Pedernera mira a Lavalle, que marcha un poco adelante, con sus bombachas gauchas, su arremangada y rota camisa, un sombrero de paja. Está enfermo, flaco, caviloso: parece el harapiento fantasma de aquel Lavalle del Ejército de los Andes...
¡Cuántos años han pasado! Veinticinco años de combates, de glorias y de derrotas. Pero al menos en aquel tiempo sabían por lo que combatían: querían la libertad del continente, luchaban por la Patria Grande. Pero ahora... Ha corrido tanta sangre por los ríos de América, han visto tantos atardeceres desesperados, han oído tantos alaridos de combates entre hermanos.
Ahí mismo, sin ir más lejos, viene Oribe: ¿no luchó junto con ellos en el Ejército de los Andes? ¿Y Dorrego?
Pedernera mira sombríamente hacia los cerros gigantes, con lentitud su mirada recorre el desolado valle, parece preguntar a la guerra cuál es el secreto del tiempo...
Son ya quince horas de marcha hacia Jujuy. El general va enfermo, hace tres días que no duerme, agobiado y taciturno se deja llevar por su caballo, a la espera de las noticias que habrá de traer el ayudante Lacasa.
¡Las noticias del ayudante Lacasa!, piensan Pedernera y Danel y Artayeta y Mansilla y Echagüe y Billinghurst y Ramos Mejía. Pobre general, hay que velar su sueño, hay que impedir que despierte del todo.
Y ahí llega Lacasa, reventando caballos para decir lo que todos ellos saben.
Así que no se acercan, no quieren que el general advierta que ninguno de ellos se sorprende del informe. Y desde lejos, apartados, callados, con cariñosa ironía, con melancólico fatalismo, siguen aquel diálogo absurdo, aquel informe negro: todos los unitarios han huido hacia Bolivia.
Domingo Arenas, jefe militar de la plaza, obedece ya a los federales y espera a Lavalle para terminarlo. "Huyan hacia Bolivia por cualquier atajo", recomendó el doctor Bedoya, antes de dejar la ciudad. ¿Qué hará Lavalle? ¿Qué puede hacer nunca el general Lavalle? Todos ellos lo saben, es inútil: jamás dará la espalda al peligro. Y se disponen a seguirlo hacia aquel último y mortal acto de locura. Y entonces da la orden de marcha hacia Jujuy.
Pero es evidente: aquel jefe envejece por horas, siente que la muerte se aproxima, y, como si debiese hacer el recorrido natural pero acelerado, aquel hombre de cuarenta y cuatro años ya tiene algo en su manera de mirar, en una pesada curva de las espaldas, en cierto cansancio final que anuncia la vejez y la muerte.
Sus camaradas lo miran desde lejos.
Siguen con sus ojos aquella ruina querida.
Piensa Frías: "Cid de los ojos azules".
Piensa Acevedo: "Has peleado en ciento veinticinco combates por la libertad de este continente".
Piensa Pedernera: 'Ahí marcha hacia la muerte el general Juan Galo de Lavalle, descendiente de Hernán Cortés y de Don Pelayo, el hombre a quien San Martín llamó el primer espada del Ejército Libertador, el hombre que llevando la mano a la empuñadura de su sable impuso silencio a Bolívar".
Piensa Lacasa: "En su escudo un brazo armado sostiene una espada, una espada que no se rinde. Los moros no lo abatieron, y después tampoco fue abatido por los españoles. Y tampoco ahora ha de rendirse. Es un hecho".
Y Damasita Boedo, la muchacha que cabalga a su lado y que ansiosamente trata de penetrar en el rostro de aquel hombre que ama, pero que siente en un mundo remoto piensa "General: querría que descansases en mí, que inclinases tu cansada cabeza en mi pecho, que durmieses acunado por mis brazos.
El mundo nada podría contra ti, el mundo nada puede contra un niño que duerme en el regazo de su madre. Yo soy ahora tu madre, general. Mírame, dime que me quieres, dime que necesitas mi ayuda".
Pero el general Juan Galo de Lavalle marcha taciturno y reconcentrado en los pensamientos de un hombre que sabe que la muerte se aproxima.
Es hora de hacer balances, de inventariar las desdichas, de pasar revista a los rostros del pasado. No es hora de juegos ni de mirar el simple mundo exterior. Ese mundo exterior ya casi no existe, pronto será un sueño soñado. Ahora avanzan en su mente los rostros verdaderos y permanentes, aquellos que han permanecido en el fondo más cerrado de su alma, guardados bajo siete llaves. Y su corazón se enfrenta entonces con aquella cara gastada y cubierta de arrugas, aquella cara que alguna vez fue un hermoso jardín y ahora está cubierto de malezas, casi seco, desprovisto de flores. Pero sin embargo vuelve a verlo y a reconocer aquella glorieta en que se encontraban cuando casi eran niños, todavía: cuando la desilusión, la desdicha y el tiempo no habían cumplido su obra de devastación; cuando en aquellos tiernos contactos de sus manos, aquellas miradas de sus ojos anunciaba los hijos que luego vinieron como una flor anuncia los fríos que vendrán: "Dolores , murmura, con una sonrisa que aparece en su cara muerta como una brasa ya casi apagada entre las cenizas que apartamos para tener un poco y último calorcito en una desolada montaña.
Y Damasita Boedo, que lo observa con angustiosa atención, que casi lo oye murmurar aquel nombre lejano y querido, mira ahora hacia adelante, sintiendo las lágrimas en sus ojos. Entonces llegan a los aledaños de Jujuy: ya se ven la cúpula y las torres de la Iglesia. Es la quinta de los Tapiales de Castañeda. Es ya de noche. Lavalle ordena a Pedernera acampar allí. Él, con una pequeña escolta, irá a Jujuy. Buscará una casa donde pasar la noche: está enfermo, se derrumba de cansancio y de fiebre.
Sus compañeros se miran: ¿Qué se puede hacer? Todo es una locura, y tanto da morir en una forma como en otra.
Pedernera, que duerme sobre su montura, se incorpora nerviosamente: cree haber oído disparos de tercerolas. Pero acaso son figuraciones suyas. En esa noche siniestra ha intentado dormir en vano. Visiones de sangre y muerte lo atormentan.
Se levanta, camina entre sus compañeros dormidos y se llega basta el centinela.
Sí, el centinela ha oído disparos, lejos, hacia la ciudad.
Pedernera despierta a sus camaradas, él tiene una sombría intuición, piensa que deben ensillar y mantenerse alerta.
Así se empieza a ejecutar cuando llegan dos tiradores de la escolta de Lavalle, al galope, gritando: "¡Han matado al general!"
Ernesto Sábato
sábado, 28 de septiembre de 2013
miércoles, 25 de septiembre de 2013
El túnel (fragmento)
" Fué una espera interminable. No sé cuanto tiempo pasó en los relojes, de ese tiempo anónimo y universal de los relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formación o al derrumbe de un amor, a la espera de una muerte. Pero de mi propio tiempo fué una cantidad inmensa y complicada, lleno de cosas y vueltas atrás, un río oscuro y tumultuoso a veces, y a veces extrañamente calmo y casi mar inmóvil y perpetuo donde María y yo estábamos frente a frente contemplándonos estáticamente, y otras veces volvía a ser río y nos arrastraba como en un sueño a tiempos de infancia y yo la veía correr desenfrenadamente en su caballo, con los cabellos al viento y los ojos alucinados, y yo me veía en mi pueblo del sur, en mi pieza de enfermo, con la cara pegada al vidrio de la ventana, mirando la nieve con ojos también alucinados.
(...)
A veces volvía a ser piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué era de ella en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos acontecían; y hasta pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una ridícula invención o creencia mía y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad.
(...)
Yo no decía nada. Hermosos sentimientos y sombrías ideas daban vueltas en mi cabeza, mientras oía su voz, su maravillosa voz. Fui cayendo en una especie de encantamiento. La caída del sol iba encendiendo una fundición gigantesca entre las nubes del poniente. Sentí que ese momento mágico no se volvería a repetir nunca. -Nunca más, nunca más- pensé, mientras empecé a experimentar el vértigo del acantilado y a pensar qué fácil sería arrastrarla al abismo, conmigo. "
Ernesto Sábato
Ernesto Sábato
viernes, 20 de septiembre de 2013
Gustavo Cerati
Gustavo Cerati
Gustavo Adrián Cerati Clark, es un músico, cantautor, compositor y productor discográfico argentino que es considerado como uno de los más influyentes y reconocidos músicos del rock iberoamericano y como una leyenda del rock argentino.
Wikipedia
Fecha de nacimiento: 11 de agosto de 1959 (edad 54), Buenos Aires
Hijos: Benito Cerati Amenábar, Lisa Cerati Amenábar
Padres: Lilian Clark, Juan José Cerati
CERATI.COM | Sitio oficial de Gustavo Cerati www.cerati.com/
Sitio oficial incluye noticias, fotografías, notas de prensa, discografía y archivos para descargar.
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Fecha de nacimiento: 11 de agosto de 1959 (edad 54), Buenos Aires
Hijos: Benito Cerati Amenábar, Lisa Cerati Amenábar
Padres: Lilian Clark, Juan José Cerati
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jueves, 19 de septiembre de 2013
LAS FIERAS
No te diré nunca cómo fui hundiéndome, día tras día, entre los hombres perdidos, ladrones y asesinos, y mujeres que tienen la piel del rostro más áspera que cal agrietada. A veces, cuando reconsidero la latitud a que he llegado, siento que en mi cerebro se mueven grandes lienzos de sombra, camino como un sonámbulo y el proceso de mi descomposición me parece engastado en la arquitectura de un sueño que nunca ocurrió.
Sin embargo, hace mucho tiempo que estoy perdido. Me faltan fuerzas para escaparme a ese engranaje perezoso, que en la sucesión de las noches me sumerge más y más en la profundidad de un departamento prostibulario, donde otros espantosos aburridos como yo soportan entre los dedos una pantalla de naipes y mueven con desgano fichas negras o verdes, mientras que el tiempo cae con gotear de agua en el sucio pozal de nuestras almas.
Jamás le he hablado a ninguno de mis compañeros de ti, ¿y para qué?
La única informada de tu existencia es Tacuara. Apretando en el bolsillo un rollo de dinero, entra a la pieza después de las cuatro de la madrugada. El pelo de Tacuara es lacio y renegrido; los ojos oblicuos y pampas; la cara redonda y como espolvoreada de carbón, y la nariz chata. Tacuara tiene una debilidad: es la lectura de la "Vida Social", y una virtud, la de gustarle a los descargadores de naranjas y hombres de la ribera de San Fernando.
Ceba mate mientras yo, espatarrado en la cama, pienso en ti, a quien he perdido para siempre.
Lo dificultoso es explicarte cómo fui hundiéndome día tras día.
A medida que pasan los años, cae sobre mi vida una pesada losa de inercia y acostumbramiento. La actitud más ruin y la situación más repugnante me parece natural y aceptable. Me falta extrañeza para recordar los muros de los calabozos donde he dormido tantas veces.
Pero a pesar de haberme mezclado con los de abajo, jamás hombre alguno ha vivido más aislado entre estas fieras que yo. Aún no he podido fundirme con ellos, lo cual no me impide sonreír cuando alguna de estas bestias la estropea a golpes a una de las desdichadas que lo mantiene, o comete una salvajada inútil, por el solo gusto de jactarse de haberla realizado.
Muchas veces acude tu nombre a mis labios. Recuerdo la tarde cuando estuvimos juntos, en la iglesia de Nueva Pompeya. También me acuerdo del podenco del sacristán. Empinando el hocico y el paso tardo, cruzaba el mosaico del templo por entre la fila de bancos... pero han pasado tantos cientos de días, que ahora me parece vivir en una ciudad profundísima, infinitamente abajo, sobre el nivel del mar. Una neblina de carbón flota permanente en este socavón de la infrahumanidad; de tanto en tanto chasquea el estampido de una pistola automática, y luego todos volvemos a nuestra postura primera, como si no hubiera ocurrido nada.
Incluso he cambiado de nombre, de manera que aunque a todos los que pasan les preguntaras por mí, nadie sabría contestarte. Sin embargo, vivimos aquí en la misma ciudad, bajo idénticas estrellas. Con la diferencia, claro está, que yo exploto a una prostituta, tengo prontuario y moriré con las espaldas desfondadas a balazos mientras tú te casarás algún día con un empleado de banco o un subteniente de la reserva. Y si me resta tu recuerdo es por representar posibilidades de vida que yo nunca podré vivir. Es terrible, pero rubricado en ciertos declives de la existencia, no se escoge. Se acepta.
Estalló tu recuerdo una noche que tiritaba de fiebre arrojado al rincón de un calabozo. No estaba herido, pero me habían golpeado mucho con un pedazo de goma y la temperatura de la fiebre movía ante mis ojos paisajes de perdición.
Grisáceo como el trozo de un film, pasaba el recuerdo del primer viaje que efectué a un prostíbulo de provincia, con Tacuara. Era la una de la tarde y un coche desvencijado nos llevaba por un callejón sombrío, acolchado de polvo. El sol centelleaba en el muro rojo del prostíbulo, y frente a la puerta de chapa de hierro engastada en la muralla de ladrillo había un pantano de orines y un poste para atar los caballos. El viento hacia chirriar en su soporte un farol de petróleo.
Nunca olvidaré. El macró judío me adelantó cincuenta latas sobre el trabajo de la mujer en la semana, y entonces marché a entrevistarme con el jefe político y el comisario... Estas iniquidades pasaban por mi memoria mientras estaba tendido en el piso de portland del calabozo. A momentos creía que iba a morir. Entreabría los párpados y distinguía murallas rodeadas de otros cercos por otros subsuelos, y durante un minuto mi vida transcurrió el espacio de un siglo en el fondo de los calabozos. Otros hombres, como yo, tenían los pulmones machucados a golpes de goma. Una cuña de gran sufrimiento me partió el cerebro, y más allá de la ferocidad de todos nosotros, oprimidos u opresores, más allá de la dureza de las grises piedras cuadradas, distinguí tu semblante pálido y la almendra aceituna de tus ojos.
Fue un martillazo en la sensibilidad. Nunca pude despierto imaginarme tu rostro con la nitidez que en la vorágine del delirio destacaba su relieve, luego la obsesión del castigo me volcó en la crueldad del interrogatorio. Me indagaban a golpes por el asesinato de una mujer con la cual nada tenía que ver.
Después salí. Más tarde me detuvieron otra vez. En la sombra me acompañaba tu recuerdo y en la vida, fiel como una perra, la mulata Tacuara.
¡Tacuara! ¿A dónde no habré ido con Tacuara?
Por ella conocí el asqueroso aburrimiento complicado con olores de polvo de arroz de los lenocinios de provincias, la regenta en chancletas cuidando un brasero que enceniza el piso de la sala, el mate que rueda lentamente entre las manos de diez rameras pitañosas, el viento que sacude la madera de los postigos porque los vidrios están rotos y se han sustituido los cristales con alambre de fiambrera, mientras llega desde afuera el ruido informe de un carro de ruedas gigantescas, cargado con una pirámide de bolsas de maíz, y el látigo chasquea junto a las orejas de los ocho caballos envueltos en grandes nubes de tierra amarilla.
Por Tacuara conocí los prostíbulos más espantosos de provincias. Aquellos en que la pieza no tiene cama, sino un jergón de chala tirado en el suelo de ladrillos, y mujeres con labios perforados de chancros sifilíticos. He comido sopa de locro y he bailado tangos más siniestros que agonía en salas tan inmensas como cuadras de un cuartel. Había allí bancos de madera sin cepillar y en los rincones negras sosteniendo con un brazo a un recién nacido a quien amamanta con un pecho, mientras que para no perder tiempo con la mano libre le desprendían los pantalones a un ebrio rijoso.
¡A dónde no habré ido con Tacuara!
En su compañía he recorrido todo el sur de la provincia, Bahía Blanca, Marcos Juárez y Azul, después estuvimos en Rosario de Santa Fe, Córdoba, Río Cuarto, Villa María y Bell Ville.
Con el auxilio de los políticos, a veces fui timbero y otras despaché chinchulines y parrilla criolla en bodegones montados a la orilla de establecimientos donde trabajaba con todos los hombres mi único amor.
Viajamos por agua.
Estuve en Paraná, Corrientes, Misiones. Pasé a Santa Ana do Livramento, Río Grande do Sul, San Pablo. En San Pablo, al expulsarme de la ciudad los carabineros, me tiraron encima de un vagón de carga y me rompieron tres costillas. Pasamos a Río de Janeiro, y Tacuara se inscribió en un prostíbulo de Laranyeiras. La casa de piedra mostraba en el frontín un mosaico con la Virgen y el Niño, y bajo el mosaico una lámpara eléctrica que iluminaba una garita abierta en la pared y entrelazada de perpendiculares barras de hierro a la altura de la cintura. En esta hornacina, tiesa como una estatua, de pie, Tacuara hacia cinco horas de guardia. A través de las rejas los hombres que le apetecían podían tocarle las carnes para constatar su dureza. En aquel barrio de mil prostitutas, y adornado de palmas y Cirios los días de Pascua, un retén de gendarmes, armados de carabinas, mantenían el orden para evitar que catangas y marineros se liaran a cuchilladas.
