sábado, 10 de septiembre de 2011

LA HISTORIA DE MI MADRE

Siento una opresión de corazón al estampar los hechos de que voy a ocuparme. La madre es para el hombre la personificación de la Providencia, es la tierra viviente a que adhiere el corazón, como las raíces al suelo. Todos los que escriben de su familia hablan de su madre con ternura. San Agustín elogió tanto a la suya, que la Iglesia la puso a su lado en los altares; Lamartine ha dicho tanto de su madre en sus Confidencias, que la naturaleza humana se ha enriquecido con uno de los más bellos tipos de mujer que ha conocido la historia, mujer adorable por su fisonomía y dotada de un corazón que parece insondable abismo de bondad, de amor y de entusiasmo, sin dañar a las dotes de su inteligencia suprema que han engendrado el alma de Lamartine, aquel último vástago de la vieja sociedad aristocrática que se transforma bajo la ala materna para ser bien luego el ángel de paz que debía anunciar a la Europa inquieta el advenimiento de la República. Para los afectos del corazón no hay madre igual a aquella que nos ha cabido en suerte; pero cuando se han leído páginas como las de Lamartine, no to-das las madres se prestan a dejar en un libro esculpida su imagen. La mía, empero, Dios lo sa-be, es digna de los honores de la apoteosis, y no hubiera escrito estas páginas, si no me diese para ello aliento el deseo de hacer en los últimos años de su trabajada vida, esta vindicación contra las injusticias de la suerte. ¡Pobre mi madre! En Nápoles, la noche que descendí del Vesubio, la fiebre de las emociones del día me daba pesadillas horribles, en lugar del sueño que mis agitados miembros reclamaban. Las llamaradas del volcán, la oscuridad del abismo que no debe ser oscuro, se mezclaban qué sé yo a qué absurdos de la imaginación aterrada, y al despertar de entre aquellos sueños que querían despedazarme, una idea sola quedaba tenaz, persistente como un hecho real: ¡Mi madre había muerto! Escribí esa noche a mi familia, compré quince días después una misa de réquiem en Roma, para que la cantasen en su honor las pensionistas de Santa Rosa, mis discípulas, e hice el voto y perseveré en él mientras estuve bajo la influencia de aquellas tristes ideas, de presentarme en mi Patria un día y decirle a Be-navides, a Rosas, a todos mis verdugos: Vosotros también habéis tenido madre, vengo a hon-rar la memoria de la mía; haced, pues, un paréntesis a las brutalidades de vuestra política; no manchéis un acto de piedad filial. ¡Dejadme decir a todos quién era esta pobre mujer que ya no existe!
Recuerdos de Provincia
Domingo Faustino Sarmiento

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