martes, 26 de febrero de 2013
sábado, 23 de febrero de 2013
De puño y letra
Me doy por vencido.
La religión la mafia
la política y el fútbol
el ejército y la moda
mueven más gente que yo.
Son millones o pocos
pero totalmente decididos
al todo por el todo.
Yo sólo tengo que ver
con las pequeñas multitudes
de un cine de trasnoche
con la soledad de los jugadores
que ofician una partida de ajedrez
con la tibieza de algunas mujeres.
Leo
vuelvo a ver una vieja película
hago noche en Coltrane
y estiro el brazo y acaricio a mi bella
que fume y ahora me convida.
Mario Trejo
La religión la mafia
la política y el fútbol
el ejército y la moda
mueven más gente que yo.
Son millones o pocos
pero totalmente decididos
al todo por el todo.
Yo sólo tengo que ver
con las pequeñas multitudes
de un cine de trasnoche
con la soledad de los jugadores
que ofician una partida de ajedrez
con la tibieza de algunas mujeres.
Leo
vuelvo a ver una vieja película
hago noche en Coltrane
y estiro el brazo y acaricio a mi bella
que fume y ahora me convida.
Mario Trejo
martes, 19 de febrero de 2013
Ultimátum a un joven poeta
Que el pan sea pan y mar el mar
Basta de conjeturas
Murciélagos lunares o roedores de orquídeas
Toda palabra tiene precio
Las palabras que atacan como rayos o víboras
Y también madre
Amigo
Y alcohol y cama y mesa
Y el hijo concebido a dulces empujones
Y los hongos que provocan destellos de amor
O resplandores de muerte
Y el poeta que cae bajo las balas
Como un sol que la noche acribilla
Que el pan sea pan y mar el mar
Y el agua eterna
Pero la sed eterna
Para poder decir al fin:
He hallado un pan junto al mar
Los buitres sobrevolaban mi amor
He mordido una orquídea
Los buitres disputaban un cuerpo querido
He guiado camiones y dormido en aserraderos
Los buitres devoraban a mi amada
Viajé de noche sobre la arena caliente
Invoqué los nombres secretos
Conjuré un maleficio
Contuve una catástrofe
Conduje a un águila a su nido
He muerto con mis muertos y estoy vivo
Cuando llegué a la ciudad
Un loco vagaba por las calles
En su mirada había un cuchillo
Le di mi mano
Lo miré
Le hablé y mi voz duró entre los astros
Éramos sólo dos sobre la tierra
Pero éramos dos sobre la tierra
La soledad se hizo añicos
La poesía palabras.
de Mario Trejo
Basta de conjeturas
Murciélagos lunares o roedores de orquídeas
Toda palabra tiene precio
Las palabras que atacan como rayos o víboras
Y también madre
Amigo
Y alcohol y cama y mesa
Y el hijo concebido a dulces empujones
Y los hongos que provocan destellos de amor
O resplandores de muerte
Y el poeta que cae bajo las balas
Como un sol que la noche acribilla
Que el pan sea pan y mar el mar
Y el agua eterna
Pero la sed eterna
Para poder decir al fin:
He hallado un pan junto al mar
Los buitres sobrevolaban mi amor
He mordido una orquídea
Los buitres disputaban un cuerpo querido
He guiado camiones y dormido en aserraderos
Los buitres devoraban a mi amada
Viajé de noche sobre la arena caliente
Invoqué los nombres secretos
Conjuré un maleficio
Contuve una catástrofe
Conduje a un águila a su nido
He muerto con mis muertos y estoy vivo
Cuando llegué a la ciudad
Un loco vagaba por las calles
En su mirada había un cuchillo
Le di mi mano
Lo miré
Le hablé y mi voz duró entre los astros
Éramos sólo dos sobre la tierra
Pero éramos dos sobre la tierra
La soledad se hizo añicos
La poesía palabras.
de Mario Trejo
domingo, 17 de febrero de 2013
Los pájaros perdidos. Canción 1973
Amo los pájaros perdidos
que vuelven desde el más alla,
a confundirse con un cielo
que nunca más podre recuperar.