Volvimos a Buenos Aires. Yo extrañaba mi calle Corrientes, y ella su dormitorio con olor a naranjas en la barrera de San Fernando y el dulce y monótono zumbido de las sierras de las cajonerías para fruta del Delta.
Y así, fui hundiéndome día tras día, hasta venir a recalar en este rincón de Ambos Mundos. Aquí es donde nos reunimos Cipriano, Guillermito el Ladrón, Uña de Oro, el Relojero y Pibe Repoyo.
Por la noche llegan perezosamente hasta la mesa de junto a la vidriera, se sientan, saludan de soslayo a la muchacha de la victrola, piden un café y en la posición que se han sentado permanecen horas y más horas, mirando con expresión desgarrada, por el vidrio, la gente que pasa.
En el fondo de los ojos de estos ex hombres se diluye una niebla gris. Cada uno de ellos ve en sí un misterio inexplicable, un nervio aún no clasificado, roto en el mecanismo de la voluntad. Esto los convierte en muñecos de cuerda relajada, y este relajamiento se traduce en el silencio que guardamos. Nadie aún lo ha observado, pero hay días que entre cuatro apenas si pronunciamos veinte palabras.
De un modo o de otro hemos robado, algunos han llegado hasta el crimen; todos, sin excepción, han destruido la vida de una mujer, y el silencio es el vaso comunicante por el cual nuestra pesadilla de aburrimiento y angustia pasa de alma a alma con roce oscuro. Esta sensación de aniquilamiento torvo, con las muecas inconscientes que acompañan al recuerdo canalla, nos pone en el rostro una máscara de fealdad cínica y dolorosa.
¡Y qué prójimos los nuestros! ¡Qué historias las que pueden contar!
Por ejemplo... el negro Cipriano: es rechoncho como un ídolo de chocolate.
En otros tiempos trabajó de cocinero en un prostíbulo. Cuenta, y orgullosamente, que vestido de blanco le servía a una escogida concurrencia de rufianes y macrós un congrio aderezado en una bandeja de plata.
Aunque no lo diga, se enternece evocando los paisajes sonrosados.
Los ojos se le humedecen e inundan de venitas de sangre, y bien se comprende: siente nostalgia de los tiempos en que era confidente de la regenta. Ésta, con las tetas volcadas entre las puntillas de su peinador, prostituía menores de catorce años, para servirlas a la voracidad de terribles magistrados y potentados ancianos. Luego secreteaba con Cipriano cuanto había ganado, y el negro era feliz, se comprendía el hombre de confianza de la casa. No se llega impunemente a estas alturas. Con los achocolatados párpados entreabiertos y las quijadas apoyadas en los puños, Cipriano, como un yacaré que sueña con la manigua, persigue con ojos amarillos fabulosas memorias, fiestas de traficantes polacos y marselleses, rufianes grasientos como fardos de sebo, e implacables como verdugos.
Estos hombres tenían la piel del cogote más roja que el colodrillo de los pavos, y ricitos de oro se escapaban por los agujeros de las narices y las orejas.
Despreciaban profundamente los países donde medraban, les escupían en la cara a los empleados de policía inferiores, y compraban a los jefes políticos con cheques que firmaban guiñando un ojo socarronamente.
Cipriano sabe muchas cosas, y cuando se le apura, confiesa que nada le agrada tanto como violar a un muchachito, o acostarse con un marinero de la Martinica.
Y sin embargo sonríe con la ingenuidad de un monstruo jovial.
Nadie, viéndolo, pensaría que él, el cocinero de los prostíbulos, era además el encargado de tatuarle con un látigo rayas moradas en las nalgas a las prostitutas desobedientes. Cuando recuerda las mujeres que castigó, sonríe con dulzura de hipopótamo resoplando agua y barro en el cañaveral de una manigua.
Y más dulzura bondadosa encierra su sonrisa, al rememorar los menores que violó, dramas de leonera, un chico maniatado por cinco ladrones que le apretaban contra el suelo tapándole la boca, luego ese grito de entraña roto que sacude como una descarga de voltaje el cuerpo sujetado... y la fila de hombres, que con los pantalones sostenidos con una mano, aguardan turno, mientras que el cuerpo del niño perforado por un dolor terrible se arquea y luego cae exánime.
Y si alguien, para mofarse, le pregunta qué es lo que prefiere, una muchacha o un ladroncito, Cipriano que se jacta de haber "desmayado grandes", entrecierra los ojos y hace rechinar los dientes. Como un cocodrilo adormilado en la marisma, apetece la inmundicia, y sólo cuando está muy contento dice algunas palabras en un dulce francés de la Martinica.
Por otra parte es muy católico y siempre que pasa ante una iglesia se descubre respetuosamente.
Tosiendo penosamente se sienta algunas veces a nuestra mesa Angelito el Potrillo, ratero y tuberculoso.
Tiene treinta años de edad, de los cuales ha pasado diez en el cuadro quinto, cansado de repetir siempre la misma infracción inexistente "portación de armas".
Lo perdieron las malas juntas.
Cuando se enoja tartamudea. Con la visera de la gorra hundida sobre los ojos se sumerge en intrincados problemas de ajedrez, y se jacta de ser campeón de damas, y aunque ello es verosímil, para expresar sus ideas utiliza un procedimiento un poco absurdo. Por ejemplo, dice del Japonés, un ladrón oscuro y feroz, que siempre encuentra laudables pretextos para desenvainar el cuchillo:
—Es como una niña.
Indudablemente, resulta dificultoso comprender qué es lo que entiende por "una niña" Angelito el Potrillo.
Cuando Angelito está bien de salud y no se encuentra preso, desaparece durante un tiempo de la ciudad en compañía del Japonés. Recorren el interior explotando el cuento de "filo misho" y otros ardides más o menos sutiles, pues Angelito el Potrillo no es como aquellos perdularios que no practican sino su especialidad, sino que a él, "le da tanto un barrido como un fregado".
Por ahora Angelito está muy débil y no viaja.
Permanece horas y horas con una sien apoyada en el vidrio, mirando hacia la calle, y los pesquisas que pasan saben que él está enfermo, que no puede robar y no lo detienen. Incluso algunos lo saludan y Angelito hace un gesto ahuecado en sonrisa. Dice que "es un consuelo saber que se va a morir entre la consideración de la gente correcta". ¡No te diré como fui hundiéndome día tras día!
Ahora cada uno de nosotros lleva un recuerdo terrible que es una bazofia de tristeza. Ayer... hoy .. mañana...
Hundiéndome día tras día.
Cómo explicar este fenómeno que deja libre la inteligencia, mientras los sentimientos embadurnados de inmundicia nos aplastan más y más en toda renunciación a la luz. Por eso la mala palabra nos muequea en la jeta, y para cada rostro de mujer la mano se nos crispa en una tentación de cachetada, porque junto a nosotros no se encuentra aquella, la preciosísima que nos destrozó la vida en una encrucijada del tiempo que fue. ¿Para qué hablar? Si todo lo dice el silencio de sombras que entolda el bar amarillo, donde se inclinan las cabezas que ya no tienen esperanzas terrestres. Fieras enjauladas, permanecemos tras los barrotes de los pensamientos residuos, y por eso es que la sonrisa canalla se despega tan dificultosamente del semblante encolado en una contracción de aburrimiento perrero.
Los días son negros, las noches más encajonadas que calabozos.
A veces pasa tu recuerdo por mi memoria como una estrella de siete puntas, y Tacuara como si adivinara tu tránsito celeste por mi vida, me examina rápidamente de pies a cabeza y me dice como si ella fuera mi igual:
—¿Qué te pasa? ¿Te duele el corazón?
Su ojo derecho se entrecierra casi, alarga el cuello, frunce los labios finos, y a medias torcida como si hubiera quedado desfigurada por una hemiplejia, me pregunta:
—¿Te acordás de ella?
No te diré cómo fui hundiéndome día tras día. Quizá ocurrió después del horrible pecado. La verdad es que fui quedando aislado.
Caminaba como antes por las calles, miraba los objetos que se exhiben en las vitrinas, y hasta me detenía sorprendido frente a ciertas ingeniosidades de la industria, mas la verdad es que estaba horriblemente solo.
Alguna que otra vez sentía en mis mejillas el frío roce de un alma que me buscaba por la tierra con su pobre pensamiento encadenado. Un escalofrío se descargaba entonces a través de los intersticios de mis vértebras.
Luego la noche del pensamiento caía sobre mí y estuve mucho tiempo sumergido en el crepúsculo que ya no era terrestre, y tal como deben conocerlo aquellos que la medicina clasifica con el nombre de idiotas profundos.
Llegué así por descendimientos progresivos hasta la miseria de esta amistad silenciosa, en la que los infaltables son Uña de Oro, el Pibe Repoyo y el Relojero.
El Relojero no habla nunca. A lo más sonríe melancólicamente. De vez en cuando le suministra a su "señora" una paliza brutal, y si Guillermito el Ladrón le pregunta por qué le pega, el Relojero se encoge de hombros, sonríe dolorosamente y contesta después de rumiar largo rato su respuesta:
—Qué sé yo. Será porque estoy aburrido.
Guillermito cuida el físico, gasta reloj pulsera de oro, se da fomentos faciales y rayos ultravioletas, pero en la frente tiene el croquis de una arruga rápida, crispación que anticipa el gesto de echar la mano a la cintura para sacar el revólver y resolver un asunto de vida o de muerte. Jamás ha robado en la ciudad, y siempre conversa de instalar una timba. Aspira como yo lo fui en otros tiempos, a ser dueño de un recreo con parrilla criolla, pero aún no dispone del necesario capital y sus opiniones políticas no pueden ser más estúpidas.
Está con Yrigoyen y la democracia.
Uña de Oro seduce a las "loquitas" con su perfil de gavilán y los transparentes ojos verdosos y la crueldad felina de sus maxilares que acompañan el impulso de las sienes huidas hacia las orejas puntiagudas. Cuando está cansado apoya los brazos en la mesa, agacha la cabeza y se duerme en la turbamulta del café, con ronquido feroz.
¿Es necesario describir estas cosas simples, bestiales, primitivas?
Nos comunicamos con el silencio. Un silencio que se descarga en la mirada o en una inflexión de los labios respondiendo con un monosílabo a otro monosílabo. Cada uno de nosotros está sumergido en un pasado oscuro donde los ojos de tanto haber fijado, se han inmovilizado como los de cretinos que miran absurdamente un rincón sucio.
¿Qué miramos?
No te lo podría decir. Sé que por donde he ido me he acordado de ti, y que llegué a profundidades increíblemente tristes. Ahora mismo.. cierro los ojos, como Uña de Oro cargo la frente sobre el dorso de las manos... pero no duermo. Pienso que es triste no saber a quién matar.
De pronto el choque del cubilete de los dados revienta en mis oídos como la descarga de un revólver, levanto la cabeza y revuelvo una saliva de veneno. La vida continúa siempre igual, adentro y afuera, y este silencio es una verdad, un intervalo donde descansa nuestra expectativa de una mala noticia, ya que es necesario aguardaría siempre, aguardaría siempre en el desconocido que entre inopinadamente al café o en el temblequeo de la campanilla del teléfono.
Jugando a los naipes o al dominó, volteando dados o una moneda, bajo la apariencia de olvido persiste una constante tensión nerviosa, una especie de "alerta está", vigilancia inconsciente, sobresalto imperceptible que mueve permanentemente los párpados y las pupilas, en un soslayar siniestro.
Ningún desconocido al entrar a este café escapa a ese examen, tendido en invisible abanico de noventa grados, sobre el círculo de los naipes o las geometrías blancas y negras de las fichas de dominó.
Cuando no se juega, los mentones descansan engastados en las palmas de las manos. El cigarrillo se consume lentamente en el vértice de los labios y entonces... cuando menos se espera aparece el sufrimiento sordo, una como nostalgia de las entrañas que ignoran lo que quieren, arruga las frentes, ¡ah! cómo explicar esta desesperación, nos lanzamos a la calle, vamos hacia los departamentos donde nunca falta una atorranta con la cual acostarse, y desfogar babeando en un mal sueño este dolor que no se sabe de dónde viene ni para qué.
Y es que todos llevamos adentro un aburrimiento horrible, una mala palabra retenida, un golpe que no sabe dónde descargarse, y si el Relojero la desencuaderna a puntapiés a su mujer, es porque en la noche sucia de su pieza, el alma le envasa un dolor que es como desazón de un nervio en un diente podrido.
Y cuando este dolor, que ellos ignoran con qué palabras se puede nombrar, estalla en un corazón, el que permanecía callado barbotea una injuria, y por resonancia los otros también responden, y de pronto la mesa que hasta ese momento parecía un círculo de dormidos se anima de injurias terribles y de odios sin razón, y sin saber cómo surgen agravios antiguos y ofensas olvidadas. Y si no llegan a las manos es porque nunca falta un comedido que interviene a tiempo y recuerda con melifluo palabrerío las consecuencias de la gresca.
Una fiesta que no hay dinero con qué pagarla, es la llegada de desconocidos y amigos perdidos a la mesa. Vienen del interior. Han estado robando en provincias. O purgando una pena en la cárcel. O estafando en los trenes. Pero, tengan la cabeza rapada o melenuda, no importa: sus historias y su dinero bien valen la acogida que se les hace; y entonces por un minuto el mozo se soflama. Tal diversidad de bebidas solicitan los gaznates distintos. Una alegría espantosa estalla en el interior de cada fiera, y siguiendo el impulso de una vanidad inexplicable, de un orgullo demoníaco, se habla... Si se habla es de cacerías de mujeres en el corazón de la ciudad, su persecución en los clandestinos de extramuros donde se ocultan; si se habla, es de riñas con bandas enemigas que las han raptado, de asaltos, de emboscadas, de robos, escalamientos y fracturas. Si se habla es de viajes en transportes nacionales a "la tierra", si se habla es de la cárcel, de las eternas noches en la "berlina" (calabozo triangular donde el detenido no puede acostarse ni sentarse), si se habla es de los procedimientos de los jueces, de los políticos a quienes están vendidos, de los pesquisas y sus ferocidades, de interrogatorios, careos, indagatorias y reconstrucciones, si se habla es de castigos, dolores, torturas, golpes sobre el rostro, puñetazos en el estómago, retorcimiento de testículos, puntapiés en las tibias, dedos prensados, manos retorcidas, flagelaciones con la goma, martillazo con la culata del revólver... si se habla es de mujeres asesinadas, robadas, fugitivas, apaleadas...
Siempre los mismos temas: el crimen, la venalidad, el castigo, la traición, la ferocidad. Lentamente humean los cigarros. Cada frente crispa un mal recuerdo. En una distancia. Luego sobreviene el silencio. Los desconocidos se marchan acompañados del camarada que los presentó.
Entonces las miradas recorren las mesas próximas, se detienen en la muchacha que atiende la victrola, estalla un comentario breve y cruel como un petardo, una sonrisa fría encrespa algún labio, ya que se sabe con quién está por caer la desgraciada, incluso el que la ronda ya ha anticipado el número de palizas que le suministrará, un fósforo crepita al encenderse entre dos dedos y el humo azulento sube despacio hacia el plafond.
¡Oh! cuántas, cuántas cosas se cuentan en pocas palabras en estas interminables noches negras
Una vez es Guillermito, otras Uña de Oro. Uña de Oro, por ejemplo, cuenta cómo fue que una vez le atravesó con un cortaplumas la palma de la mano a una mujer.
Ella quería irse a vivir con él, y Uña le preguntó si estaba dispuesta a darle una prueba de amor, y cuando la meretriz le preguntó en qué consistía la prueba de amor, él le contestó: dejarse atravesar la mano con un cuchillo, y como ella accedió, le clavó la mano en la tabla de la mesa.
Relatos de esta índole son frecuentes, pero para qué criticar las ferocidades inútiles. Todos estamos conscientes que en un momento dado de nuestras vidas, por aburrimiento o angustia, seremos capaces de cometer un acto infinitamente más bellaco que el que no condenamos. A decir la verdad, aploma a nuestras conciencias un sentimiento implacable, quizá la misma fiera voluntad que encrespa a las bestias carniceras en sus cubiles de los bosques y las montañas.
Además, conocemos muchas tristezas que ni el mismo naipe es capaz de disolver, hastíos semejantes a chalecos de fuerza ciñen nuestros instintos hasta el día que caigamos bajo el cuchillo de un enemigo, o la bala de alguien que hace mucho tiempo nos está esperando entre las tinieblas. Porque a cada uno de nosotros, lo espera alguien.
Después de haber vivido de esta manera, es lógico estar colmado de un silencio tan hosco, mudez de fiera que ha recibido de la vida una fuerza maldita, utilizable sólo en los bajíos del mal.
