“El sol del 24 de mayo de 1840 había llegado a su ocaso, y precipitado en la eternidad aquel día que recordaba en Buenos Aires la víspera del aniversario de su grandiosa revolución.
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“Los vastos salones en que la señora marquesa de Sobremonte daba sus espléndidos bailes, y sus alegres tertulias de revesino, radiantes de lujo en tiempo de la presidencia, y testigos de intrigas amorosas y de disgustos domésticos en tiempo del gobernador Dorrego, derruidos y saqueados en tiempo del Restaurador de las Leyes, habían sido barridos, tapizados con las alfombras de San Francisco, y amueblados con sillas prestadas por buenos federales para el baile que dedicaba al señor gobernador y a su hija su guardia de infantería, al cual no podría asistir Su Excelencia, por cuanto en ese día honraba la mesa del caballero Mandeville, que celebraba en su casa el natalicio de su soberana. Y la salud de Su Excelencia podría alterarse pasando indiscretamente de un convite a un baile, por lo que estaba convenido que la señorita su hija lo representase en la fiesta.
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“Los coches que se dirigían a las casas de los convidados al baile empezaban a correr con dificultad por las calles paralelas a las plazas de la Victoria y de 25 de Mayo; los cocheros tenían que contener los caballos; y los lacayos, que habérselas con esos muchachos de Buenos Aires que parecen todos discípulos del diablo; y que se entretienen en asaltar a aquéllos y disputarles su lugar, en lo más rápido del andar del coche.
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“Entretanto, desde las nueve de la noche, los convidados al baile dedicado a Su Excelencia el Gobernador y a su hija, empezaban a llegar al palacio de gobierno, y a las once los salones estaban llenos, y la primera cuadrilla se acababa.
“El gran salón estaba radiante. El oro de las casacas militares y los diamantes de las señoras resplandecían a la luz de centenares de bujías, malísimamente dispuestas, pero que al fin despedían una abundante claridad.
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“La señorita hija del gobernador acababa de llegar, y estruendosos aplausos federales la acompañaron por las galerías y salones.
“Su asiento en la testera del salón quedó al punto rodeado por una espesa muralla de buenos defensores de la santa causa, que alentados con la presencia de la hija de su Restaurador, empezaron a sacarse los guantes que habían encarcelado por tanto tiempo sus manos habituadas al aire puro de la libertad.
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“La señorita de Rosas ocupaba una de las cabeceras de la mesa; a su izquierda estaba el señor ministro de Hacienda, don Manuel Insiarte, y a su derecha el señor ministro de Su Majestad Británica, caballero Mandeville, que poco antes había dejado en su casa a Su Excelencia el señor gobernador, después de haber tenido el placer de verlo en su mesa en el convite diplomático dado en celebración del natalicio de Su Majestad la reina Victoria, igualmente que al señor ministro Arana, que después del banquete hubo retirádose a su casa, algo incomodado del estómago.
“En seguida del señor Mandeville estaba doña Mercedes Rosas de Rivera, y frente a ella su hermana Agustina, teniendo a su izquierda al señor Picolet de Hermillón, cónsul general de Cerdeña; seguían después todas las principales señoras de aquella reunión federal, colocados entre ellas algunos personajes notables de la época, y conservándose los demás caballeros, unos de pie tras las sillas de las señoras, otros formando grupos en los ángulos del comedor.
“Frente a la señorita Manuela, en la cabecera opuesta de la mesa, estaba sentado el general Mansilla.
“Un silencio, apenas interrumpido por el ruido de la porcelana y los cubiertos, inspiraba un no sé qué de ajeno al lugar y al objeto de aquella reunión, y ponía en conflicto a la parte más crecida de los asistentes, en medio de ese silencio de funerales. ¡Era de verse la pantomima de aquellas señoras esposas de los heroicos defensores de la santa causa, al llevar cada bocado a su boca!
“El tenedor se levantaba del plato con una delicadeza tal, que parecía entre los dedos el fiel de una celosa balanza, pronto a inclinarse al más ligero accidente. El pedacito de ave o de pastel era llevado a los labios con la misma delicadeza con que una persona de buen gusto lleva a las narices una delicada flor del aire, y los indecisos labios lo tomaban tiernamente, después que los ojos habían girado a derecha e izquierda para ver si alguien notaba el pecado capital de comer cuando se está para ello en una mesa.
“Todos los preceptos de Catón éranse allí escrupulosamente cumplidos: el cubierto, siempre sobre el plato, y sobre el plato siempre lo que en él se había servido; esperando todos que alguien preguntase, para contestar; y como nadie preguntaba, ninguno de los convidados hablaba una palabra.
