce que Sarmiento las ha escrito bajo su histórica higuera, buscando aislarse, tal vez, de los rayos solares.
"No me opongo a que usted trabaje sobre 'La Vaca' --le dice el autor de Facundo-- en lugar de hacerlo sobre el modelo francés. Habrá un día, solo Dios puede saberlo, en que nuestro país se quitará de encima la influencia europea, y quizás entonces usted será considerada una precursora. Pero déjeme sugerirle otra variante; ya que el debate se ha instalado en torno a si es conveniente o no gastar papel, tinta e ingenio sobre un animal tan rasposo y de índole infeliz como la vaca le propongo que sus composiciones sean sobre otro animal todavía más cercano y afín a nuestra tradición libertaria como el caballo. Más de uno de nuestros centauros, que regaron con su sangre generosa el suelo americano, sabrá agradecérselo."
Clara lo piensa. Supone, con su intuición de maestra, que el del caballo puede ser un paso posterior. Incluso no deja de lado la gallina, con su doméstica convivencia. Pero la cercanía de los corrales, la vital actividad del matadero y, fundamentalmente, la creciente importancia del ganado vacuno en la suerte de nuestra economía, la deciden a continuar con el plano trazado.
Es febrero de 1845 y el formidable estío de Buenos Aires embalsama la brisa con aromas fuertes. Clara ha recibido el paso del aguatero llenando dos odres grandes para sus muchachos. La composición-tipo "La Vaca" se emplea ya en casi todos los establecimientos educacionales de la ciudad. Hasta las familias patricias que contratan institutrices británicas han encontrado pertinente el uso de la redacción impuesta por Clara Dezcurra. Sentada sobre una rueda de carro, Clara observa el patio a través de la puerta del salón. El calor del día ha exacerbado el olor a bosta y escucha las risotadas de sus chicos disfrutando el momento plácido del recreo. Se oye el punteo de alguna guitarra, alguna relación intencionada, el repique constante de un tamboril. De pronto alguien grita, hay un revuelo. Clara presta atención, inquieta. Sus muchachos son buenos, pero si se los vigila son mejores. Escucha un violín y se estremece. Son los sones de la "refalosa", la danza con que los mazorqueros acompañan los saltos despatarrados de sus víctimas cuando resbalan sobre su propia sangre. Clara se levanta y sale a ver qué pasa. Pero, en este caso, la víctima ya ha caído sobre el patio de la escuela. Es Juan José Lozada, el joven unitario de las patillas en "U". Lo han degollado. Ante la pregunta enérgica de Clara, nadie dice saber nada, nadie dice conocer a los asesinos. Pero hay risas torvas, sofocadas. El grupo de mazorqueros se aleja un tanto, empujándose unos a otros, como sorprendidos o avergonzados por la reprimenda.
Clara escribe a Juana, el 24 de febrero de ese año. "Los eché a todos. No me importa, Juana, que sean mazorqueros, hombres del Restaurador de las Leyes o lo que sea. Hoy degüellan a un compañero y mañana pueden llegar a hacer cosas peores. A estas situaciones hay que cortarlas de raíz, antes que pasen a mayores." Entre los expulsados de la escuela está el sargento federal Anacleto Medina, héroe de Cepeda.
Clara estudia al jinete que ha llegado hasta su escuela. Ella estaba calentando agua en la pava de latón peruano para prepararse un caldo, cuando escuchó el galope. El hombre es un soldado de Rosas y le estira en la mano, un rollo de papel sujeto con una cinta: por supuesto, punzó. Clara desenrolla el mensaje y lee el texto. La trasladan. Ha estado dando clase durante siete años en un tinglado con piso de tierra que, durante el día, hacía las veces de frigorífico clandestino. A pocas varas del matadero de reses y del solar donde se envenenan los cueros. Alumbrándose con velas de grasa. Educando a una clase compuesta por matarifes, soldados federales, negros, zambos, convictos, renegados y mal entretenidos. Ahora la letra pareja y grande del Restaurador le indica que será trasladada a un lugar de menor jerarquía. No lo dice con esas palabras. "La patria --le escribe Rosas-- demanda de usted un nuevo sacrificio. Y hemos decidido destinarla a una escuela marginal, con alumnos que detentan problemas de conducta. Sé que usted, con su firmeza de espíritu, sabrá encarrilarlos y superar los problemas de presupuesto que, de aquí en más, habrá de sufrir."
Clara Dezcurra sabe que ya no tiene sentido aguardar el cargamento de tiza. Intuye que su alejamiento obedece, más que nada, a su particular obcecación en persistir con el tema de "La Vaca".
"Creo que todo ha sido inútil --escribe a su amiga Juana--. Comprendo que, hoy por hoy, se hace muy difícil cambiar algo de lo ya dispuesto. Supongo que, con el paso del tiempo, todo el mundo se olvidará de mi tema de composición y volveremos a 'Voyage autour de mon bureau', o a cualquier otra imposición venida de afuera bajo el engañoso rubro de aporte cultural." Deja gotear el lacre, morosamente, sobre la juntura del cierre, antes de moldearlo bajo la presión de su anillo de sello. No puede dejar de pensar en la fugacidad de su iniciativa educacional. No sabe cuán equivocada está. Una gota de lacre, lustrosa, ha modelado un diminuto montículo sobre la mesa.
De Roberto Fontanarrosa.
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