Ahora en la mesa del café, bajo las luces amarillas, blancas y azules, el silencio constituye un reposo. Tenemos necesidad de un poco de descanso, para que se asienten nuestras infamias calladas, nuestros crímenes flojos.
La música retoba el aburrimiento
Un tango antiguo nos recuerda un momento carcelario, otros la noche del hallazgo de una mujer, otros un instante terrible de cuando andábamos en la mala.
Si el tango se hace bronco, un espasmo nos retuerce el alma. Se recuerda entonces el placer rojo y terrible de aplastarle a puñetazos la cara a una mujer, o también el goce de bailar trenzados con una hembra esquiva en una milonga asesina, o también el primer dinero que nos dio la mujer que nos inició en la vida, billete de diez pesos que ella sacó de la liga y que nosotros recibimos con alegría temblorosa porque ese dinero lo había ganado acostándose con otros.
Lloro de bandoneones que lo despeina a uno en dulces recuerdos, primeras emociones agridulces de vida de cafishio: la mujer que va por la calle con un hombre; la mujer que ríe en la mesa acompañada de tres hombres, sensación de procacidad y ráfaga; la mujer que durante la noche ha hecho la recorrida del café y la pieza del brazo de clientes que pasaban ante los ojos, emoción que colma la expectativa de algunas palabras susurradas subrepticiamente: "Esperá un momento, querido, que pronto me desocupo".
El tango nos empenacha el alma del recuerdo de primitivas alegrías: la mujer de todos pavoneándose en compañía de aquel a quien le regala su dinero, la gente mirándonos al pasar, los giles asombrándose de las pornografías de la conversación, las tenidas en las piezas de las amigas, las presentaciones de rigor: "Le presento a mi marido".
Tardes de lluvia desperdigadas entre largas rondas de mate, la victrola en un rincón, la bandeja de masas arrumbada entre tarros de gomina. Si la mujer hace la calle, la reglamentaria despedida a las cuatro, el "hasta luego querido", el "tené cuidado con los tiras, nena" y la mujer que en el instante de la despedida siempre tiene un gesto raro, casi doloroso al principio en el oficio y que mediante un esfuerzo de voluntad recubre su rostro de una máscara de impasibilidad convirtiéndose instantáneamente en otra, mezclándose a los transeúntes con el tardo paso de la yiranta. Inmediatamente a uno le cruza la mente esta preocupación: "En fija la encanan hoy" o "¿No será la última vez que la veo hoy?"
Por eso, cuando en el silencio que guardamos junto a la mesa de café, repiquetea el timbre del teléfono, un sobresalto nos mueve las cabezas, y si no es para nosotros, bajo las luces blancas, bermejas o azules, Uña de Oro bosteza y Guillermito el Ladrón barbota una injuria, y una negrura que ni las mismas calles más negras tienen en sus profundidades de barro, se nos entra a los ojos, mientras tras el espesor de la vidriera que da a la calle pasan mujeres honradas del brazo de hombres honrados.
ROBERTO ARLT
ROBERTO ARLT
lunes, 16 de septiembre de 2013
El jorobadito (1933)
Los diversos y exagerados rumores desparramados con motivo de la conducta que observé en compañía de Rigoletto, el jorobadito, en la casa de la señora X, apartaron en su tiempo a mucha gente de mi lado.
Sin embargo, mis singularidades no me acarrearon mayores desventuras, de no perfeccionarlas estrangulando a Rigoletto. Retorcerle el pescuezo al jorobadito ha sido de mi parte un acto más ruinoso e imprudente para mis intereses, que atentar contra la existencia de un benefactor de la humanidad. Se ha echado sobre mí la policía, los jueces y los periódicos. Y ésta es la hora en que aún me pregunto (considerando los rigores de la justicia) si Rigoletto no estaba llamado a ser un capitán de hombres, un genio, o un filántropo. De otra forma no se explican las crueldades de la ley para vengar los fueros de un insigne piojoso, al cual, para pagarle de su insolencia, resultaran insuficientes todos los puntapiés que pudieran suministrarle en el trasero, una brigada de personas bien nacidas. No se me oculta que sucesos peores ocurren sobre el planeta, pero ésta no es una razón para que yo deje de mirar con angustia las leprosas paredes del calabozo donde estoy alojado a espera de un destino peor. Pero estaba escrito que de un deforme debían provenirme tantas dificultades. Recuerdo (y esto a vía de información para los aficionados a la teosofía y la metafísica) que desde mi tierna infancia me llamaron la atención los contrahechos. Los odiaba al tiempo que me atraían, como detesto y me llama la profundidad abierta bajo la balconada de un noveno piso, a cuyo barandal me he aproximado más de una vez con el corazón temblando de cautela y delicioso pavor. Y así como frente al vacío no puedo sustraerme al terror de imaginarme cayendo en el aire con el estómago contraído en la asfixia del desmoronamiento, en presencia de un deforme no puedo escapar al nauseoso pensamiento de imaginarme corcoveado, grotesco, espantoso, abandonado de todos, hospedado en una perrera, perseguido por traíllas de chicos feroces que me clavarían agujas en la giba... Es terrible..., sin contar que todos los contrahechos son seres perversos, endemoniados, protervos..., de manera que al estrangularlo a Rigoletto me creo con derecho a afirmar que le hice un inmenso favor a la sociedad, pues he librado a todos los corazones sensibles como el mío de un espectáculo pavoroso y repugnante. Sin añadir que el jorobadito era un hombre cruel. Tan cruel que yo me veía obligado a decirle todos los días: —Mirá, Rigoletto, no seas perverso. Prefiero cualquier cosa a verte pegándole con un látigo a una inocente cerda. ¿Qué te ha hecho la marrana? Nada. ¿No es cierto que no te ha hecho nada?... —¿Qué se le importa? —No te ha hecho nada, y vos contumaz, obstinado, cruel, desfogas tus furores en la pobre bestia... —Como me embrome mucho la voy a rociar de petróleo a la chancha y luego le prendo fuego. Después de pronunciar estas palabras, el jorobadito descargaba latigazos en el crinudo lomo de la bestia, rechinando los dientes como un demonio de teatro. Y yo le decía: —Te voy a retorcer el pescuezo, Rigoletto. Escuchá mis paternales advertencias, Rigoletto. Te conviene... Predicar en el desierto hubiera sido más eficaz. Se regocijaba en contravenir mis órdenes y en poner en todo momento en evidencia su temperamento sardónico y feroz. Inútil era que prometiera zurrarle la badana o hacerle salir la joroba por el pecho de un mal golpe. El continuaba observando una conducta impura. Volviendo a mi actual situación diré que si hay algo que me reprocho, es haber recaído en la ingenuidad de conversar semejantes minucias a los periodistas. Creía que las interpretarían, más heme aquí ahora abocado a mi reputación menoscabada, pues esa gentuza lo que menos ha escrito es que soy un demente, afirmando con toda seriedad que bajo la trabazón de mis actos se descubren las características de un cínico perverso. Ciertamente, que mi actitud en la casa de la señora X, en compañía del jorobadito, no ha sido la de un miembro inscripto en el almanaque de Gotha. No. Al menos no podría afirmarlo bajo mi palabra de honor. Pero de este extremo al otro, en el que me colocan mis irreductibles enemigos, media una igual distancia de mentira e incomprensión. Mis detractores aseguran que soy un canalla monstruoso, basando esta afirmación en mi jovialidad al comentar ciertos actos en los que he intervenido, como si la jovialidad no fuera precisamente la prueba de cuán excelentes son las condiciones de mi carácter y qué comprensivo y tierno al fin y al cabo. Por otra parte, si hubiera que tamizar mis actos, ese tamiz a emplearse debería llamarse Sufrimiento. Soy un hombre que ha padecido mucho. No negaré que dichos padecimientos han encontrado su origen en mi exceso de sensibilidad, tan agudizada que cuando me encontraba frente a alguien he creído percibir hasta el matiz del color que tenían sus pensamientos, y lo más grave es que no me he equivocado nunca. Por el alma del hombre he visto pasar el rojo del odio y el verde del amor, como a través de la cresta de una nube los rayos de luna más o menos empalidecidos por el espesor distinto de la masa acuosa. Y personas hubo que me han dicho: —¿Recuerda cuando usted, hace tres años, me dijo que yo pensaba en tal cosa? No se equivocaba.—He caminado así, entre hombres y mujeres, percibiendo los furores que encrespaban sus instintos y los deseos que envaraban sus intenciones, sorprendiendo siempre en las laterales luces de la pupila, en el temblor de los vértices de los labios y en el erizamiento casi invisible de la piel de los párpados, lo que anhelaban, retenían o sufrían. Y jamás estuve más solo que entonces, que cuando ellos y ellas eran transparentes para mí. De este modo, involuntariamente, fui descubriendo todo el sedimento de bajeza humana que encubren los actos aparentemente más leves, y hombres que eran buenos y perfectos para sus prójimos, fueron, para mí, lo que Cristo llamó sepulcros encalados. Lentamente se agrió mi natural bondad convirtiéndome en un sujeto taciturno e irónico. Pero me voy apartando, precisamente, de aquello a lo cual quiero aproximarme y es la relación del origen de mis desgracias. Mis dificultades nacen de haber conducido a la casa de la señora X al infame corcovado. En la casa de la señora X yo “hacía el novio” de una de las niñas. Es curioso. Fui atraído, insensiblemente, a la intimidad de esa familia por una hábil conducta de la señora X, que procedió con un determinado exquisito tacto y que consiste en negarnos un vaso de agua para poner a nuestro alcance, y como quien no quiere, un frasco de alcohol. Imagínense ustedes lo que ocurriría con un sediento. Oponiéndose en palabras a mis deseos. Incluso, hay testigos. Digo esto para descargo de mi conciencia. Más aún, en circunstancias en que nuestras relaciones hacían prever una ruptura, yo anticipé seguridades que escandalizaron a los amigos de la casa. Y es curioso. Hay muchas madres que adoptan este temperamento, en la relación que sus hijas tienen con los novios, de manera que el incauto —si en un incauto puede admitirse un minuto de lucidez— observa con terror que ha llevado las cosas mucho más lejos de lo que permitía la conveniencia social. Y ahora volvamos al jorobadito para deslindar responsabilidades. La primera vez que se presentó a visitarme en mi casa, lo hizo en casi completo estado de ebriedad, faltándole el respeto a una vieja criada que salió a recibirlo y gritando a voz en cuello de manera que hasta los viandantes que pasaban por la calle podían escucharle: —¿Y dónde está la banda de música con que debían festejar mi hermosa presencia? Y los esclavos que tienen que ungirme de aceite, ¿dónde se han metido? En lugar de recibirme jovencitos con orinales, me atiende una vieja desdentada y hedionda. ¿Y ésta es la casa en la cual usted vive?—Y observando las puertas recién pintadas, exclamó enfáticamente:—¡Pero esto no parece una casa de familia sino una ferretería! Es simplemente asqueroso. ¿Cómo no han tenido la precaución de perfumar la casa con esencia de nardo, sabiendo que iba a venir? ¿No se dan cuenta de la pestilencia de aguarrás que hay aquí? ¿Reparan ustedes en la catadura del insolente que se había posesionado de mi vida? Lo cual es grave, señores, muy grave. Estudiando el asunto recuerdo que conocí al contrahecho en un café; lo recuerdo perfectamente. Estaba yo sentado frente a una mesa, meditando, con la nariz metida en mi taza de café, cuando, al levantar la vista distinguí a un jorobadito que con los pies a dos cuartas del suelo y en mangas de camisa, observábame con toda atención, sentado del modo más indecoroso del mundo, pues había puesto la silla al revés y apoyaba sus brazos en el respaldo de ésta. Como hacía calor se había quitado el saco, y así descaradamente en cuerpo de camisa, giraba sus renegridos ojos saltones sobre los jugadores de billar. Era tan bajo que apenas si sus hombros se ponían a nivel con la tabla de la mesa. Y, como les contaba, alternaba la operación de contemplar la concurrencia, con la no menos importante de examinar su reloj pulsera, cual si la hora que éste marcara le importara mucho más que la señalada en el gigantesco reloj colgado de un muro del establecimiento. Pero, lo que causaba en él un efecto extraño, además de la consabida corcova, era la cabeza cuadrada y la cara larga y redonda, de modo que por el cráneo parecía un mulo y por el semblante un caballo. Me quedé un instante contemplando al jorobadito con la curiosidad de quien mira un sapo que ha brotado frente a él; y éste, sin ofenderse, me dijo: —Caballero, ¿será tan amable usted que me permita sus fósforos? Sonriendo, le alcancé mi caja; el contrahecho encendió su cigarro medio consumido y después de observarme largamente, dijo: —¡Qué buen mozo es usted! Seguramente que no deben faltarle novias. La lisonja halaga siempre aunque salga de la boca de un jorobado, y muy amablemente le contesté que sí, que tenía una muy hermosa novia, aunque no estaba muy seguro de ser querido por ella, a lo cual el desconocido, a quien bauticé en mi fuero interno con el nombre de Rigoletto, me contestó después de escuchar con sentenciosa atención mis palabras: —No sé por qué se me ocurre que usted es de la estofa con que se fabrican excelentes cornudos.—Y antes que tuviera tiempo de sobreponerme a la estupefacción que me produjo su extraordinaria insolencia, el cacaseno continuó:—Pues yo nunca he tenido novia, créalo, caballero... le digo la verdad... —No lo dudo— repliqué sonriendo ofensivamente—, no lo dudo... —De lo que me alegro, caballero, porque no me agradaría tener un incidente con usted... Mientras él hablaba yo vacilaba si levantarme y darle un puntapié en la cabeza o tirarle a la cara el contenido de mi pocillo de café, pero recapacitándolo me dije que de promoverse un altercado allí, el que llevaría todas las de perder era yo, y cuando me disponía a marcharme contra mi voluntad porque aquel sapo humano me atraía con la inmensidad de su desparpajo, él, obsequiándome con la más graciosa sonrisa de su repertorio que dejaba al descubierto su amarilla dentadura de jumento, dijo: —Este reloj pulsera me cuesta veinticinco pesos...; esta corbata es inarrugable y me cuesta ocho pesos...; ¿ve estos botines?, treinta y dos pesos, caballero. ¿Puede alguien decir que soy un pelafustán? ¡No, señor! ¿No es cierto? —¡Claro que sí! Guiñó arduamente los ojos durante un minuto, luego moviendo la cabeza como un osezno alegre, prosiguió interrogador y afirmativo simultáneamente: —Qué agradable es poder confesar sus intimidades en público, ¿no le parece, caballero? ¿Hay muchos en mi lugar que pueden sentarse impunemente a la mesa de un café y entablar una amable conversación con un desconocido como lo hago yo? No. Y, ¿por qué no hay muchos, puede contestarme? —No sé... —Porque mi semblante respira la santa honradez. Satisfechísimo de su conclusión, el bufoncillo se restregó las manos con satánico donaire, y echando complacidas miradas en redor prosiguió: —Soy más bueno que el pan francés y más arbitrario que una preñada de cinco meses. Basta mirarme para comprender de inmediato que soy uno de aquellos hombres que aparecen de tanto en tanto sobre el planeta como un consuelo que Dios ofrece a los hombres en pago de sus penurias, y aunque no creo en la santísima Virgen, la bondad fluye de mis palabras como la piel del Himeto. Mientras yo desencajaba los ojos asombrados, Rigoletto continuó: —Yo podría ser abogado ahora, pero como no he estudiado no lo soy. En mi familia fui profesional del betún. —¿Del betún? —Sí, lustrador de botas..., lo cual me honra, porque yo solo he escalado la posición que ocupo. ¿O le molesta que haya sido profesional? ¿Acaso no se dice “técnico de calzado” el último remendón de portal, y “experto en cabellos y sus derivados” el rapabarbas, y profesor de baile el cafishio profesional?... Indudablemente, era aquél el pillete más divertido que había encontrado en mi vida. —¿Y ahora qué hace usted? —Levanto quinielas entre mis favorecedores, señor. No dudo que usted será mi cliente. Pida informes... —No hace falta... —¿Quiere fumar usted, caballero? —¡Cómo no! Después que encendí el cigarro que él me hubo ofrecido, Rigoletto apoyó el corto brazo en mi mesa y di jo: —Yo soy enemigo de contraer amistades nuevas porque la gente generalmente carece de tacto y educación, pero usted me convence.... me parece una persona muy de bien y quiero ser su amigo—dicho lo cual, y ustedes no lo creerán, el corcovado abandonó su silla y se instaló en mi mesa. Ahora no dudarán ustedes de que Rigoletto era el ente más descarado de su especie, y ello me divirtió a punto tal que no pude menos de pasar el brazo por encima de la mesa y darle dos palmadas amistosas en la giba. Quedóse el contrahecho mirándome gravemente un instante; luego lo pensó mejor, y sonriendo, agregó: —¡Que le aproveche, caballero, porque a mí no me ha dado ninguna suerte! Siempre dudé que mi novia me quisiera con la misma fuerza de enamoramiento que a mí me hacía pensar en ella durante todo el día, como en una imagen sobrenatural. Por momentos la sentía implantada en mi existencia semejante a un peñasco en el centro de un río. Y esta sensación de ser la corriente dividida en dos ondas cada día más pequeñas por el crecimiento del peñasco, resumía mi deleite de enamoramiento y anulación. ¿Comprenden ustedes? La vida que corre en nosotros se corta en dos raudales al llegar a su imagen, y como la corriente no puede destruir la roca, terminamos anhelando el peñasco que aja nuestro movimiento y permanece inmutable. Naturalmente, ella desde el primer día que nos tratamos, me hizo experimentar con su frialdad sonriente el peso de su autoridad. Sin poder concretar en qué consistía el dominio que ejercía sobre mí, éste se traducía como la presión de una atmósfera sobre mi pasión. Frente a ella me sentía ridículo, inferior sin saber precisar en qué podía consistir cualquiera de ambas cosas. De más está decir que nunca me atreví a besarla, porque se me ocurría que ella podía considerar un ultraje mi caricia. Eso sí, me era más fácil imaginármela entregada a las caricias de otro, aunque ahora se me ocurre que esa imaginación pervertida era la consecuencia de mi conducta imbécil para con ella. En tanto, mediante esas curiosas transmutaciones que obra a veces la alquimia de las pasiones, comencé a odiarla rabiosamente a la madre, responsabilizándola también, ignoro por qué, de aquella situación absurda en que me encontraba. Si yo estaba de novio en aquella casa debíase a las arterias de la maldita vieja, y llegó a producirse en poco tiempo una de las situaciones más raras de que haya oído hablar, pues me retenía en la casa, junto a mi novia, no el amor a ella, sino el odio al alma taciturna y violenta que envasaba la madre silenciosa, pesando a todas horas cuántas probabilidades existían en el presente de que me casara o no con su hija. Ahora estaba aferrado al semblante de la madre como a una mala injuria inolvidable o a una humillación atroz. Me olvidaba de la muchacha que estaba a mi lado para entretenerme en estudiar el rostro de la anciana, abotagado por el relajamiento de la red muscular, terroso, inmóvil por momentos como si estuviera tallado en plata sucia, y con ojos negros, vivos e insolentes. Las mejillas estaban surcadas por gruesas arrugas amarillas, y cuando aquel rostro estaba inmóvil y grave, con los ojos desviados de los míos, por ejemplo, detenidos en el plafón de la sala, emanaba de esa figura envuelta en ropas negras tal implacable voluntad, que el tono de la voz, enérgico y recio, lo que hacía era sólo afirmarla. Yo tuve la sensación, en un momento dado, que esa mujer me aborrecía, porque la intimidad, a la cual ella “involuntariamente” me había arrastrado, no aseguraba en su interior las ilusiones que un día se había hecho respecto a mí. Y a medida que el odio crecía, y lanzaba en su interior furiosas voces, la señora X era más amable conmigo, se interesaba por mi salud, siempre precaria, tenía conmigo esas atenciones que las mujeres que han sido un poco sensuales gastan con sus hijos varones, y como una monstruosa araña iba tejiendo en redor de mi responsabilidad una fina tela de obligaciones. Sólo sus ojos negros e insolentes me espiaban de continuo, revisándome el alma y sopesando mis intenciones. A veces, cuando la incertidumbre se le hacía insoportable, estallaba casi en estas indirectas: —Las amigas no hacen sino preguntarme cuándo se casan ustedes, y yo ¿qué les voy a contestar? Que pronto.