“Había allí, sin embargo, una dama que comía más libremente que las otras; y era la señora esposa de don Antonio Díaz, personaje célebre de la emigración oriental que acompañó a Buenos Aires al ex presidente Oribe. Esta señora, madre de preciosas hijas que allí estaban, se entretenía en comerse medio budín, como postre de una piernita de pavo y de una tierna pechuga de gallina, que había saboreado para quitar de sus labios el gusto salado que habían dejado en ellos dos o tres rebanadas de jamón, con que la señora quiso neutralizar el gusto a manteca que había dejado en su boca un plato de mayonesa con que había empezado a preparar su apetito.
“Los coroneles Salomón, Santa Coloma, Crespo, el comandante Mariño; los doctores Torres, García, González Peña; los diputados Garrigós y Beláustegui, eran de los personajes más notables que servían de caballeros federales a las damas de la mesa. Pero los coroneles y el comandante especialmente maldecían con toda buena fe al maestro de ceremonias Erézcano, que los había colocado en aquel lugar en que cada bocado se les atragantaba como una nuez. Salomón sudaba; Santa Coloma se retorcía el bigote y Crespo tosía.
“El general Mansilla, que mejor que nadie conocía la ridiculez de aquel silencio y de aquella tirantez aldeánica, se fue de repente a fondo sobre el flanco de sus federales amigos.
“-Bomba, señores -dijo levantándose con una copa en la mano, y con esa gracia y zafaduría peculiares al carácter del entusiasta unitario del Congreso.
“Damas y caballeros se pusieron de pie.
“-Brindo, señores -dijo Mansilla-, por el primer hombre de nuestro siglo, por el que ha de aniquilar para siempre el bando de los salvajes unitarios; por el que ha de hacer que la Francia se ponga de rodillas delante del gobierno de la Confederación Argentina; por el ínclito héroe del desierto; por el Ilustre Restaurador de las Leyes, brigadier don Juan Manuel Rosas; y brindo también, señores, por su digna hija, que en tal día como éste, vino al mundo para honor y gloria de la América.
“Las palabras del general Mansilla fueron la mecha, y el pulmón de los ilustres convidados, fue el cañón que dio salida a la detonación de su fulminante entusiasmo.
“Se acabó el silencio, se acabó la tirantez, se acabó la aldea; y comenzó el bullicio, la elasticidad y la bacanal.
“-Bomba, señores -gritó el diputado Garrigós, poniéndose de pie con la copa en la mano-. Bebamos -dijo- por el héroe americano que está enseñando a la Europa que para nada necesitamos de ella, como ha dicho muy bien hace muy pocos días en nuestra Sala de Representantes el dignísimo federal Anchorena; bebamos porque la Europa aprenda a conocernos, y que sepa que quien ha vencido en toda la América los ejércitos y las logias de los salvajes unitarios, vendidos al oro inmundo de los franceses, puede desde aquí hacer temblar los viejos y carcomidos tronos de la Europa. Bebamos también por su ilustre hija, segunda heroína de la Confederación, la señorita doña Manuelita Rosas y Ezcurra.
“Si el brindis del general Mansilla despertó el entusiasmo en el ánimo de los federales, el del diputado Garrigós despertó la locura dormida momentáneamente en su cerebro. Las copas se apuraron, no quedando una gota de licor, ni aun en la del caballero Mandeville, después de esa amable y lisonjera salutación a la Europa y al trono.
“-Bomba, señores -dijo el presidente de la Sociedad Popular, después de haber visto las señas que le hacía su consultor Daniel Bello, que se hallaba frente a él tras las sillas de Florencia y Amalia. -Brindo, señores -dijo Salomón-, porque nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes viva toda la vida, para que no muera nunca la Federación, ni la América, y para que... y para que... en fin, señores, viva el Ilustre Restaurador de las Leyes; su ilustre hija que hoy ha nacido; y mueran los salvajes unitarios, y todos los gringos y carcamanes del mundo.
“Todos aplaudieron federalmente la improvisación de aquel digno apoyo de la santa causa. El mismo ministro británico, como también el cónsul sardo, no pudieron menos de admirar la espontaneidad de aquel discurso, y dejaron los cálices vacíos del espumoso champaña que contenían.
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“Los brindis se sucedieron luego: todos iguales en el fondo, y casi hermanos carnales en la forma.
“Los señores Mandeville y Picolet bebieron también a la salud de Su Excelencia el gobernador y su joven hija.
“Y como tienen su fin todas las cosas de este mundo, llegó también el de la suntuosa cena del 24 de mayo de 1840.
“/…/.”
José Mármol
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