jueves, 15 de septiembre de 2011

Partida

-Porque es mejor elegir una manera de morir a cualquier hora del domingo -se dijo-.Y era cierto que en sus músculos ni la tarde cabía. Pero él estaba seguro de eso, lo mismo que de algunas otras cosas con las que poblaba su vida e incluso a veces trataba de evadirla. En las canciones melosas, a menudo llenas de alcohol y a pesar de su propia domesticidad, encontraba la fuerza para justificar su tristeza. Miró el reloj de arena y vio sus propios ojos, justo en la ampolla superior, ligeramente distorsionados, mientras el material dentro del vidrio caía sin relación con su manera de sentir la inquietud de la calma. Reparó sorpresivamente en el ventilador y el aparato le contestó sin vacilaciones, con un trepidar formado por convulsiones pequeñas, casi siempre cercanas a su rostro. Las paletas podían verse debatiéndose en la velocidad, con expresión invariable. Una expresión verdosa y acaso sibilina. Se dio cuenta de que aquel ventilador era simplemente un ser en mitad de la tarde y le habló con mesura, sin ocultar su vacío, su arrepentimiento y su lejana vitalidad. Mientras le hablaba, las otras cosas que navegaban en el estudio lo miraban no con aquella incipiente naturalidad que aparentaban sino con una fijación posesiva. Él escuchó una serie de sonidos imperfectos, aunque amalgamados entre sí, trabados gravemente, discutiblemente premonitores. Del piso crecieron las huellas que durante años fueron empujadas hacia la calle. El primero en contestarle fue el globo terráqueo, con voz gangosa y profunda y una oscilante aunque definitiva gravedad. Marcelo no pudo inmutarse ya que la voz partía de las costas de Australia y ningún árbol parecía moverse, aunque era evidente que la melancolía llegaba desde las llanuras petrificadas y de los montes aletargados bajo capas de nieve. Eso era por primera vez absolutamente suyo, con la misma familiaridad que había previsto desde bastante antes. Y con dulzura se fue deslizando hacia el suelo, tomó una avellana y se la colocó suavemente sobre la lengua, recordando nítidamente que su padre había muerto y que su madre se hallaba en aquel momento flotando en el río, con la cabeza hacia abajo y sus ojos justificando a los peces que ya se habían ensañado con sus párpados y sus amplias pantorrillas. -¿Acaso tengo la culpa? -preguntó a las campanillas asiáticas colgadas de la lámpara-. Pero Marcelo sabía que la tenía, y no estaba dispuesto a admitirla.

Sólo que al apretar dos veces el gatillo no oyó los estampidos y siguió caminando con su madre a su lado, o por lo menos con aquellos vestidos que formaban a su madre, silenciosos a esa hora, sin sufrir, sin siquiera distinguir lo que puede elegirse, sin admitir que otro ser puede acompañarnos porque no estamos dispuestos a admitirlo, aunque después nos cueste mantener su vigencia fuera de los caminos que nos conducen a la quietud. Marcelo optó por pinchar las yemas de sus dedos, advirtiendo que la sangre se hacía partícipe de sus creaciones y de sus mínimos sentimientos de duda. Y escuchó las palabras densas del fetiche de la isla de Pascua, deformado por las creencias, exhalando un vaho asimilable, mientras hablaba de los pobres de la tierra, sin inflexión, apenas deslumbrado por su particular justicia. Marcelo se vio rodeado de largos e informes pinos absolutamente cubiertos de ojos, pero no sintió el horror porque estaba habituado. Tomó de nuevo el revólver y marcó un número en el disco del teléfono. -Quiero que me envíe un mensajero -dijo al otro solitario de la línea.

Y esperó, convencido de que no podía suicidarse porque las leyes a veces pueden inundarle a uno aunque en ellas no exista particular gratitud. Preparó el revólver detrás del biombo con decoraciones doradas, ajustándolo a la silla, y ató el cordón al gatillo, pasándolo por delante del panel. Lo hizo con ligero temblor, recordando el origen de las figuras pintadas sobre las paredes, mirando las cosas y hablando con ellas, hasta sentir tedio y un neutro sentimiento de odio. Su padre había sido bueno, tanto como podía incluso olvidarse de serlo. Los bosques de pinos pueden también parecer frondosos y acaso tan quietos como lo desee el viento. Más tarde hizo entrar al chico y le explicó lo que debía hacer sin que el otro advirtiese el juego, a pesar de sus pequeñas vacilaciones o tal vez de su displicencia. Después se concentró en el ventilador, en el fetiche, en la jaula para grillos completamente sola, en el busto de Homero, en el barco en la botella y en las miniaturas. El chico sostuvo el cordón y oyó hablar a los objetos sin entender nada, borracho de normalidad, con las manos agitadas, pensando en su primo Mario, que había muerto debajo de una aplanadora: veía ahora su cara desierta en medio de la sala, sin darse cuenta de que lo hacía por primera vez. Inconscientemente pasó el cordón entre los dedos, mientras Marcelo esperaba detrás del biombo. El ventilador se quejó y Marcelo se dio cuenta. También sintió su voz. Le habló de soluciones capaces de animar la dimensión de las sombras y lo hizo en un tono memorable, auque sin interpretarlo debidamente. Las dos máscaras javanesas también se acercaron. Y él tembló, convencido de que en todo aquello no había defensa y se dejó estar, pretendiendo que había pasado mucho tiempo. Entonces, el frasco de las especies, empujado por las palabras, cayó en el piso y el chico, asustado, salió corriendo. El revólver disparó y Marcelo se tomó el pecho. -Es tan desigual...

-musitó-. Y casi, en seguida, entró la madre, con los ojos desorbitados y el vientre hinchado por el agua.


Fuente: SVABASCINI, OSVALDO, Retorno al día que se va. Buenos Aires, Editores Dos, 1969 (págs. 33-36)

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