—O si no:— Sería conveniente, no le parece a usted, que la “nena” fuera preparando su ajuar. Cuando la señora X pronunciaba estas palabras, me miraba fijamente para descubrir si en un parpadeo o en un involuntario temblor de un nervio facial se revelaba mi intención de no cumplir con el compromiso, al cual ella me había arrastrado con su conducta habilísima. Aunque tenía la seguridad de que le daría una sorpresa desagradable, fingía estar segura de mi “decencia de caballero”, mas el esfuerzo que tenía que efectuar para revestirse de esa apariencia de tranquilidad, ponía en el timbre de su voz una violencia meliflua, violencia que imprimía a las palabras una velocidad de cuchicheo, como quien os confía apuradamente un secreto, acompañando la voz con una inclinación de cabeza sobre el hombro derecho, mientras que la lengua humedecía los labios resecos por ese instinto animal que la impulsaba a desear matarme o hacerme víctima de una venganza atroz. Además de voluntariosa, carecía de escrúpulos, pues fingía articular con mis ideas, que le eran odiosas en el más amplio sentido de la palabra. Y aunque aparentemente resulte ridículo que dos personas se odien en la divergencia de un pensamiento, no lo es, porque en el subconsciente de cada hombre y de cada mujer donde se almacena el rencor, cuando no es posible otro escape, el odio se descarga como por una válvula psíquica en la oposición de las ideas. Por ejemplo, ella, que odiaba a los bolcheviques, me escuchaba deferentemente cuando yo hablaba de las rencillas de Trotsky y Stalin, y hasta llegó al extremo de fingir interesarse por Lenin, ella, ella que se entusiasmaba ardientemente con los más groseros figurones de nuestra política conservadora. Acomodaticia y flexible, su aprobación a mis ideas era una injuria, me sentía empequeñecido y denigrado frente a una mujer que si yo hubiera afirmado que el día era noche, me contestara: —Efectivamente, no me fijé que el sol hace rato que se ha puesto. Sintetizando, ella deseaba que me casara de una vez. Luego se encargaría de darme con las puertas en las narices y de resarcirse de todas las dudas en que la había mantenido sumergida mi noviazgo eterno. En tanto la malla de la red se iba ajustando cada vez más a mi organismo. Me sentía amarrado por invisibles cordeles. Día tras día la señora X agregaba un nudo más a su tejido, y mi tristeza crecía como si ante mis ojos estuvieran serruchando las tablas del ataúd que me iban a sumergir en la nada. Sabía que en la casa, lo poco bueno que persistía en mí iba a naufragar si yo aceptaba la situación que traía aparejada el compromiso. Ellas, la madre y la hija, me atraían a sus preocupaciones mezquinas, a su vida sórdida, sin ideales, una existencia gris, la verdadera noria de nuestro lenguaje popular, en el que la personalidad a medida que pasan los días se va desintegrando bajo el peso de las obligaciones económicas, que tienen la virtud de convertirlo a un hombre en uno de esos autómatas con cuello postizo, a quienes la mujer y la suegra retan a cada instante porque no trajo más dinero o no llegó a la hora establecida. Hace mucho tiempo que he comprendido que no he nacido para semejante esclavitud. Admito que es más probable que mi destino me lleve a dormir junto a los rieles de un ferrocarril, en medio del campo verde, que a acarretillar un cochecito con toldo de hule, donde duerme un muñeco que al decir de la gente “debe enorgullecerme de ser padre”. Yo no he podido concebir jamás ese orgullo, y sí experimento un sentimiento de verguenza y de lástima cuando un buen señor se entusiasma frente a mí con el pretexto de que su esposa lo ha hecho “padre de familia”. Hasta muchas veces me he dicho que esa gente que así procede son simuladores de alegría o unos perfectos estúpidos. Porque en vez de felicitarnos del nacimiento de una criatura debíamos llorar de haber provocado la aparición en este mundo de un mísero y débil cuerpo humano, que a través de los años sufrirá incontables horas de dolor y escasísimos minutos de alegría. Y mientras la “deliciosa criatura” con la cabeza tiesa junto a mi hombro soñaba con un futuro sonrosado, yo, con los ojos perdidos en la triangular verdura de un ciprés cercano, pensaba con qué hoja cortante desgarrar la tela de la red, cuyas células a medida que crecía se hacían más pequeñas y densas. Sin embargo, no encontraba un filo lo suficientemente agudo para desgarrar definitivamente la malla, hasta que conocí al corcovado. En esas circunstancias se me ocurrió la “idea”—idea que fue pequeñita al principio como la raíz de una hierba, pero que en el transcurso de los días se bifurcó en mi cerebro, dilatándose, afianzando sus fibromas entre las células más remotas—y aunque no se me ocultaba que era ésa una “idea” extraña, fui familiarizándome con su contextura, de modo que a los pocos días ya estaba acostumbrado a ella y no faltaba sino llevarla a la práctica. Esa idea, semidiabólica por su naturaleza, consistía en conducir a la casa de mi novia al insolente jorobadito, previo acuerdo con él, y promover un escándalo singular, de consecuencias irreparables. Buscando un motivo mediante el cual podría provocar una ruptura, reparé en una ofensa que podría inferirle a mi novia, sumamente curiosa, la cual consistía: Bajo la apariencia de una conmiseración elevada a su más pura violencia y expresión, el primer beso que ella aún no me había dado a mí, tendría que dárselo al repugnante corcovado que jamás había sido amado, que jamás conoció la piedad angélica ni la belleza terrestre. Familiarizado, como les cuento, con mi “idea”, si a algo tan magnífico se puede llamar idea, me dirigí al café en busca de Rigoletto. Después que se hubo sentado a mi lado, le dije: —Querido amigo: muchas veces he pensado que ninguna mujer lo ha besado ni lo besará. ¡No me interrumpa! Yo la quiero mucho a mi novia, pero dudo que me corresponda de corazón. Y tanto la quiero que para que se dé cuenta de mi cariño le diré que nunca la he besado. Ahora bien: yo quiero que ella me dé una prueba de su amor hacia mí... y esa prueba consistirá en que lo bese a usted. ¿Está conforme? Respingó el corcovado en su silla; luego con tono enfático me replicó: —¿Y quién me indemniza a mí, caballero, del mal rato que voy a pasar? —¿Cómo, mal rato? —¡Naturalmente! ¿O usted se cree que yo puedo prestarme por ser jorobado a farsas tan innobles? Usted me va a llevar a la casa de su novia y como quien presenta un monstruo, le dirá: “Querida, te presento al dromedario”. —¡Yo no la tuteo a mi novia! —Para el caso es lo mismo. Y yo en tanto, ¿qué voy a quedarme haciendo, caballero? ¿Abriendo la boca como un imbécil, mientras disputan sus tonterías? ¡No, señor; muchas gracias! Gracias por su buena intención, como le decía la liebre al cazador. Además, que usted me dijo que nunca la había besado a su novia. —Y eso, ¿qué tiene que ver? —¡Claro! ¿Usted sabe acaso si a mí me gusta que me besen? Puede no gustarme. Y si no me gusta, ¿por qué usted quiere obligarme? ¿O es que usted se cree que porque soy corcovado no tengo sentimientos humanos? La resistencia de Rigoletto me enardeció. Violentamente, le dije: —Pero ¿no se da cuenta de que es usted, con su joroba y figura desgraciadas, el que me sugirió este admirable proyecto? ¡Piense, infeliz! Si mi novia consiente, le quedará a usted un recuerdo espléndido. Podrá decir por todas partes que ha conocido a la criatura más adorable de la tierra. ¿No se da cuenta? Su primer beso habrá sido para usted. —¿Y quién le dice a usted que ése sea el primer beso que haya dado? Durante un instante me quedé inmóvil; luego, obcecado por ese frenesí que violentaba toda mi vida hacia la ejecución de la “idea”, le respondí: —Y a vos, Rigoletto, ¿qué se te importa? —¡No me llame Rigoletto! Yo no le he dado tanta confianza para que me ponga sobrenombres. —Pero ¿sabés que sos el contrahecho más insolente que he conocido? Amainó el jorobadito y ya dijo: —¿Y si me ultrajara de palabra o de hecho? —¡No seas ridículo, Rigoletto! ¿Quién te va a ultrajar? ¡Si vos sos un bufón! ¿No te das cuenta? ¡Sos un bufón y un parásito! ¿Para qué hacés entonces la comedia de la dignidad? —¡Rotundamente protesto, caballero! —Protestá todo lo que quieras, pero escucháme. Sos un desvergonzado parásito. Creo que me expreso con suficiente claridad ¿no? Les chupás la sangre a todos los clientes del café que tienen la imprudencia de escuchar tus melifluas palabras. Indudablemente no se encuentra en todo Buenos Aires un cínico de tu estampa y calibre. ¿Con qué derecho, entonces, pretendés que te indemnicen si a vos te indemniza mi tontería de llevarte a una casa donde no sos digno de barrer el zaguán? ¡Qué más indemnización querés que el beso que ella, santamente, te dará, insensible a tu cara, el mapa de la desverguenza! —¡No me ultraje! —Bueno, Rigoletto, ¿aceptás o no aceptás? —¿Y si ella se niega a dármelo o quedo desairado?... —Te daré veinte pesos. —¿Y cuándo vamos a ir? —Mañana. Cortáte el pelo, limpiáte las uñas... —Bueno..., présteme cinco pesos... —Tomá diez. A las nueve de la noche salí con Rigoletto en dirección a la casa de mi novia. El giboso se había perfumado endiabladamente y estrenaba una corbata plastrón de color violeta. La noche se presentaba sombría con sus ráfagas de viento encallejonadas en las bocacalles, y en el confín, tristemente iluminado por oscilantes lunas eléctricas, se veían deslizarse vertiginosas cordilleras de nubes. Yo estaba malhumorado, triste. Tan apresuradamente caminaba que el cojo casi corría tras de mí, y a momentos tomándome del borde del saco, me decía con tono lastimero: —¡Pero usted quiere reventarme! ¿Qué le pasa a usted? Y de tal manera crecía mi enfurecimiento que de no necesitarlo a Rigoletto lo hubiera arrojado de un puntapié al medio de la calzada. ¡Y cómo soplaba el viento! No se veía alma viviente por las calles, y una claridad espectral caída del segundo cielo que contenían las combadas nubes, hacía más nítidos los contornos de las fachadas y sus cresterías funerarias. No había quedado un trozo de papel por los suelos. Parecía que la ciudad había sido borrada por una tropa de espectros. Y a pesar de encontrarme en ella, creía estar perdido en un bosque. El viento doblaba violentamente la copa de los árboles, pero el maldito corcovado me perseguía en mi carrera, como si no quisiera perderme, semejante a mi genio malo, semejante a lo malvado de mí mismo que para concretarse se hubiera revestido con la figura abominable del giboso. Y yo estaba triste. Enormemente triste, como no se lo imaginan ustedes. Comprendía que le iba a inferir un atroz ultraje a la fría calculadora; comprendía que ese acto me separaría para siempre de ella, lo cual no obstaba para que me dijera a medida que cruzaba las aceras desiertas: —Si Rigoletto fuera mi hermano, no hubiera procedido lo mismo. —Y comprendía que sí, que si Rigoletto hubiera sido mi hermano, yo toda la vida lo hubiera compadecido con angustia enorme. Por su aislamiento, por su falta de amor que le hiciera tolerable los días colmados por los ultrajes de todas las miradas. Y me añadía que la mujer que me hubiera querido debía primero haberlo amado a él. De pronto me detuve ante un zaguán iluminado: —Aquí es. Mi corazón latía fuertemente. Rigoletto atiesó el pescuezo y, empinado sobre la punta de sus pies, al tiempo que se arreglaba el moño de la corbata, me dijo: —¡Acuérdese! ¡Usted es el único culpable! ¡Que el pecado... ! Fina y alta, apareció mi novia en la sala dorada. Aunque sonreía, su mirada me escudriñaba con la misma serenidad con que me examinó la primera vez cuando le dije: “¿me permite una palabra, señorita?”, y esta contradicción entte la sonrisa de su carne (pues es la carne la que hace ese movimiento delicioso que llamamos sonrisa) y la fría expectativa de su inteligencia discerniéndome mediante los ojos, era la que siempre me causaba la extraña impresión. Avanzó cordialmente a mi encuentro, pero al descubrir al contrahecho, se detuvo asombrada, interrogándonos a los dos con la mirada. —Elsa, le voy a presentar a mi amigo Rigoletto. —¡No me ultraje, caballero! ¡Usted bien sabe que no me llamo Rigoletto! —¡A ver si te callás! Elsa detuvo la sonrisa. Mirábame seriamente, como si yo estuviera en trance de convertirme en un desconocido para ella. Señalándole una butaca dorada le dije al contrahecho: —Sentáte allí y no te muevas. Quedóse el giboso con los pies a dos cuartas del suelo y el sombrero de paja sobre las rodillas y con su carota atezada parecía un ridículo ídolo chino. Elsa contemplaba estupefacta al absurdo personaje. Me sentí súbitamente calmado. —Elsa—le dije—, Elsa, yo dudo de su amor. No se preocupe por ese repugnante canalla que nos escucha. Oigame: yo dudo... no sé por qué..., pero dudo de que usted me quiera. Es triste eso..., créalo... Demuéstreme, déme una prueba de que me quiere, y seré toda la vida su esclavo. Naturalmente, yo no estaba seguro de lo que quería expresar “toda la vida”, pero tanto me agradó la frase que insistí: —Sí, su esclavo para toda la vida. No crea que he bebido. Sienta el olor de mi aliento. Elsa retrocedió a medida que yo me acercaba a ella, y en ese momento, ¿saben ustedes lo que se le ocurre al maldito cojo? Pues: tocar una marcha militar con el nudillo de sus dedos en la copa del sombrero. Me volví al cojo y después de conminarle silencio, me expliqué: —Vea, Elsa, y la única prueba de amor es que le dé un beso a Rigoletto. Los ojos de la doncella se llenaron de una claridad sombría. Caviló un instante; luego, sin cólera en la voz, me dijo muy lentamente: —¡Retírese! —¡Pero! ... —¡Retírese, por favor...; váyase!... Yo me inclino a creer que el asunto hubiera tenido compostura, créanlo..., pero aquí ocurrió algo curioso, y es que Rigoletto, que hasta entonces había guardado silencio, se levantó exclamando: —¡No le permito esa insolencia, señorita..., no le permito que lo trate así a mi noble amigo! Usted no tiene corazón para la desgracia ajena. ¡Corazón de peñasco, es indigna de ser la novia de mi amigo! Más tarde mucha gente creyó que lo que ocurrió fue una comedia preparada. Y la prueba de que yo ignoraba lo que iba a ocurrir, es que al escuchar los despropósitos del contrahecho me desplomé en un sofá riéndome a gritos, mientras que el giboso, con el semblante congestionado, t ieso en el cent ro de la sala, con su brac i to extend ido , vociferaba: —¡Por qué usted le dijo a mi amigo que un beso no se pide..., se da! ¿Son conversaciones esas adecuadas para una que presume de señorita como usted? ¿No le da a usted verguenza? Descompuesto de risa, sólo atiné a decir: —¡Calláte, Rigoletto; calláte!... El corcovado se volvió enfático: —¡Permítame, caballero...; no necesito que me dé lecciones de urbanidad!—Y volviéndose a Elsa, que roja de verguenza había retrocedido hasta la puerta de la sala, le dijo:—¡Señorita... la conmino a que me dé un beso! E1 límite de resistencia de las personas es variable. Elsa huyó arrojando grandes gritos y en menos tiempo del que podía esperarse aparecieron en la sala su padre y su madre, la última con una servilleta en la mano. ¿Ustedes creen que el cojo se amilanó? Nada de eso. Colocado en medio de la sala, gritó estentóreamente: —¡Ustedes no tienen nada que hacer aquí! ¡Yo he venido en cumplimiento de una alta misión filantrópica! ... ¡No se acerquen!—Y antes de que ellos tuvieran tiempo de avanzar para arrojarlo por la ventana, el corcovado desenfundó un revólver, encañonándolos. Se espantaron porque creyeron que estaba loco, y cuando los vi así inmovilizados por el miedo, quedéme a la expectativa, como quien no tuviera nada que hacer en tal asunto, pues ahora la insolencia de Rigoletto parecíame de lo más extraordinaria y pintoresca. Este, dándose cuenta del efecto causado, se envalentonó: —¡Yo he venido a cumplir una alta misión filantrópica! Y es necesario que Elsa me dé un beso para que yo le perdone a la humanidad mi corcova. A cuenta del beso, sírvanme un té con coñac. ¡Es una verguenza cómo ustedes atienden a las visitas! ¡No tuerza la nariz, señora, que para eso me he perfumado! ¡Y tráigame el té! ¡Ah, inefable Rigoletto! Dicen que estoy loco, pero jamás un cuerdo se ha reído con tus insolencias como yo, que no estaba en mis cabales. —Lo haré meter preso... —Usted ignora las más elementales reglas de cortesía—insistía el corcovado—. Ustedes están obligados a atenderme como a un caballero. E1 hecho de ser jorobado no los autoriza a despreciarme. Yo he venido para cumplir una alta misión filantrópica. La novia de mi amigo está obligada a darme un beso. Y no lo rechazo. Lo acepto. Comprendo que debo aceptarlo como una reparación que me debe la sociedad, y no me niego a recibirlo. Indudablemente... si allí había un loco, era Rigoletto, no les quede la menor duda, señores. Continuó él: —Caballero... yo soy... Un vigilante tras otro entraron en la sala. No recuerdo nada más Dicen los periódicos que me desvanecí al verlos entrar. Es posible. ¿Y ahora se dan cuenta por qué el hi jo del diablo, el maldito jorobado, castigaba a la marrana todas las tardes y por qué yo he terminado estrangulándole?