Vuelven de nuevo los recuerdos,
las horas jóvenes que di
y desde el mar llega un fantasma
hecho de cosas que amé y perdí.
Todo fue un sueño, un sueño que perdimos,
como perdimos los pájaros y el mar,
un sueño breve y antiguo como el tiempo
que los espejos no pueden reflejar.
Después busqué perderte en tantas otras
y aquella otra y todas eras vos;
por fin logré reconocer cuando un adiós es un adiós,
la soledad me devoró y fuimos dos.
Vuelven los pájaros nocturnos
que vuelan ciegos sobre el mar,
la noche entera es un espejo
que me devuelve tu soledad.
Soy sólo un pájaro perdido
que vuelve desde el más allá
a confundirse con un cielo
que nunca más podré recuperar.
Música: Astor Piazzolla Letra: Mario Trejo.
que vuelven desde el más alla,
a confundirse con un cielo
que nunca más podre recuperar.
Vuelven de nuevo los recuerdos,
las horas jóvenes que di
y desde el mar llega un fantasma
hecho de cosas que amé y perdí.
Todo fue un sueño, un sueño que perdimos,
como perdimos los pájaros y el mar,
un sueño breve y antiguo como el tiempo
que los espejos no pueden reflejar.
Después busqué perderte en tantas otras
y aquella otra y todas eras vos;
por fin logré reconocer cuando un adiós es un adiós,
la soledad me devoró y fuimos dos.
Vuelven los pájaros nocturnos
que vuelan ciegos sobre el mar,
la noche entera es un espejo
que me devuelve tu soledad.
Soy sólo un pájaro perdido
que vuelve desde el más allá
a confundirse con un cielo
que nunca más podré recuperar.
Música: Astor Piazzolla Letra: Mario Trejo.
sábado, 16 de febrero de 2013
Juan Carlos Baglietto
Juan Carlos Bagietto nació en Rosario en 1956. Formó parte de varios grupos chicos, hasta que integra la banda Irreal, en 1980, junto a Juan Chianelli (teclados), Jorge Llonch (bajo), "Piraña" Fegundez (flauta), Alberto Corradini (guitarra) y Daniel Wirzt (batería). Lograban convocar bastante gente en sus shows, pero fueron implacablemente perseguidos por la censura del Proceso.
A mediados de 1981 Baglietto se lanza como solista. Realiza su presentación en la Capital, pero no logra trascendencia hasta consagrarse como la revelación del Festival de La Falda de 1982. Para ese entonces había armado un grupo soporte, con Silvina Garré como corista, Fito Páez como tecladista, Rubén Goldín en guitarra, Sergio Sainz en bajo y José "Zappo" Aguilera en batería. Esta fue la banda con la cual grabó "Tiempos difíciles", el primer álbum de rock nacional en alcanzar el disco de oro. Muchos de sus temas, como "Mirta, de regreso" o "Era en abril", alcanzaron una gran difusión en las radios capitalinas y ésto fomentó el éxito de las presentaciones del material, en Obras, en plena Guerra de Malvinas. Este éxito frenó un poco las ventas de "Actuar para vivir", su sucesor.
En mayo de 1983 se organiza "El Rosariazo", un concierto en Obras de todos los músicos rosarinos. Baglietto se presenta junto a Litto Nebbia, Silvina Garré y Fabián Gallardo. Su banda realiza cinco llenos totales en el teatro Astral, para presentar la placa "Baglietto".
En noviembre de 1984 se realizó el show "Por qué cantamos", junto a Celeste Carballo, Nito Mestre y Oveja Negra.
"Modelo para armar" (1985) es el primer disco sin la participación de Fito Páez y en el cual Baglietto intenta hacer un quiebre con el estilo que lo caracterizaba. Para ello grabó todo material nuevo, compuesto especialmente.