Robert Arlt
Sin embargo, mis singularidades no me acarrearon mayores desventuras, de no perfeccionarlas estrangulando a Rigoletto. Retorcerle el pescuezo al jorobadito ha sido de mi parte un acto más ruinoso e imprudente para mis intereses, que atentar contra la existencia de un benefactor de la humanidad. Se ha echado sobre mí la policía, los jueces y los periódicos. Y ésta es la hora en que aún me pregunto (considerando los rigores de la justicia) si Rigoletto no estaba llamado a ser un capitán de hombres, un genio, o un filántropo. De otra forma no se explican las crueldades de la ley para vengar los fueros de un insigne piojoso, al cual, para pagarle de su insolencia, resultaran insuficientes todos los puntapiés que pudieran suministrarle en el trasero, una brigada de personas bien nacidas. No se me oculta que sucesos peores ocurren sobre el planeta, pero ésta no es una razón para que yo deje de mirar con angustia las leprosas paredes del calabozo donde estoy alojado a espera de un destino peor. Pero estaba escrito que de un deforme debían provenirme tantas dificultades. Recuerdo (y esto a vía de información para los aficionados a la teosofía y la metafísica) que desde mi tierna infancia me llamaron la atención los contrahechos. Los odiaba al tiempo que me atraían, como detesto y me llama la profundidad abierta bajo la balconada de un noveno piso, a cuyo barandal me he aproximado más de una vez con el corazón temblando de cautela y delicioso pavor. Y así como frente al vacío no puedo sustraerme al terror de imaginarme cayendo en el aire con el estómago contraído en la asfixia del desmoronamiento, en presencia de un deforme no puedo escapar al nauseoso pensamiento de imaginarme corcoveado, grotesco, espantoso, abandonado de todos, hospedado en una perrera, perseguido por traíllas de chicos feroces que me clavarían agujas en la giba... Es terrible..., sin contar que todos los contrahechos son seres perversos, endemoniados, protervos..., de manera que al estrangularlo a Rigoletto me creo con derecho a afirmar que le hice un inmenso favor a la sociedad, pues he librado a todos los corazones sensibles como el mío de un espectáculo pavoroso y repugnante. Sin añadir que el jorobadito era un hombre cruel. Tan cruel que yo me veía obligado a decirle todos los días: —Mirá, Rigoletto, no seas perverso. Prefiero cualquier cosa a verte pegándole con un látigo a una inocente cerda. ¿Qué te ha hecho la marrana? Nada. ¿No es cierto que no te ha hecho nada?... —¿Qué se le importa? —No te ha hecho nada, y vos contumaz, obstinado, cruel, desfogas tus furores en la pobre bestia... —Como me embrome mucho la voy a rociar de petróleo a la chancha y luego le prendo fuego. Después de pronunciar estas palabras, el jorobadito descargaba latigazos en el crinudo lomo de la bestia, rechinando los dientes como un demonio de teatro. Y yo le decía: —Te voy a retorcer el pescuezo, Rigoletto. Escuchá mis paternales advertencias, Rigoletto. Te conviene... Predicar en el desierto hubiera sido más eficaz. Se regocijaba en contravenir mis órdenes y en poner en todo momento en evidencia su temperamento sardónico y feroz. Inútil era que prometiera zurrarle la badana o hacerle salir la joroba por el pecho de un mal golpe. El continuaba observando una conducta impura. Volviendo a mi actual situación diré que si hay algo que me reprocho, es haber recaído en la ingenuidad de conversar semejantes minucias a los periodistas. Creía que las interpretarían, más heme aquí ahora abocado a mi reputación menoscabada, pues esa gentuza lo que menos ha escrito es que soy un demente, afirmando con toda seriedad que bajo la trabazón de mis actos se descubren las características de un cínico perverso. Ciertamente, que mi actitud en la casa de la señora X, en compañía del jorobadito, no ha sido la de un miembro inscripto en el almanaque de Gotha. No. Al menos no podría afirmarlo bajo mi palabra de honor. Pero de este extremo al otro, en el que me colocan mis irreductibles enemigos, media una igual distancia de mentira e incomprensión. Mis detractores aseguran que soy un canalla monstruoso, basando esta afirmación en mi jovialidad al comentar ciertos actos en los que he intervenido, como si la jovialidad no fuera precisamente la prueba de cuán excelentes son las condiciones de mi carácter y qué comprensivo y tierno al fin y al cabo. Por otra parte, si hubiera que tamizar mis actos, ese tamiz a emplearse debería llamarse Sufrimiento. Soy un hombre que ha padecido mucho. No negaré que dichos padecimientos han encontrado su origen en mi exceso de sensibilidad, tan agudizada que cuando me encontraba frente a alguien he creído percibir hasta el matiz del color que tenían sus pensamientos, y lo más grave es que no me he equivocado nunca. Por el alma del hombre he visto pasar el rojo del odio y el verde del amor, como a través de la cresta de una nube los rayos de luna más o menos empalidecidos por el espesor distinto de la masa acuosa. Y personas hubo que me han dicho: —¿Recuerda cuando usted, hace tres años, me dijo que yo pensaba en tal cosa? No se equivocaba.—He caminado así, entre hombres y mujeres, percibiendo los furores que encrespaban sus instintos y los deseos que envaraban sus intenciones, sorprendiendo siempre en las laterales luces de la pupila, en el temblor de los vértices de los labios y en el erizamiento casi invisible de la piel de los párpados, lo que anhelaban, retenían o sufrían. Y jamás estuve más solo que entonces, que cuando ellos y ellas eran transparentes para mí. De este modo, involuntariamente, fui descubriendo todo el sedimento de bajeza humana que encubren los actos aparentemente más leves, y hombres que eran buenos y perfectos para sus prójimos, fueron, para mí, lo que Cristo llamó sepulcros encalados. Lentamente se agrió mi natural bondad convirtiéndome en un sujeto taciturno e irónico. Pero me voy apartando, precisamente, de aquello a lo cual quiero aproximarme y es la relación del origen de mis desgracias. Mis dificultades nacen de haber conducido a la casa de la señora X al infame corcovado. En la casa de la señora X yo “hacía el novio” de una de las niñas. Es curioso. Fui atraído, insensiblemente, a la intimidad de esa familia por una hábil conducta de la señora X, que procedió con un determinado exquisito tacto y que consiste en negarnos un vaso de agua para poner a nuestro alcance, y como quien no quiere, un frasco de alcohol. Imagínense ustedes lo que ocurriría con un sediento. Oponiéndose en palabras a mis deseos. Incluso, hay testigos. Digo esto para descargo de mi conciencia. Más aún, en circunstancias en que nuestras relaciones hacían prever una ruptura, yo anticipé seguridades que escandalizaron a los amigos de la casa. Y es curioso. Hay muchas madres que adoptan este temperamento, en la relación que sus hijas tienen con los novios, de manera que el incauto —si en un incauto puede admitirse un minuto de lucidez— observa con terror que ha llevado las cosas mucho más lejos de lo que permitía la conveniencia social. Y ahora volvamos al jorobadito para deslindar responsabilidades. La primera vez que se presentó a visitarme en mi casa, lo hizo en casi completo estado de ebriedad, faltándole el respeto a una vieja criada que salió a recibirlo y gritando a voz en cuello de manera que hasta los viandantes que pasaban por la calle podían escucharle: —¿Y dónde está la banda de música con que debían festejar mi hermosa presencia? Y los esclavos que tienen que ungirme de aceite, ¿dónde se han metido? En lugar de recibirme jovencitos con orinales, me atiende una vieja desdentada y hedionda. ¿Y ésta es la casa en la cual usted vive?—Y observando las puertas recién pintadas, exclamó enfáticamente:—¡Pero esto no parece una casa de familia sino una ferretería! Es simplemente asqueroso. ¿Cómo no han tenido la precaución de perfumar la casa con esencia de nardo, sabiendo que iba a venir? ¿No se dan cuenta de la pestilencia de aguarrás que hay aquí? ¿Reparan ustedes en la catadura del insolente que se había posesionado de mi vida? Lo cual es grave, señores, muy grave. Estudiando el asunto recuerdo que conocí al contrahecho en un café; lo recuerdo perfectamente. Estaba yo sentado frente a una mesa, meditando, con la nariz metida en mi taza de café, cuando, al levantar la vista distinguí a un jorobadito que con los pies a dos cuartas del suelo y en mangas de camisa, observábame con toda atención, sentado del modo más indecoroso del mundo, pues había puesto la silla al revés y apoyaba sus brazos en el respaldo de ésta. Como hacía calor se había quitado el saco, y así descaradamente en cuerpo de camisa, giraba sus renegridos ojos saltones sobre los jugadores de billar. Era tan bajo que apenas si sus hombros se ponían a nivel con la tabla de la mesa. Y, como les contaba, alternaba la operación de contemplar la concurrencia, con la no menos importante de examinar su reloj pulsera, cual si la hora que éste marcara le importara mucho más que la señalada en el gigantesco reloj colgado de un muro del establecimiento. Pero, lo que causaba en él un efecto extraño, además de la consabida corcova, era la cabeza cuadrada y la cara larga y redonda, de modo que por el cráneo parecía un mulo y por el semblante un caballo. Me quedé un instante contemplando al jorobadito con la curiosidad de quien mira un sapo que ha brotado frente a él; y éste, sin ofenderse, me dijo: —Caballero, ¿será tan amable usted que me permita sus fósforos? Sonriendo, le alcancé mi caja; el contrahecho encendió su cigarro medio consumido y después de observarme largamente, dijo: —¡Qué buen mozo es usted! Seguramente que no deben faltarle novias. La lisonja halaga siempre aunque salga de la boca de un jorobado, y muy amablemente le contesté que sí, que tenía una muy hermosa novia, aunque no estaba muy seguro de ser querido por ella, a lo cual el desconocido, a quien bauticé en mi fuero interno con el nombre de Rigoletto, me contestó después de escuchar con sentenciosa atención mis palabras: —No sé por qué se me ocurre que usted es de la estofa con que se fabrican excelentes cornudos.—Y antes que tuviera tiempo de sobreponerme a la estupefacción que me produjo su extraordinaria insolencia, el cacaseno continuó:—Pues yo nunca he tenido novia, créalo, caballero... le digo la verdad... —No lo dudo— repliqué sonriendo ofensivamente—, no lo dudo... —De lo que me alegro, caballero, porque no me agradaría tener un incidente con usted... Mientras él hablaba yo vacilaba si levantarme y darle un puntapié en la cabeza o tirarle a la cara el contenido de mi pocillo de café, pero recapacitándolo me dije que de promoverse un altercado allí, el que llevaría todas las de perder era yo, y cuando me disponía a marcharme contra mi voluntad porque aquel sapo humano me atraía con la inmensidad de su desparpajo, él, obsequiándome con la más graciosa sonrisa de su repertorio que dejaba al descubierto su amarilla dentadura de jumento, dijo: —Este reloj pulsera me cuesta veinticinco pesos...; esta corbata es inarrugable y me cuesta ocho pesos...; ¿ve estos botines?, treinta y dos pesos, caballero. ¿Puede alguien decir que soy un pelafustán? ¡No, señor! ¿No es cierto? —¡Claro que sí! Guiñó arduamente los ojos durante un minuto, luego moviendo la cabeza como un osezno alegre, prosiguió interrogador y afirmativo simultáneamente: —Qué agradable es poder confesar sus intimidades en público, ¿no le parece, caballero? ¿Hay muchos en mi lugar que pueden sentarse impunemente a la mesa de un café y entablar una amable conversación con un desconocido como lo hago yo? No. Y, ¿por qué no hay muchos, puede contestarme? —No sé... —Porque mi semblante respira la santa honradez. Satisfechísimo de su conclusión, el bufoncillo se restregó las manos con satánico donaire, y echando complacidas miradas en redor prosiguió: —Soy más bueno que el pan francés y más arbitrario que una preñada de cinco meses. Basta mirarme para comprender de inmediato que soy uno de aquellos hombres que aparecen de tanto en tanto sobre el planeta como un consuelo que Dios ofrece a los hombres en pago de sus penurias, y aunque no creo en la santísima Virgen, la bondad fluye de mis palabras como la piel del Himeto. Mientras yo desencajaba los ojos asombrados, Rigoletto continuó: —Yo podría ser abogado ahora, pero como no he estudiado no lo soy. En mi familia fui profesional del betún. —¿Del betún? —Sí, lustrador de botas..., lo cual me honra, porque yo solo he escalado la posición que ocupo. ¿O le molesta que haya sido profesional? ¿Acaso no se dice “técnico de calzado” el último remendón de portal, y “experto en cabellos y sus derivados” el rapabarbas, y profesor de baile el cafishio profesional?... Indudablemente, era aquél el pillete más divertido que había encontrado en mi vida. —¿Y ahora qué hace usted? —Levanto quinielas entre mis favorecedores, señor. No dudo que usted será mi cliente. Pida informes... —No hace falta... —¿Quiere fumar usted, caballero? —¡Cómo no! Después que encendí el cigarro que él me hubo ofrecido, Rigoletto apoyó el corto brazo en mi mesa y di jo: —Yo soy enemigo de contraer amistades nuevas porque la gente generalmente carece de tacto y educación, pero usted me convence.... me parece una persona muy de bien y quiero ser su amigo—dicho lo cual, y ustedes no lo creerán, el corcovado abandonó su silla y se instaló en mi mesa. Ahora no dudarán ustedes de que Rigoletto era el ente más descarado de su especie, y ello me divirtió a punto tal que no pude menos de pasar el brazo por encima de la mesa y darle dos palmadas amistosas en la giba. Quedóse el contrahecho mirándome gravemente un instante; luego lo pensó mejor, y sonriendo, agregó: —¡Que le aproveche, caballero, porque a mí no me ha dado ninguna suerte! Siempre dudé que mi novia me quisiera con la misma fuerza de enamoramiento que a mí me hacía pensar en ella durante todo el día, como en una imagen sobrenatural. Por momentos la sentía implantada en mi existencia semejante a un peñasco en el centro de un río. Y esta sensación de ser la corriente dividida en dos ondas cada día más pequeñas por el crecimiento del peñasco, resumía mi deleite de enamoramiento y anulación. ¿Comprenden ustedes? La vida que corre en nosotros se corta en dos raudales al llegar a su imagen, y como la corriente no puede destruir la roca, terminamos anhelando el peñasco que aja nuestro movimiento y permanece inmutable. Naturalmente, ella desde el primer día que nos tratamos, me hizo experimentar con su frialdad sonriente el peso de su autoridad. Sin poder concretar en qué consistía el dominio que ejercía sobre mí, éste se traducía como la presión de una atmósfera sobre mi pasión. Frente a ella me sentía ridículo, inferior sin saber precisar en qué podía consistir cualquiera de ambas cosas. De más está decir que nunca me atreví a besarla, porque se me ocurría que ella podía considerar un ultraje mi caricia. Eso sí, me era más fácil imaginármela entregada a las caricias de otro, aunque ahora se me ocurre que esa imaginación pervertida era la consecuencia de mi conducta imbécil para con ella. En tanto, mediante esas curiosas transmutaciones que obra a veces la alquimia de las pasiones, comencé a odiarla rabiosamente a la madre, responsabilizándola también, ignoro por qué, de aquella situación absurda en que me encontraba. Si yo estaba de novio en aquella casa debíase a las arterias de la maldita vieja, y llegó a producirse en poco tiempo una de las situaciones más raras de que haya oído hablar, pues me retenía en la casa, junto a mi novia, no el amor a ella, sino el odio al alma taciturna y violenta que envasaba la madre silenciosa, pesando a todas horas cuántas probabilidades existían en el presente de que me casara o no con su hija. Ahora estaba aferrado al semblante de la madre como a una mala injuria inolvidable o a una humillación atroz. Me olvidaba de la muchacha que estaba a mi lado para entretenerme en estudiar el rostro de la anciana, abotagado por el relajamiento de la red muscular, terroso, inmóvil por momentos como si estuviera tallado en plata sucia, y con ojos negros, vivos e insolentes. Las mejillas estaban surcadas por gruesas arrugas amarillas, y cuando aquel rostro estaba inmóvil y grave, con los ojos desviados de los míos, por ejemplo, detenidos en el plafón de la sala, emanaba de esa figura envuelta en ropas negras tal implacable voluntad, que el tono de la voz, enérgico y recio, lo que hacía era sólo afirmarla. Yo tuve la sensación, en un momento dado, que esa mujer me aborrecía, porque la intimidad, a la cual ella “involuntariamente” me había arrastrado, no aseguraba en su interior las ilusiones que un día se había hecho respecto a mí. Y a medida que el odio crecía, y lanzaba en su interior furiosas voces, la señora X era más amable conmigo, se interesaba por mi salud, siempre precaria, tenía conmigo esas atenciones que las mujeres que han sido un poco sensuales gastan con sus hijos varones, y como una monstruosa araña iba tejiendo en redor de mi responsabilidad una fina tela de obligaciones. Sólo sus ojos negros e insolentes me espiaban de continuo, revisándome el alma y sopesando mis intenciones. A veces, cuando la incertidumbre se le hacía insoportable, estallaba casi en estas indirectas: —Las amigas no hacen sino preguntarme cuándo se casan ustedes, y yo ¿qué les voy a contestar? Que pronto.—O si no:— Sería conveniente, no le parece a usted, que la “nena” fuera preparando su ajuar. Cuando la señora X pronunciaba estas palabras, me miraba fijamente para descubrir si en un parpadeo o en un involuntario temblor de un nervio facial se revelaba mi intención de no cumplir con el compromiso, al cual ella me había arrastrado con su conducta habilísima. Aunque tenía la seguridad de que le daría una sorpresa desagradable, fingía estar segura de mi “decencia de caballero”, mas el esfuerzo que tenía que efectuar para revestirse de esa apariencia de tranquilidad, ponía en el timbre de su voz una violencia meliflua, violencia que imprimía a las palabras una velocidad de cuchicheo, como quien os confía apuradamente un secreto, acompañando la voz con una inclinación de cabeza sobre el hombro derecho, mientras que la lengua humedecía los labios resecos por ese instinto animal que la impulsaba a desear matarme o hacerme víctima de una venganza atroz. Además de voluntariosa, carecía de escrúpulos, pues fingía articular con mis ideas, que le eran odiosas en el más amplio sentido de la palabra. Y aunque aparentemente resulte ridículo que dos personas se odien en la divergencia de un pensamiento, no lo es, porque en el subconsciente de cada hombre y de cada mujer donde se almacena el rencor, cuando no es posible otro escape, el odio se descarga como por una válvula psíquica en la oposición de las ideas. Por ejemplo, ella, que odiaba a los bolcheviques, me escuchaba deferentemente cuando yo hablaba de las rencillas de Trotsky y Stalin, y hasta llegó al extremo de fingir interesarse por Lenin, ella, ella que se entusiasmaba ardientemente con los más groseros figurones de nuestra política conservadora. Acomodaticia y flexible, su aprobación a mis ideas era una injuria, me sentía empequeñecido y denigrado frente a una mujer que si yo hubiera afirmado que el día era noche, me contestara: —Efectivamente, no me fijé que el sol hace rato que se ha puesto. Sintetizando, ella deseaba que me casara de una vez. Luego se encargaría de darme con las puertas en las narices y de resarcirse de todas las dudas en que la había mantenido sumergida mi noviazgo eterno. En tanto la malla de la red se iba ajustando cada vez más a mi organismo. Me sentía amarrado por invisibles cordeles. Día tras día la señora X agregaba un nudo más a su tejido, y mi tristeza crecía como si ante mis ojos estuvieran serruchando las tablas del ataúd que me iban a sumergir en la nada. Sabía que en la casa, lo poco bueno que persistía en mí iba a naufragar si yo aceptaba la situación que traía aparejada el compromiso. Ellas, la madre y la hija, me atraían a sus preocupaciones mezquinas, a su vida sórdida, sin ideales, una existencia gris, la verdadera noria de nuestro lenguaje popular, en el que la personalidad a medida que pasan los días se va desintegrando bajo el peso de las obligaciones económicas, que tienen la virtud de convertirlo a un hombre en uno de esos autómatas con cuello postizo, a quienes la mujer y la suegra retan a cada instante porque no trajo más dinero o no llegó a la hora establecida. Hace mucho tiempo que he comprendido que no he nacido para semejante esclavitud. Admito que es más probable que mi destino me lleve a dormir junto a los rieles de un ferrocarril, en medio del campo verde, que a acarretillar un cochecito con toldo de hule, donde duerme un muñeco que al decir de la gente “debe enorgullecerme de ser padre”. Yo no he podido concebir jamás ese orgullo, y sí experimento un sentimiento de verguenza y de lástima cuando un buen señor se entusiasma frente a mí con el pretexto de que su esposa lo ha hecho “padre de familia”. Hasta muchas veces me he dicho que esa gente que así procede son simuladores de alegría o unos perfectos estúpidos. Porque en vez de felicitarnos del nacimiento de una criatura debíamos llorar de haber provocado la aparición en este mundo de un mísero y débil cuerpo humano, que a través de los años sufrirá incontables horas de dolor y escasísimos minutos de alegría. Y mientras la “deliciosa criatura” con la cabeza tiesa junto a mi hombro soñaba con un futuro sonrosado, yo, con los ojos perdidos en la triangular verdura de un ciprés cercano, pensaba con qué hoja cortante desgarrar la tela de la red, cuyas células a medida que crecía se hacían más pequeñas y densas. Sin embargo, no encontraba un filo lo suficientemente agudo para desgarrar definitivamente la malla, hasta que conocí al corcovado. En esas circunstancias se me ocurrió la “idea”—idea que fue pequeñita al principio como la raíz de una hierba, pero que en el transcurso de los días se bifurcó en mi cerebro, dilatándose, afianzando sus fibromas entre las células más remotas—y aunque no se me ocultaba que era ésa una “idea” extraña, fui familiarizándome con su contextura, de modo que a los pocos días ya estaba acostumbrado a ella y no faltaba sino llevarla a la práctica. Esa idea, semidiabólica por su naturaleza, consistía en conducir a la casa de mi novia al insolente jorobadito, previo acuerdo con él, y promover un escándalo singular, de consecuencias irreparables. Buscando un motivo mediante el cual podría provocar una ruptura, reparé en una ofensa que podría inferirle a mi novia, sumamente curiosa, la cual consistía: Bajo la apariencia de una conmiseración elevada a su más pura violencia y expresión, el primer beso que ella aún no me había dado a mí, tendría que dárselo al repugnante corcovado que jamás había sido amado, que jamás conoció la piedad angélica ni la belleza terrestre. Familiarizado, como les cuento, con mi “idea”, si a algo tan magnífico se puede llamar idea, me dirigí al café en busca de Rigoletto. Después que se hubo sentado a mi lado, le dije: —Querido amigo: muchas veces he pensado que ninguna mujer lo ha besado ni lo besará. ¡No me interrumpa! Yo la quiero mucho a mi novia, pero dudo que me corresponda de corazón. Y tanto la quiero que para que se dé cuenta de mi cariño le diré que nunca la he besado. Ahora bien: yo quiero que ella me dé una prueba de su amor hacia mí... y esa prueba consistirá en que lo bese a usted. ¿Está conforme? Respingó el corcovado en su silla; luego con tono enfático me replicó: —¿Y quién me indemniza a mí, caballero, del mal rato que voy a pasar? —¿Cómo, mal rato? —¡Naturalmente! ¿O usted se cree que yo puedo prestarme por ser jorobado a farsas tan innobles? Usted me va a llevar a la casa de su novia y como quien presenta un monstruo, le dirá: “Querida, te presento al dromedario”. —¡Yo no la tuteo a mi novia! —Para el caso es lo mismo. Y yo en tanto, ¿qué voy a quedarme haciendo, caballero? ¿Abriendo la boca como un imbécil, mientras disputan sus tonterías? ¡No, señor; muchas gracias! Gracias por su buena intención, como le decía la liebre al cazador. Además, que usted me dijo que nunca la había besado a su novia. —Y eso, ¿qué tiene que ver? —¡Claro! ¿Usted sabe acaso si a mí me gusta que me besen? Puede no gustarme. Y si no me gusta, ¿por qué usted quiere obligarme? ¿O es que usted se cree que porque soy corcovado no tengo sentimientos humanos? La resistencia de Rigoletto me enardeció. Violentamente, le dije: —Pero ¿no se da cuenta de que es usted, con su joroba y figura desgraciadas, el que me sugirió este admirable proyecto? ¡Piense, infeliz! Si mi novia consiente, le quedará a usted un recuerdo espléndido. Podrá decir por todas partes que ha conocido a la criatura más adorable de la tierra. ¿No se da cuenta? Su primer beso habrá sido para usted. —¿Y quién le dice a usted que ése sea el primer beso que haya dado? Durante un instante me quedé inmóvil; luego, obcecado por ese frenesí que violentaba toda mi vida hacia la ejecución de la “idea”, le respondí: —Y a vos, Rigoletto, ¿qué se te importa? —¡No me llame Rigoletto! Yo no le he dado tanta confianza para que me ponga sobrenombres. —Pero ¿sabés que sos el contrahecho más insolente que he conocido? Amainó el jorobadito y ya dijo: —¿Y si me ultrajara de palabra o de hecho? —¡No seas ridículo, Rigoletto! ¿Quién te va a ultrajar? ¡Si vos sos un bufón! ¿No te das cuenta? ¡Sos un bufón y un parásito! ¿Para qué hacés entonces la comedia de la dignidad? —¡Rotundamente protesto, caballero! —Protestá todo lo que quieras, pero escucháme. Sos un desvergonzado parásito. Creo que me expreso con suficiente claridad ¿no? Les chupás la sangre a todos los clientes del café que tienen la imprudencia de escuchar tus melifluas palabras. Indudablemente no se encuentra en todo Buenos Aires un cínico de tu estampa y calibre. ¿Con qué derecho, entonces, pretendés que te indemnicen si a vos te indemniza mi tontería de llevarte a una casa donde no sos digno de barrer el zaguán? ¡Qué más indemnización querés que el beso que ella, santamente, te dará, insensible a tu cara, el mapa de la desverguenza! —¡No me ultraje! —Bueno, Rigoletto, ¿aceptás o no aceptás? —¿Y si ella se niega a dármelo o quedo desairado?... —Te daré veinte pesos. —¿Y cuándo vamos a ir? —Mañana. Cortáte el pelo, limpiáte las uñas... —Bueno..., présteme cinco pesos... —Tomá diez. A las nueve de la noche salí con Rigoletto en dirección a la casa de mi novia. El giboso se había perfumado endiabladamente y estrenaba una corbata plastrón de color violeta. La noche se presentaba sombría con sus ráfagas de viento encallejonadas en las bocacalles, y en el confín, tristemente iluminado por oscilantes lunas eléctricas, se veían deslizarse vertiginosas cordilleras de nubes. Yo estaba malhumorado, triste. Tan apresuradamente caminaba que el cojo casi corría tras de mí, y a momentos tomándome del borde del saco, me decía con tono lastimero: —¡Pero usted quiere reventarme! ¿Qué le pasa a usted? Y de tal manera crecía mi enfurecimiento que de no necesitarlo a Rigoletto lo hubiera arrojado de un puntapié al medio de la calzada. ¡Y cómo soplaba el viento! No se veía alma viviente por las calles, y una claridad espectral caída del segundo cielo que contenían las combadas nubes, hacía más nítidos los contornos de las fachadas y sus cresterías funerarias. No había quedado un trozo de papel por los suelos. Parecía que la ciudad había sido borrada por una tropa de espectros. Y a pesar de encontrarme en ella, creía estar perdido en un bosque. El viento doblaba violentamente la copa de los árboles, pero el maldito corcovado me perseguía en mi carrera, como si no quisiera perderme, semejante a mi genio malo, semejante a lo malvado de mí mismo que para concretarse se hubiera revestido con la figura abominable del giboso. Y yo estaba triste. Enormemente triste, como no se lo imaginan ustedes. Comprendía que le iba a inferir un atroz ultraje a la fría calculadora; comprendía que ese acto me separaría para siempre de ella, lo cual no obstaba para que me dijera a medida que cruzaba las aceras desiertas: —Si Rigoletto fuera mi hermano, no hubiera procedido lo mismo. —Y comprendía que sí, que si Rigoletto hubiera sido mi hermano, yo toda la vida lo hubiera compadecido con angustia enorme. Por su aislamiento, por su falta de amor que le hiciera tolerable los días colmados por los ultrajes de todas las miradas. Y me añadía que la mujer que me hubiera querido debía primero haberlo amado a él. De pronto me detuve ante un zaguán iluminado: —Aquí es. Mi corazón latía fuertemente. Rigoletto atiesó el pescuezo y, empinado sobre la punta de sus pies, al tiempo que se arreglaba el moño de la corbata, me dijo: —¡Acuérdese! ¡Usted es el único culpable! ¡Que el pecado... ! Fina y alta, apareció mi novia en la sala dorada. Aunque sonreía, su mirada me escudriñaba con la misma serenidad con que me examinó la primera vez cuando le dije: “¿me permite una palabra, señorita?”, y