"Acné" (1986) es un homenaje «a lo que fue la música con la cual crecí». De esta manera, se eligieron temas que no hayan sido hits, como por ejemplo "Los días de Actemio" (de Los Gatos) o "Tema de Pototo" (de Almendra).
En septiembre de 1986, se presentó ante cien mil personas en el Monumento a la Bandera de Rosario, como parte de los festejos por los Mil Días en Democracia, junto a Fito Páez, Silvina Garré y Antonio Tarragó Ros.
"Mami" (1988) fue registrado tras un año y medio de silencio, con el acompañamiento de Sergio Sainz (bajo), Eduardo Rogatti (guitarra), Marco Pusineri (batería) y Rubén Goldín (coros).
Desde el segundo disco, Baglietto y Garré habían compartido escenarios en forma esporádica. En el '90 tomaron la decisión de hacer un show conjuntamente y grabar un disco en vivo. «El encuentro da la posibilidad de mostrar cuán distintos podemos ser. Con los años hemos ido alejándonos en estilo, pero eso se puede compartir», justificaban.
Su siguiente trabajo, "Ayúdame a mirar" (1990), es una placa totalmente acústica, con guitarras y percusión, para la cual variedad de compositores aportaron material: Adrián Abonizio, Rubén Goldín, Chico Buarque y Joaquín Sabina, entre ellos.
Junto a Lito Vitale encararon un proyecto musical que desembarcó en "Postales de este lado del mundo", disco que incluía temas de populares autores criollos, como Carlos Gardel, Homero Manzi, los hermanos Expósito, Mariano Mores y Discépolo.
"Luz quitapenas" (1996) fue el reencuentro con los músicos que lo acompañaron en la primera época: Adrián Abonizio, Fito Páez, Jorge Fandermole y Rubén Goldín.
"15 años" (1998) fue grabado en vivo durante unos shows en el teatro Opera. El álbum es una recorrida por los éxitos más importantes del rosarino con la participación de grandes figuras como León Gieco, Fito Páez, Ana Belén, Joaquín Sabina y Alejandro Lerner.
En el 2001 retomó el trabajo conjunto con Lito Vitale, junto a Lucho González como músico invitado.
lunes, 11 de febrero de 2013
La juglaresa
Una de la tarde. Acabo de enterarme a través de una radio, de la ausencia definitiva de María Elena Walsh, la juglaresa, la poetisa, la encantadora de niños y adultos con sus poemas, sus canciones, su voz, su lucha por desestabilizar esa monotonía de la poesía y la literatura para niños, incluyendo el humor, al absurdo, la crítica a las convenciones prefijadas por las moralinas y las convenciones tradicionales de la infancia.
María Elena marcó un hito histórico: un antes y un después de la literatura para niños y jóvenes, a partir de la década del ’60. Tuvo seguidores, que quizá nunca alcanzaron su magistral escritura, pero que abrevaron de su disparate, de su absurdo, de su poética. Armadora de palabras, multiplicadora del humor y del absurdo, dueña de la sátira y la ironía, transgresora de lo solemne, defensora de la irreverencia literaria.
María Elena no proporcionó golpes bajos ni aniñados. Como un orfebre del verso y de la narrativa, esquiva el sabor escolar conservador y adhiere al desenfado poético, al manejo del equívoco, a la palabra de entrecasa. Juglaresa, poemática, cantautora, reivindicó el folklore con Leda Valladares, autentificó el teatro para niños, delineó una historia narrativa, poética y teatral, como un mito revolucionario en las temáticas dedicadas a la infancia, plagadas hasta entonces de moralejas y “buenas costumbres”. Reivindicó el humor, el absurdo, la lírica disparatada y los personajes que hicieron historia desde sus canciones, sus cuentos y sus poesías. No desdeñó la crítica en temáticas para adultos como en sus canciones, como la conocida “la sartén por el mango y el mango también” dedicada a los ejecutivos. Fiel a sus principios, nunca declinó sus ideales y su postura frente al mundo. A través del humor, del absurdo y de su crítica mordaz, fueron apareciendo nombres propios, personajes, instituciones a quienes comentó, declinó y postuló desde su propia opinión. Respetuosa de sus colegas en literatura infantil, juvenil y para adultos, sus opiniones siempre fueron valoradas. Sus letras ya son folklore. No hay quien no utilice algún título, verso o personaje en los diálogos cotidianos y hasta en discursos políticos: el país jardín de infantes, el País del Nomeacuerdo, el reino del revés. Quizás el mejor homenaje es decir que María Elena entró “a la oralidad”.