esta contradicción entte la sonrisa de su carne (pues es la carne la que hace ese movimiento delicioso que llamamos sonrisa) y la fría expectativa de su inteligencia discerniéndome mediante los ojos, era la que siempre me causaba la extraña impresión. Avanzó cordialmente a mi encuentro, pero al descubrir al contrahecho, se detuvo asombrada, interrogándonos a los dos con la mirada. —Elsa, le voy a presentar a mi amigo Rigoletto. —¡No me ultraje, caballero! ¡Usted bien sabe que no me llamo Rigoletto! —¡A ver si te callás! Elsa detuvo la sonrisa. Mirábame seriamente, como si yo estuviera en trance de convertirme en un desconocido para ella. Señalándole una butaca dorada le dije al contrahecho: —Sentáte allí y no te muevas. Quedóse el giboso con los pies a dos cuartas del suelo y el sombrero de paja sobre las rodillas y con su carota atezada parecía un ridículo ídolo chino. Elsa contemplaba estupefacta al absurdo personaje. Me sentí súbitamente calmado. —Elsa—le dije—, Elsa, yo dudo de su amor. No se preocupe por ese repugnante canalla que nos escucha. Oigame: yo dudo... no sé por qué..., pero dudo de que usted me quiera. Es triste eso..., créalo... Demuéstreme, déme una prueba de que me quiere, y seré toda la vida su esclavo. Naturalmente, yo no estaba seguro de lo que quería expresar “toda la vida”, pero tanto me agradó la frase que insistí: —Sí, su esclavo para toda la vida. No crea que he bebido. Sienta el olor de mi aliento. Elsa retrocedió a medida que yo me acercaba a ella, y en ese momento, ¿saben ustedes lo que se le ocurre al maldito cojo? Pues: tocar una marcha militar con el nudillo de sus dedos en la copa del sombrero. Me volví al cojo y después de conminarle silencio, me expliqué: —Vea, Elsa, y la única prueba de amor es que le dé un beso a Rigoletto. Los ojos de la doncella se llenaron de una claridad sombría. Caviló un instante; luego, sin cólera en la voz, me dijo muy lentamente: —¡Retírese! —¡Pero! ... —¡Retírese, por favor...; váyase!... Yo me inclino a creer que el asunto hubiera tenido compostura, créanlo..., pero aquí ocurrió algo curioso, y es que Rigoletto, que hasta entonces había guardado silencio, se levantó exclamando: —¡No le permito esa insolencia, señorita..., no le permito que lo trate así a mi noble amigo! Usted no tiene corazón para la desgracia ajena. ¡Corazón de peñasco, es indigna de ser la novia de mi amigo! Más tarde mucha gente creyó que lo que ocurrió fue una comedia preparada. Y la prueba de que yo ignoraba lo que iba a ocurrir, es que al escuchar los despropósitos del contrahecho me desplomé en un sofá riéndome a gritos, mientras que el giboso, con el semblante congestionado, t ieso en el cent ro de la sala, con su brac i to extend ido , vociferaba: —¡Por qué usted le dijo a mi amigo que un beso no se pide..., se da! ¿Son conversaciones esas adecuadas para una que presume de señorita como usted? ¿No le da a usted verguenza? Descompuesto de risa, sólo atiné a decir: —¡Calláte, Rigoletto; calláte!... El corcovado se volvió enfático: —¡Permítame, caballero...; no necesito que me dé lecciones de urbanidad!—Y volviéndose a Elsa, que roja de verguenza había retrocedido hasta la puerta de la sala, le dijo:—¡Señorita... la conmino a que me dé un beso! E1 límite de resistencia de las personas es variable. Elsa huyó arrojando grandes gritos y en menos tiempo del que podía esperarse aparecieron en la sala su padre y su madre, la última con una servilleta en la mano. ¿Ustedes creen que el cojo se amilanó? Nada de eso. Colocado en medio de la sala, gritó estentóreamente: —¡Ustedes no tienen nada que hacer aquí! ¡Yo he venido en cumplimiento de una alta misión filantrópica! ... ¡No se acerquen!—Y antes de que ellos tuvieran tiempo de avanzar para arrojarlo por la ventana, el corcovado desenfundó un revólver, encañonándolos. Se espantaron porque creyeron que estaba loco, y cuando los vi así inmovilizados por el miedo, quedéme a la expectativa, como quien no tuviera nada que hacer en tal asunto, pues ahora la insolencia de Rigoletto parecíame de lo más extraordinaria y pintoresca. Este, dándose cuenta del efecto causado, se envalentonó: —¡Yo he venido a cumplir una alta misión filantrópica! Y es necesario que Elsa me dé un beso para que yo le perdone a la humanidad mi corcova. A cuenta del beso, sírvanme un té con coñac. ¡Es una verguenza cómo ustedes atienden a las visitas! ¡No tuerza la nariz, señora, que para eso me he perfumado! ¡Y tráigame el té! ¡Ah, inefable Rigoletto! Dicen que estoy loco, pero jamás un cuerdo se ha reído con tus insolencias como yo, que no estaba en mis cabales. —Lo haré meter preso... —Usted ignora las más elementales reglas de cortesía—insistía el corcovado—. Ustedes están obligados a atenderme como a un caballero. E1 hecho de ser jorobado no los autoriza a despreciarme. Yo he venido para cumplir una alta misión filantrópica. La novia de mi amigo está obligada a darme un beso. Y no lo rechazo. Lo acepto. Comprendo que debo aceptarlo como una reparación que me debe la sociedad, y no me niego a recibirlo. Indudablemente... si allí había un loco, era Rigoletto, no les quede la menor duda, señores. Continuó él: —Caballero... yo soy... Un vigilante tras otro entraron en la sala. No recuerdo nada más Dicen los periódicos que me desvanecí al verlos entrar. Es posible. ¿Y ahora se dan cuenta por qué el hi jo del diablo, el maldito jorobado, castigaba a la marrana todas las tardes y por qué yo he terminado estrangulándole?
Robert Arlt
sábado, 14 de septiembre de 2013
"LOS SIETE LOCOS" (fragmento)
Un trozo de andén de la estación de Témperley estaba débilmente iluminado por la luz que salía de una puerta de la oficina de los telegrafistas.
Erdosain sentóse en un banco junto a las palancas para los cambios de vías, en la oscuridad. Tenía frío y tal vez fiebre. Además experimentaba la impresión de que la idea criminosa era una continuidad de su cuerpo, como el hombre de tiniebla que pudiera arrojar en la luz. Un disco rojo brillaba al extremo del brazo invisible del semáforo; más allá otros círculos rojos y verdes estaban clavados en la oscuridad, y la curva del riel galvanoplastiado de esas luces sumergía en las tinieblas su redondez azulenca o carminosa.
A veces la luz roja o verde descendía. Luego todo permanecía quieto, dejando de rechinar las cadenas en las roldanas y cesando el roce de los alambres en las piedras.
-¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué me quedo aquí? ¿Es cierto que quiero matarlo? ¿O es que quiero tener la voluntad de sentir el deseo de matarlo? ¿Es necesario eso?
Ahora ella estará revolcándose con él.
Pero, ¿qué me importa a mí? Antes, cuando la sabia sola en casa, mientras yo estaba en el café, sufría por ella, sufría porque era desdichada a mi lado... ahora... claro... ya se habrán dormido, ella con la cabeza sobre el pecho de él. ¡Nombre de Dios! ¿Y ésta es la vida? ¡Estar perdidos, siempre perdidos! ¿Pero yo seré realmente el que soy? ¿O seré otro? ¡La extrañeza! ¡Vivir con extrañeza! Esto es lo que me pasa. Igual que a él.
Cuando está lejos me lo imagino tal cual es, canalla, desdichado. Casi me rompe la nariz. ¡Pero qué formidable! ¡Resulta ahora al final de cuentas que el cornudo y apaleado es él y no yo! ¡Yo!... ¡Realmente, la vida es una bufonada! Y sin embargo, hay algo serio. ¿Por qué me repugna cuando está cerca?Unas sombras se mecían ante la vidriera amarilla de los telegrafistas.-¿Matarlo o no matarlo? ¿Qué me importa esto a mí? ¿Me importa matarlo? Seamos sinceros. ¿Me importa matarlo? ¿O es que no me importa nada? ¿Que me da igual que viva? Y sin embargo quiero tener voluntad de matarlo. Si ahora viniera un dios y me preguntara: ¿Quieres tener fuerzas para destruir a la humanidad? ¿Yo la destruiría? ¿La destruiría yo? No, no la destruiría. Porque el poder hacerlo le quitaría interés al asunto. Además, ¿qué iba a hacer yo solo en la tierra? ¿Mirar cómo se oxidaban las dinamos en los talleres y cómo se desmoronaban los esqueletos que estaban a caballo encima de las calderas? Cierto es que él me ha abofeteado, pero, ¿me importa eso? ¡Qué lista! ¡Qué colección! El capitán, Elsa, Barsut, el Hombre de Cabeza de Jabalí, el Astrólogo, el Rufián, Ergueta. ¡Qué lista! ¿De dónde habrán salido tantos monstruos? Yo mismo estoy descentrado, no soy el que soy, y. sin embargo, algo necesito hacer para tener conciencia de mi existencia, para afirmarla. Eso mismo, para afirmarla. Porque yo soy como un muerto. No existo ni para el capitán, ni para Elsa, ni para Barsut. Ellos si quieren pueden hacerme meter preso, Barsut abofetearme otra vez, Elsa irse con otro en mis barbas, el capitán llevársela nuevamente. Para todos soy la negación de la vida. Soy algo así como el no ser un hombre no es como acción, luego no existe. ¿O existe a pesar de no ser? Es y no es. Ahí están esos hombres. Seguramente tienen mujer, hijos, casa. Quizá son unos miserables. Pero si alguien tratara de invadir su casa, de arrebatarles un centavo o de tocarles la mujer, se volverían como fieras. ¿Y yo por qué no me he rebelado? ¿Quién puede contestarme a esta pregunta? Yo mismo no puedo. Sé que existo así, como negación. Y cuando me digo todas estas cosas no estoy triste, sino que el alma se me queda en silencio, la cabeza en vacío. Entonces, después de ese silencio y vacío me sube desde el corazón la curiosidad del asesinato. Eso mismo. No estoy loco, ya que sé pensar, razonar. Me sube la curiosidad del asesinato, curiosidad que debe ser mi última tristeza, la tristeza de la curiosidad. O el demonio de la curiosidad. Ver cómo soy a través de un crimen. Eso, eso mismo. Ver cómo se comporta mi conciencia y mi sensibilidad en la acción de un crimen.-Sin embargo, estas palabras no me dan la sensación del crimen del mismo modo que el telegrama de una catástrofe en China no me da la sensación de la catástrofe. Es como si yo no fuera el que piensa el asesinato, sino otro. Otro que sería como yo un hombre liso, una sombra de hombre, a la manera del cinematógrafo. Tiene relieve, se mueve, parece que existe, que sufre, y, sin embargo. no es nada más que una sombra. Le falta vida. Que diga Dios si esto no está bien razonado. Bueno: ¿qué es lo que haría el hombre sombra? El hombre sombra percibiría el hecho, pero no sentiría su pesantez, porque le faltaba volumen para contener un peso. Es sombra. Yo también veo el suceso, pero no lo contengo. Ésta debe ser una teoría nueva. ¿Qué diría un Juez del Crimen de conocerla? ¿Se daría cuenta de lo sincero que soy? ¿Mas cree esa gente en la sinceridad? Fuera de mí, de los límites de mi cuerpo, existe el movimiento, pero para ellos la vida mía debe ser tan inconcebible como vivir al mismo tiempo en la Tierra y en la Luna. Yo soy la nada para todos. Y sin embargo, si mañana tiro una bomba, o asesino a Barsut, me convierto en el todo, en el hombre que existe, el hombre para quien infinitas generaciones de jurisconsultos prepararon castigos, cárceles y teorías. Yo, que soy la nada, de pronto pondré en movimiento ese terrible mecanismo de polizontes, secretarios, periodistas, abogados, fiscales, guardacárceles, coches celulares, y nadie verá en mí un desdichado sino el hombre antisocial, el enemigo que hay que separar de la sociedad. ¡Eso sí que es curioso! Y sin embargo, sólo el crimen puede afirmar mi existencia, como sólo el mal afirma la presencia del hombre sobre la tierra. Y yo sería el Erdosain, previsto, temido, caracterizado por el código, y entre los miles de Erdosain anónimos que infectan el mundo, sería el otro Erdosain, el auténtico, el que es y será.
Realmente, es curioso todo esto. Sin embargo, a pesar de todo existen las tinieblas y el alma del hombre es triste. Infinitamente triste. Mas la vida no puede ser así. Un sentimiento interno me dice que la vida no debe ser así. Si yo descubriera la particularidad de por qué la vida no puede ser así, me pincharía, y como un globo me desinflaría de todo este viento de mentira y quedaría de mí apariencia actual un hombre flamante, fuerte como uno de los primeros dioses que anima-ron la creación. Con todo esto me he ido a las ramas. ¿Lo veo o no al Astrólogo? ¿Qué dirá cuando me vea llegar otra vez? Quizá me espere .Él es, como yo, un misterio para sí mismo. Ésa es la verdad. Sabe tanto hacia dónde va como yo. La sociedad secreta. Toda la sociedad se resume en él en estas palabras: sociedad secreta. Otro demonio. ¿Qué colección! Barsut, Ergueta, el Rufián y yo... Ni expresamente se podía reunir tales ejemplares. Y para colmo, la ciega embarazada. ¡Qué bestia!El vigilante de la estación pasó por segunda vez ante Erdosain. Remo comprendió que llamaba la atención del hombre y entonces, levantándose, se dirigió hacia la casa del Astrólogo. No había luna. Los arcos voltaicos lucían entre las aéreas enramadas de las bocacalles. De alguna quinta salían los sones de un piano y a medida que caminaba, su corazón se empequeñecía más, oprimido por la angustia que le producía el espectáculo de la felicidad que adivinaba tras de los muros de aquellas casas refrescadas por las sombras, y frente a cuyas puertas cocheras se hallaba detenido un automóvil.
Roberto Arlt
Erdosain sentóse en un banco junto a las palancas para los cambios de vías, en la oscuridad. Tenía frío y tal vez fiebre. Además experimentaba la impresión de que la idea criminosa era una continuidad de su cuerpo, como el hombre de tiniebla que pudiera arrojar en la luz. Un disco rojo brillaba al extremo del brazo invisible del semáforo; más allá otros círculos rojos y verdes estaban clavados en la oscuridad, y la curva del riel galvanoplastiado de esas luces sumergía en las tinieblas su redondez azulenca o carminosa.
A veces la luz roja o verde descendía. Luego todo permanecía quieto, dejando de rechinar las cadenas en las roldanas y cesando el roce de los alambres en las piedras.
-¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué me quedo aquí? ¿Es cierto que quiero matarlo? ¿O es que quiero tener la voluntad de sentir el deseo de matarlo? ¿Es necesario eso?
Ahora ella estará revolcándose con él.
Pero, ¿qué me importa a mí? Antes, cuando la sabia sola en casa, mientras yo estaba en el café, sufría por ella, sufría porque era desdichada a mi lado... ahora... claro... ya se habrán dormido, ella con la cabeza sobre el pecho de él. ¡Nombre de Dios! ¿Y ésta es la vida? ¡Estar perdidos, siempre perdidos! ¿Pero yo seré realmente el que soy? ¿O seré otro? ¡La extrañeza! ¡Vivir con extrañeza! Esto es lo que me pasa. Igual que a él.