Voy a extrañar nuestras charlas a la hora del té, en su casa, chismorreando acerca de autores y libros, acompañadas por su gato, por Sara Facio y por su risa franca y divertida. Mi primera nota de tapa, en la revista Análisis, en 1968, fue una entrevista a María Elena. Es un largo tiempo recorrido. No puedo decir que “nomeacuerdo”.
Por Susana Itzcovich
María Elena marcó un hito histórico: un antes y un después de la literatura para niños y jóvenes, a partir de la década del ’60. Tuvo seguidores, que quizá nunca alcanzaron su magistral escritura, pero que abrevaron de su disparate, de su absurdo, de su poética. Armadora de palabras, multiplicadora del humor y del absurdo, dueña de la sátira y la ironía, transgresora de lo solemne, defensora de la irreverencia literaria.
María Elena no proporcionó golpes bajos ni aniñados. Como un orfebre del verso y de la narrativa, esquiva el sabor escolar conservador y adhiere al desenfado poético, al manejo del equívoco, a la palabra de entrecasa. Juglaresa, poemática, cantautora, reivindicó el folklore con Leda Valladares, autentificó el teatro para niños, delineó una historia narrativa, poética y teatral, como un mito revolucionario en las temáticas dedicadas a la infancia, plagadas hasta entonces de moralejas y “buenas costumbres”. Reivindicó el humor, el absurdo, la lírica disparatada y los personajes que hicieron historia desde sus canciones, sus cuentos y sus poesías. No desdeñó la crítica en temáticas para adultos como en sus canciones, como la conocida “la sartén por el mango y el mango también” dedicada a los ejecutivos. Fiel a sus principios, nunca declinó sus ideales y su postura frente al mundo. A través del humor, del absurdo y de su crítica mordaz, fueron apareciendo nombres propios, personajes, instituciones a quienes comentó, declinó y postuló desde su propia opinión. Respetuosa de sus colegas en literatura infantil, juvenil y para adultos, sus opiniones siempre fueron valoradas. Sus letras ya son folklore. No hay quien no utilice algún título, verso o personaje en los diálogos cotidianos y hasta en discursos políticos: el país jardín de infantes, el País del Nomeacuerdo, el reino del revés. Quizás el mejor homenaje es decir que María Elena entró “a la oralidad”.
Voy a extrañar nuestras charlas a la hora del té, en su casa, chismorreando acerca de autores y libros, acompañadas por su gato, por Sara Facio y por su risa franca y divertida. Mi primera nota de tapa, en la revista Análisis, en 1968, fue una entrevista a María Elena. Es un largo tiempo recorrido. No puedo decir que “nomeacuerdo”.
Por Susana Itzcovich
martes, 5 de febrero de 2013
El túnel del tiempo
Cuanto
más antiguos, los recuerdos tienden a ser más caprichosos, más
maleables, más susceptibles a cambios sutiles pero significativos. Pero
algunos quedan fijos, no necesitan embellecimiento ni se dejan alterar.
Sí suceden cosas extrañas, como el recuerdo monocromático: de manera
casi invariable, mis recuerdos de los ’70 son en blanco y negro. Quizás
ayuda el tono de las fotos familiares de la época, pero hay cosas que no
poseen ningún registro fotográfico y, sin embargo, asoman a la
superficie de la memoria sin colores. Lo que, aunque parezca una
contradicción, no significa que no tengan color.
María Elena Walsh trajo color a esa realidad blanco y negro. En una época oscura, pesada, mi madre tenía la invalorable costumbre de, el día de cobro, a comienzos de mes, volver a casa con un par de vinilos. Podía ser Zitarrosa o The Beatles, Les Luthiers o Julio Iglesias (en nuestra discoteca llegaban a convivir esas cosas), pero lo que nos encendía a los menores del hogar era cuando anunciaba –a través del mostro de baquelita al que llamábamos “teléfono”– que había un nuevo disco de María Elena Walsh y que lo tendríamos esa tarde.
Manuelita, el Mono Liso, el Reino del Revés y Perro Salchicha conectaron con el pibe que fui, y con mis hijos, de todas las edades, en diferentes momentos históricos. Ya no hay teléfonos de baquelita y a veces parece que María Elena canta sobre un mundo extraterrestre, pero el milagro se sigue produciendo: a los pibes les gusta. A cualquier edad, en cualquier época. Uno solo lamenta no poder transmitirles a los hijos el misterio que tenía la ceremonia del vinilo, el encontrarse con ese objeto tan querible y mirarlo y leerlo y escucharlo con fruición, y desarrollar de una vez y para siempre un vínculo con esa voz que cantaba cosas que abrían un universo de imaginación. María Elena, también, contribuyó al amor por la música: frente a tantos ladri que han hecho uso y abuso de máquinas de ritmo y berretadas sonoras, las canciones de ella son no solo bellas en su concepción, sino también rotundas en la instrumentación, en el arreglo, en la vestimenta. Tener claro cómo podía sonar una canción ayudó a que evitáramos los engaños más arteros y, en la pila de homenajes y revisitas a su obra, saber distinguir entre el artista honesto y el que solo quiere aprovechar el efecto Walsh haciendo la fácil.
No vale decir que con la muerte de María Elena Walsh murió un poco la infancia: la infancia que construyen sus canciones seguirá atravesando las eras.
Por Eduardo Fabregat
María Elena Walsh trajo color a esa realidad blanco y negro. En una época oscura, pesada, mi madre tenía la invalorable costumbre de, el día de cobro, a comienzos de mes, volver a casa con un par de vinilos. Podía ser Zitarrosa o The Beatles, Les Luthiers o Julio Iglesias (en nuestra discoteca llegaban a convivir esas cosas), pero lo que nos encendía a los menores del hogar era cuando anunciaba –a través del mostro de baquelita al que llamábamos “teléfono”– que había un nuevo disco de María Elena Walsh y que lo tendríamos esa tarde.
Manuelita, el Mono Liso, el Reino del Revés y Perro Salchicha conectaron con el pibe que fui, y con mis hijos, de todas las edades, en diferentes momentos históricos. Ya no hay teléfonos de baquelita y a veces parece que María Elena canta sobre un mundo extraterrestre, pero el milagro se sigue produciendo: a los pibes les gusta. A cualquier edad, en cualquier época. Uno solo lamenta no poder transmitirles a los hijos el misterio que tenía la ceremonia del vinilo, el encontrarse con ese objeto tan querible y mirarlo y leerlo y escucharlo con fruición, y desarrollar de una vez y para siempre un vínculo con esa voz que cantaba cosas que abrían un universo de imaginación. María Elena, también, contribuyó al amor por la música: frente a tantos ladri que han hecho uso y abuso de máquinas de ritmo y berretadas sonoras, las canciones de ella son no solo bellas en su concepción, sino también rotundas en la instrumentación, en el arreglo, en la vestimenta. Tener claro cómo podía sonar una canción ayudó a que evitáramos los engaños más arteros y, en la pila de homenajes y revisitas a su obra, saber distinguir entre el artista honesto y el que solo quiere aprovechar el efecto Walsh haciendo la fácil.
No vale decir que con la muerte de María Elena Walsh murió un poco la infancia: la infancia que construyen sus canciones seguirá atravesando las eras.
Por Eduardo Fabregat
domingo, 3 de febrero de 2013
El día en que el mundo volvió a quedar patas para arriba
Verano imperdonable, con la tristeza embotellada en los ojos, en el cuerpo.