Cuando está lejos me lo imagino tal cual es, canalla, desdichado. Casi me rompe la nariz. ¡Pero qué formidable! ¡Resulta ahora al final de cuentas que el cornudo y apaleado es él y no yo! ¡Yo!... ¡Realmente, la vida es una bufonada! Y sin embargo, hay algo serio. ¿Por qué me repugna cuando está cerca?Unas sombras se mecían ante la vidriera amarilla de los telegrafistas.-¿Matarlo o no matarlo? ¿Qué me importa esto a mí? ¿Me importa matarlo? Seamos sinceros. ¿Me importa matarlo? ¿O es que no me importa nada? ¿Que me da igual que viva? Y sin embargo quiero tener voluntad de matarlo. Si ahora viniera un dios y me preguntara: ¿Quieres tener fuerzas para destruir a la humanidad? ¿Yo la destruiría? ¿La destruiría yo? No, no la destruiría. Porque el poder hacerlo le quitaría interés al asunto. Además, ¿qué iba a hacer yo solo en la tierra? ¿Mirar cómo se oxidaban las dinamos en los talleres y cómo se desmoronaban los esqueletos que estaban a caballo encima de las calderas? Cierto es que él me ha abofeteado, pero, ¿me importa eso? ¡Qué lista! ¡Qué colección! El capitán, Elsa, Barsut, el Hombre de Cabeza de Jabalí, el Astrólogo, el Rufián, Ergueta. ¡Qué lista! ¿De dónde habrán salido tantos monstruos? Yo mismo estoy descentrado, no soy el que soy, y. sin embargo, algo necesito hacer para tener conciencia de mi existencia, para afirmarla. Eso mismo, para afirmarla. Porque yo soy como un muerto. No existo ni para el capitán, ni para Elsa, ni para Barsut. Ellos si quieren pueden hacerme meter preso, Barsut abofetearme otra vez, Elsa irse con otro en mis barbas, el capitán llevársela nuevamente. Para todos soy la negación de la vida. Soy algo así como el no ser un hombre no es como acción, luego no existe. ¿O existe a pesar de no ser? Es y no es. Ahí están esos hombres. Seguramente tienen mujer, hijos, casa. Quizá son unos miserables. Pero si alguien tratara de invadir su casa, de arrebatarles un centavo o de tocarles la mujer, se volverían como fieras. ¿Y yo por qué no me he rebelado? ¿Quién puede contestarme a esta pregunta? Yo mismo no puedo. Sé que existo así, como negación. Y cuando me digo todas estas cosas no estoy triste, sino que el alma se me queda en silencio, la cabeza en vacío. Entonces, después de ese silencio y vacío me sube desde el corazón la curiosidad del asesinato. Eso mismo. No estoy loco, ya que sé pensar, razonar. Me sube la curiosidad del asesinato, curiosidad que debe ser mi última tristeza, la tristeza de la curiosidad. O el demonio de la curiosidad. Ver cómo soy a través de un crimen. Eso, eso mismo. Ver cómo se comporta mi conciencia y mi sensibilidad en la acción de un crimen.-Sin embargo, estas palabras no me dan la sensación del crimen del mismo modo que el telegrama de una catástrofe en China no me da la sensación de la catástrofe. Es como si yo no fuera el que piensa el asesinato, sino otro. Otro que sería como yo un hombre liso, una sombra de hombre, a la manera del cinematógrafo. Tiene relieve, se mueve, parece que existe, que sufre, y, sin embargo. no es nada más que una sombra. Le falta vida. Que diga Dios si esto no está bien razonado. Bueno: ¿qué es lo que haría el hombre sombra? El hombre sombra percibiría el hecho, pero no sentiría su pesantez, porque le faltaba volumen para contener un peso. Es sombra. Yo también veo el suceso, pero no lo contengo. Ésta debe ser una teoría nueva. ¿Qué diría un Juez del Crimen de conocerla? ¿Se daría cuenta de lo sincero que soy? ¿Mas cree esa gente en la sinceridad? Fuera de mí, de los límites de mi cuerpo, existe el movimiento, pero para ellos la vida mía debe ser tan inconcebible como vivir al mismo tiempo en la Tierra y en la Luna. Yo soy la nada para todos. Y sin embargo, si mañana tiro una bomba, o asesino a Barsut, me convierto en el todo, en el hombre que existe, el hombre para quien infinitas generaciones de jurisconsultos prepararon castigos, cárceles y teorías. Yo, que soy la nada, de pronto pondré en movimiento ese terrible mecanismo de polizontes, secretarios, periodistas, abogados, fiscales, guardacárceles, coches celulares, y nadie verá en mí un desdichado sino el hombre antisocial, el enemigo que hay que separar de la sociedad. ¡Eso sí que es curioso! Y sin embargo, sólo el crimen puede afirmar mi existencia, como sólo el mal afirma la presencia del hombre sobre la tierra. Y yo sería el Erdosain, previsto, temido, caracterizado por el código, y entre los miles de Erdosain anónimos que infectan el mundo, sería el otro Erdosain, el auténtico, el que es y será.
Realmente, es curioso todo esto. Sin embargo, a pesar de todo existen las tinieblas y el alma del hombre es triste. Infinitamente triste. Mas la vida no puede ser así. Un sentimiento interno me dice que la vida no debe ser así. Si yo descubriera la particularidad de por qué la vida no puede ser así, me pincharía, y como un globo me desinflaría de todo este viento de mentira y quedaría de mí apariencia actual un hombre flamante, fuerte como uno de los primeros dioses que anima-ron la creación. Con todo esto me he ido a las ramas. ¿Lo veo o no al Astrólogo? ¿Qué dirá cuando me vea llegar otra vez? Quizá me espere .Él es, como yo, un misterio para sí mismo. Ésa es la verdad. Sabe tanto hacia dónde va como yo. La sociedad secreta. Toda la sociedad se resume en él en estas palabras: sociedad secreta. Otro demonio. ¿Qué colección! Barsut, Ergueta, el Rufián y yo... Ni expresamente se podía reunir tales ejemplares. Y para colmo, la ciega embarazada. ¡Qué bestia!El vigilante de la estación pasó por segunda vez ante Erdosain. Remo comprendió que llamaba la atención del hombre y entonces, levantándose, se dirigió hacia la casa del Astrólogo. No había luna. Los arcos voltaicos lucían entre las aéreas enramadas de las bocacalles. De alguna quinta salían los sones de un piano y a medida que caminaba, su corazón se empequeñecía más, oprimido por la angustia que le producía el espectáculo de la felicidad que adivinaba tras de los muros de aquellas casas refrescadas por las sombras, y frente a cuyas puertas cocheras se hallaba detenido un automóvil.
Roberto Arlt
jueves, 12 de septiembre de 2013
Sergio Denis
"Sergio Denis nació en Coronel Suárez, provincia de Buenos Aires, el 16 de Marzo de 1949. Descendiente de alemanes del Volga y españoles, comenzó a cantar de muy pequeño en fiestas de la escuela y reuniones familiares. A los 16 años integró el grupo musical "Los Jokers" con el cual recorrió, durante 4 años, las localidades vecinas a su ciudad.
En el mes de Marzo de 1969 se radicó en Buenos Aires e ingresó al conjunto "Los Bambis" con el que grabó por primera vez para un sello discográfico: C.B.S. Columbia. El disco se llamó "Los Bambis también cantan".
C.B.S. le dió la oportunidad de comenzar su carrera como solista, y en Noviembre de 1969 grabó los temas "Fui un soñador" y "Te llamo para despedirme", con la producción de Francis Smith. Este disco comenzó a difundirse en el mes de Diciembre, y el 1º de Enero de 1970 hizo su primera actuación en televisión, en el programa "Casino Philips", conducido por Andrés Percivale y emitido por Canal 13 de Buenos Aires. Durante ese mes fue contratado por el mismo canal para el ciclo "Sábados Circulares" de Pipo Mancera. En Marzo de aquél año viajó a la ciudad de Méjico para participar en el "Primer Festival de la Canción Latina", donde ocupo el 5º lugar con el tema "Yo te amo como entonces", que curiosamente nunca se editó. A su regreso fue incorporado al Batallón de Comunicaciones 181 de Bahía Blanca, para cumplir con el Servicio Militar Obligatorio, actividad que alternaba con sus actuaciones en público y en los programas de TV ya mencionados.
En el año 1972, y merced al éxito obtenido por un tema de su autoría, protagonizó la única película de su carrera, junto a Alicia Bruzzo, Luis Brandoni y la dirección de Fernando Siro: "Me enamoré sin darme cuenta". El 31 de Julio de 1974 actuó en el Teatro Opera, siendo el primer argentino en realizar su espectáculo en esta prestigiosa sala porteña. Cantó acompañado por una orquesta de 36 músicos dirigida por Jorge Calandrell. En 1975 se desvincula del sello C.B.S. Columbia y graba, a mediados del ‘76, para una compañía nueva denominada TK. En esta firma solo editó un álbum, ya que al año siguiente firmó un contrato con la discográfica PolyGram, con la que estuvo ligado hasta Julio de 1990 y donde grabó la mayoría de sus grandes éxitos.
En 1991 pasó a integrar el plantel artístico de EMI Odeón y realizó, hasta 1995, 4 discos.
A lo largo de su carrera grabó temas en compañía de otros artistas como Julia Zenko, Cuarteto Zupay, entre otros; fue invitado a participar de un disco del conjunto folklórico "Los Cantores de Quilla-Huasi", con los que, junto a Eduardo Falú, grabó "Río de Tigre". También realizó, para un disco navideño, una versión propia de dos temas de la misa criolla de Ariel Ramirez, los Peregrinos, etc."
Fuente http://www.cmtv.com.ar/
domingo, 8 de septiembre de 2013
La francesa. Minicuento. Texto completo
Me dice que está aburrida de la gente.
Las conversaciones se repiten.
Siempre los hombres empiezan interrogándola en español:
«¿Usted es francés?» y continúan con la afirmación en francés:
« J’aime la France».
Cuando, a la inevitable pregunta sobre el lugar de su nacimiento ella contesta «Paris», todos exclaman: «Parisienne!», con sonriente admiración, no exenta degrivoiserie como si dijeran «comme vous devez éter cochonne!».
Mientras la oigo recuerdo mi primera conversación con ella: fue minuciosamente idéntica a la que me refiere.
Sin embargo, no está burlándose de mí.
Me cuenta la verdad.
Todos los interlocutores le dicen lo mismo. La prueba de esto es que yo también se lo dije. Y yo también en algún momento le comuniqué mi sospecha de que a mí me gusta Francia más que a ella.
Parece que todos, tarde o temprano, le comunican ese hallazgo. No comprendo -no comprendemos- que Francia para ella es el recuerdo de su madre, de su casa, de todo lo que ha querido y que tal vez no volverá a ver.
Adolfo Bioy Casares
Las conversaciones se repiten.
Siempre los hombres empiezan interrogándola en español:
«¿Usted es francés?» y continúan con la afirmación en francés:
« J’aime la France».
Cuando, a la inevitable pregunta sobre el lugar de su nacimiento ella contesta «Paris», todos exclaman: «Parisienne!», con sonriente admiración, no exenta degrivoiserie como si dijeran «comme vous devez éter cochonne!».
Mientras la oigo recuerdo mi primera conversación con ella: fue minuciosamente idéntica a la que me refiere.
Sin embargo, no está burlándose de mí.
Me cuenta la verdad.
Todos los interlocutores le dicen lo mismo. La prueba de esto es que yo también se lo dije. Y yo también en algún momento le comuniqué mi sospecha de que a mí me gusta Francia más que a ella.
Parece que todos, tarde o temprano, le comunican ese hallazgo. No comprendo -no comprendemos- que Francia para ella es el recuerdo de su madre, de su casa, de todo lo que ha querido y que tal vez no volverá a ver.
Adolfo Bioy Casares
viernes, 6 de septiembre de 2013
En memoria de Paulina
Siempre quise a Paulina.
En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra.
Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos.
Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina.
Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.
Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios.
Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.
La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio.
Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos.
Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos. Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños.
No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección .
A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción. La víspera, Montero me había visitado por primera vez.
Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó -Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte-, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central era que si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un estereoscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita. Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores. -Vuelva mañana por la tarde -le dije-. Le presentaré a algunos. Se describió a sí mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle.
Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche.
-Le seré franco-me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín-. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.
Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión.
Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó. Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento, en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento. Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla.
Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.
Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud. Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo: -Paulina está mostrando la casa a Montero. Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero. Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina: -Es muy tarde. Me voy. Montero intervino rápidamente: -Si me permite, la acompañaré hasta su casa. -Yo también te acompañaré -respondí. Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio. Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije: -Has olvidado mi regalo. Subí al departamento y volví con la estatuita . Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero. No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido. Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa. Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustosde Müller y de Lessing. Al verla, exclamé: -Estás cambiada. -Si -respondió-. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento. Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud. -Gracias -contesté. Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto: -Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó. -Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería. Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó: -Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos. -¿Quién? -pregunté. En seguida temí -como si nada hubiera ocurrido- que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas. Paulina contestó con naturalidad: -Julio Montero. La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté: -¿Van a casarse? No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento. Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa verdad. Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco . Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde. Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado. Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina. Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó: -Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie. Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran -si no para mí, para un testigo imaginario- una intención desleal, agregó rápidamente: -Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio. Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó. Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia. -Buscaré un taxímetro -dije. Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó: -Adiós, querido. Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero. Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme. Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar. Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho. Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla. La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires. A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo -seis meses por lo menos- yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como siempre: -¿Tostado o blanco? Le contesté, como siempre: -Blanco. Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío. Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro. Como en un sueño pasé de una afable y ecuánime indiferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido. Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién sería el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café; abrí, distraídamente. Luego -ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve- Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación . Cuando me pidió que la tomara de la mano ("¡La mano!", me dijo. "¡Ahora!") me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia -que era el mundo entero surgiendo, nuevamente- como una pánica expansión de nuestro amor. La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad. Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado. Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa. Paulina dijo: -Me voy. Julio me espera. Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido. Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrón". La calle estaba seca. Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan. No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara unas dudas (unas dudas que me atormentaban y que ella aclararía sin dificultad). De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.) Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo -Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado- y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia. Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz. No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde. Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten. ¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina? Elegí una imagen de esa tarde -Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo- y procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía. Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde. La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años. Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. "Si no me duermo pronto", pensé, "mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina". Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías). Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. El espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo. Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando. No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde. Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia. Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio. Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina. No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo. Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo. Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entreví un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan. -¿Dónde vive Montero? -le pregunté. Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan. -Montero está preso -contestó. No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó: -¿Cómo? ¿Lo ignoras? Imaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares. Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años. En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan: -¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje? Morgan se acordaba. Continué: -Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero? -Nada -contestó Morgan, con cierta vivacidad-. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo. Volvía a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté: -¿Sabe que murió la señorita Paulina? -¿Cómo no voy a saberlo? -respondió-. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía. El hombre me miró inquisitivamente. -¿Le ocurre algo? -dijo, acercándose mucho-. ¿Quiere que lo acompañe? Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama. Después me encontré frente al espejo, pensando: "Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido un equivocación -una equivocación atroz- y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino". Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro:Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: "Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte". Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca. Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste, cuando me pregunté -mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó- si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad. Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Éstos, por su parte, la confirman. Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival. La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones -¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?- la mató a la madrugada. Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos. La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue una proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina -en la víspera de mi viaje- no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca. Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche. No me reconocí en el espejo, porque Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció a Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él. Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano -en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas- obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces. Adolfo Bioy Casares
En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra.
Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos.
Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina.
Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.
Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios.
Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.
La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio.
Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos.
Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos. Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños.
No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección .
A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción. La víspera, Montero me había visitado por primera vez.
Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó -Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte-, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central era que si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un estereoscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita. Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores. -Vuelva mañana por la tarde -le dije-. Le presentaré a algunos. Se describió a sí mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle.
Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche.
-Le seré franco-me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín-. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.
Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión.
Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó. Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento, en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento. Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla.
Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.
Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud. Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo: -Paulina está mostrando la casa a Montero. Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero. Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina: -Es muy tarde. Me voy. Montero intervino rápidamente: -Si me permite, la acompañaré hasta su casa. -Yo también te acompañaré -respondí. Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio. Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije: -Has olvidado mi regalo. Subí al departamento y volví con la estatuita . Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero. No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido. Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa. Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustosde Müller y de Lessing. Al verla, exclamé: -Estás cambiada. -Si -respondió-. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento. Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud. -Gracias -contesté. Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto: -Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó. -Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería. Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó: -Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos. -¿Quién? -pregunté. En seguida temí -como si nada hubiera ocurrido- que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas. Paulina contestó con naturalidad: -Julio Montero. La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté: -¿Van a casarse? No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento. Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa verdad. Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco . Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde. Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado. Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina. Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó: -Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie. Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran -si no para mí, para un testigo imaginario- una intención desleal, agregó rápidamente: -Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio. Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó. Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia. -Buscaré un taxímetro -dije. Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó: -Adiós, querido. Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero. Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme. Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar. Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho. Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla. La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires. A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo -seis meses por lo menos- yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como siempre: -¿Tostado o blanco? Le contesté, como siempre: -Blanco. Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío. Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro. Como en un sueño pasé de una afable y ecuánime indiferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido. Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién sería el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café; abrí, distraídamente. Luego -ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve- Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación . Cuando me pidió que la tomara de la mano ("¡La mano!", me dijo. "¡Ahora!") me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia -que era el mundo entero surgiendo, nuevamente- como una pánica expansión de nuestro amor. La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad. Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado. Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa. Paulina dijo: -Me voy. Julio me espera. Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido. Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrón". La calle estaba seca. Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan. No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara unas dudas (unas dudas que me atormentaban y que ella aclararía sin dificultad). De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.) Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo -Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado- y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia. Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz. No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde. Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten. ¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina? Elegí una imagen de esa tarde -Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo- y procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía. Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde. La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años. Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. "Si no me duermo pronto", pensé, "mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina". Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías). Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. El espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo. Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando. No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde. Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia. Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio. Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina. No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo. Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo. Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entreví un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan. -¿Dónde vive Montero? -le pregunté. Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan. -Montero está preso -contestó. No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó: -¿Cómo? ¿Lo ignoras? Imaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares. Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años. En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan: -¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje? Morgan se acordaba. Continué: -Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero? -Nada -contestó Morgan, con cierta vivacidad-. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo. Volvía a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté: -¿Sabe que murió la señorita Paulina? -¿Cómo no voy a saberlo? -respondió-. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía. El hombre me miró inquisitivamente. -¿Le ocurre algo? -dijo, acercándose mucho-. ¿Quiere que lo acompañe? Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama. Después me encontré frente al espejo, pensando: "Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido un equivocación -una equivocación atroz- y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino". Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro:Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: "Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte". Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca. Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste, cuando me pregunté -mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó- si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad. Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Éstos, por su parte, la confirman. Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival. La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones -¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?- la mató a la madrugada. Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos. La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue una proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina -en la víspera de mi viaje- no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca. Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche. No me reconocí en el espejo, porque Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció a Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él. Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano -en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas- obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces. Adolfo Bioy Casares
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