El país está de riguroso luto.
Las niñas y los niños de ayer, las mujeres y los hombres de hoy que siguen cantando a coro a Manuelita que vivía en Pehuajó tienen una pena infinita. Esas voces ahora se quiebran –la congoja siempre desafina– cuando intentan completar lo que hizo la tortuga: un día se marchó.
“¡Qué de campanas en la sangre siento/ cada vez que me olvido de la muerte!/
Pero sucede que ella no me olvida”.
Estos versos, pletóricos de exquisito dolor adolescente, pertenecen al primer libro que publicó María Elena Walsh, Otoño imperdonable, en 1947. Prologaban, con la energía desmesurada de los primeros pasos, la obra de una artista genial, tan fuera de serie que todo lo que tocaba –poesía, narrativa, música, dramaturgia– devenía inmediatamente en oro. Tan fuera de serie es –en presente, porque su inmenso legado no admite el pretérito– que considerarla un “icono nacional, “prócer cultural”, “blasón de casi todas las infancias”, “un mito o patrimonio de la Argentina”, es recitar –de memoria– una seguidilla de lugares comunes de la lengua contra los que ella luchó hasta pulverizarlos.
La muerte no se olvidó de ella. Aunque se deseó que la noticia se hiciera humo, como un mal presagio, ayer murió María Elena o la Walsh –como prefiera cada lector–, a los 80 años, “luego de una prolongada internación y como epílogo de padecimientos crónicos que la aquejaban”, según indicó el parte emitido por el Sanatorio de la Trinidad. La muchacha que alguna vez se definió como “desabrida, limpia y chúcara” nació en “cuna de oro” el 1º de febrero de 1930, en Ramos Mejía. Su padre, Enrique Walsh, era un alto empleado de los ferrocarriles, “un anglo-argentino enamorado de Dickens y fabuloso músico autodidacto” que tocaba muy bien el piano. Su madre, Lucía Elena Monsalvo, descendía de andaluces. En la tranquila población de la línea del Oeste, la niña trovadora crecía con el abono ideal: infancia de clase media ilustrada, rodeada de libros y de cine. Entre sus fantasías más secretas –confesaría muchos años después, cuando ya era María Elena Walsh y se arrimaba a la orilla de lo que se llama un clásico– se imaginaba cantando y bailando en un escenario, como en las “maravillosas” comedias musicales que admiraba, las de Ginger Rogers y Fred Astaire. En el aula de sus recuerdos brillaba la alumna aplicada, amiga atenta de los árboles y las gallinas, y del pastito que brotaba entre los ladrillos de las antiguas veredas, las mismas que evocó en una de sus canciones, “Fideos finos”. En ese ambiente de libertad, el oído se afinó con las canciones tradiciones inglesas para niños que su padre le cantaba. Ahí comenzó a meter manos a la obra gracias a las construcciones verbales del nonsense británico. Dueña de un pudor victoriano que se confundía tal vez con timidez, María Elena se plantó, incorregible en su rebeldía, cuando a los 12 años decidió ingresar a la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano. Allí conoció a la fotógrafa Sara Facio, quien con los años se convertiría en su “gran amor, ese amor que no se desgasta sino que se transforma en compañía perfecta”, como se lee en su última novela autobiográfica, Fantasmas en el parque, publicada en 2008. En 1945, con tan sólo 15 años, apareció su primer poema, titulado “Elegía”, en la revista El Hogar, y también escribió para el diario La Nación. Dos años después, en ese 1947 dolorosamente inolvidable, murió su padre al mismo tiempo que publicaba el poemario Otoño imperdonable, que recibió el segundo Premio Municipal de Poesía. Una lluvia de elogios coronó a la “joven promesa”. Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Silvina Ocampo y Juan Ramón Jiménez celebraron ese primer libro. Cuando se recibió de profesora de Dibujo y Pintura, enfiló con una beca para la Universidad de Maryland (Estados Unidos), invitada por Jiménez, el autor de Platero y yo. Los seis meses que permaneció junto al poeta fueron una experiencia traumática. Inolvidable, en el peor de los sentidos. “Cada día tenía que inventarme coraje para enfrentarlo, repasar mi insignificancia, cubrirme de una desdicha que hoy me rebela –escribió Walsh en un texto publicado en la revista Sur, en 1957–. Me sentía averiguada y condenada. Suelo evocar con rencor a la gente que, mayor en mundo, tuvo mi verde destino entre sus manos y no hizo más que paralizarlo.” De regreso en Buenos Aires, consiguió la medicina para superar ese mal trago junto a Jiménez. Volvió a escribir ensayos en diversas publicaciones y frecuentó los círculos literarios e intelectuales. “Como a sus vanas hojas/ el tiempo me perdía./ Clavada a la madera de otro sueño/ volaban sobre mí noches y días.” Otra vez llegó un libro, el segundo poemario, Baladas con Angel, editado en un mismo volumen con Argumento del enamorado, de Angel Bonomini, quien entonces era novio de María Elena. No todo iba viento en popa, aunque pocos lo pudieran percibir. No soportaba las presiones familiares ni de la sociedad. Para ella el peronismo era una “dictadura”. Necesitaba un cambio, respirar otros aires. La aventura arrancó con una carta que sería el principio de una asociación artística y amorosa. La tucumana Leda Valladares, que entonces se encontraba en Costa Rica, la tentó con una propuesta: juntarse en Panamá para rumbear juntas hacia Europa. En el barco Reina del Pacífico, María Elena se probó el traje de cantante. Días y noches su voz se fue fogueando con las zambas de Yupanqui y los hermanos Abalos; cantó chacareras, bagualas y vidalitas anónimas, al son de los instrumentos de la compañera tucumana. Instaladas en París en 1952, en el Hôtel du Grand Balcon, una desvencijada pensión de artistas, la dupla fue eclipsando los escenarios parisienses con su exótico repertorio de canciones folklóricas. El dúo llegó nada menos que al famoso cabaret Crazy Horse. Pablo Picasso, Jacques Prévert y Joan Miró estuvieron entre su fascinado público. Las muchachas compartieron camarín con Charles Aznavour, por entonces un simple debutante. En la “ruta a la libertad”, en la París donde se codeó con la chilena Violeta Parra y grabó sus primeros álbumes –Chants d’Argentine (1954) y Sous le ciel de l’Argentine (1955), con canciones de tradición oral del folklore andino argentino–, empezó a escribir su primer libro para chicos, Tutú Marambá. Leda & María Elena volvieron a la Argentina en 1956 y pronto salieron de gira por el noroeste argentino. Después grabarían los dos primeros álbumes en el país, Entre valles y quebradas vol 1 y Entre valles y quebradas vol 2, ambos de 1957. Canciones de Tutú Marambá (1960) incluye las primeras canciones que harían famosa a María Elena: “La vaca estudiosa”, “Canción del pescador”, “El Reino del Revés” y “Canción de Titina”. El espectáculo musical-dramático para niños concebido por el dúo, Canciones para mirar, se estrenó en el Teatro San Martín en 1962. A partir de doce canciones, Leda y María irrumpían en el escenario vestidas como juglares mientras los actores –Alberto Fernández de Rosa y Laura Saniez– representaban mímicamente, entre otras, “La Pájara Pinta”, “Canción del estornudo” y “La mona Jacinta”. La sociedad parió un nuevo espectáculo más, Doña Disparate y Bambuco, dirigido por María Herminia Avellaneda, donde aparecieron el Mono Liso y la tortuga Manuelita, el personaje insignia del universo infantil amasado por Walsh. Antes de la separación de María Elena & Leda, hubo un último disco, Navidad para los chicos (1963). Etapa creativa y amorosa cerrada, publicaría un puñado de libros para chicos –El reino del revés (1964), Zoo loco (1964), Dailan Kifki (1966), Cuentopos de Gulubú (1966) y Aire libre (1967), que consolidó el universo infantil que MEW construyó en la década del ’60. Desde entonces, las infancias de millones de argentinos estarán enlazadas por una liturgia inoxidable. Narradora del disparate, “milagrera” a la hora de expandir el humor y el absurdo, irreverente hasta lo inconcebible, además de irónica y satírica, no habrá otra igual. La genia MEW, como si fuera una hechicera, tenía una pulsión poética extraordinaria. En la matriz de su escritura está la poesía. En el prólogo de Hecho a mano, su poemario para adultos de 1965, está la clave. “No sé, yo solamente versifico/ pura conversación a mi manera”, decía. Las etapas, del folklore a las canciones para chicos, pasaban. La poesía siempre quedaba. En el ’68 arrancó con sus recitales unipersonales para adultos, Juguemos en el mundo, que fue disco también y en 1971 se transformó en una película en la que actuó, dirigida por Avellaneda. Ese espectáculo-disco incluía la emblemática “Serenata para la tierra de uno”: “Porque me duele si me quedo,/ pero me muero si me voy/ con todo y a pesar de todo/ mi amor yo quiero vivir en vos”. A la Walsh –opción que suena mejor para repasar sus intervenciones públicas– le encantaba levantar polvareda. La bandera que se enarboló como símbolo de libertad y coraje fue el artículo que publicó en 1979 “Desventuras en el País-Jardín de Infantes”, cansada por la censura y las prohibiciones de películas, programas de televisión y libros. Ya estaba retirada de los escenarios; dictadura, terror y espanto trajeron el parate artístico en 1978. Esa pieza contra la figura del censor merece ser revisada y discutida sin menoscabar la importancia capital que tuvo. Un párrafo de los menos recordados legitima sin artilugios lingüísticos el accionar de la represión y convalida la teoría de los “dos demonios”. “Que las autoridades hayan librado una dura guerra contra la subversión y procuren mantener la paz social son hechos unánimemente reconocidos –señaló en ese texto–. No sería justo erigirnos a nuestra vez en censores de una tarea que sabemos intrincada y de la que somos beneficiarios. Pero eso ya no justifica que a los honrados sobrevivientes del caos se nos encierre en una escuela de monjas preconciliares, amenazados de caer en penitencia en cualquier momento y sin saber bien por qué.” Ante la posibilidad de implementar la pena de muerte en el país, en 1991 escribió un poema demoledor: “Cada vez que se alude a este escarmiento, la Humanidad retrocede en cuatro patas”. La Walsh no sintonizaba con el imperativo de la “corrección política”. Una de sus últimas intervenciones más criticadas fue cuando –en 1996– invitó a la Carpa Blanca docente a retirarse de la plaza “por autoritaria e inofensiva”. Su primera novela para adultos, Novios de antaño, fue publicada en 1990, el mismo año en que recibió el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional de Córdoba, cuando ya era –desde 1985– Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires. En 1994 se recopilaron las canciones completas para niños y adultos bajo el título Las canciones; toda su obra literaria ha sido reeditada por Alfaguara y sus libros han sido traducidos al inglés, francés, hebreo, italiano, finés, danés y sueco. En una de sus últimas entrevistas con el suplemento Radar habló de su reconciliación con el peronismo. “Al ver los manejos de la Revolución Libertadora recapacité sobre todo lo que había sido la obra del peronismo, aparte de sus manejos, así, represivos, digamos. Me di cuenta de lo que había representado para el pueblo, que es mucho. Años después viajé por el interior y la única escuela que había y el único puente eran restos de esa época del peronismo.” Se burlaba, en esa entrevista, sobre lo que le generaba la palabra “póstumo”. La pensaba como “una especie de chiste”. Y confesaba que le gustaría ser recordada “como alguien que quería dar alegría a los demás”. La vida sin María Elena tiene un gusto amargo. Entre risas y lágrimas, dos sentimientos que no son incompatibles, los argentinos la despedimos, emocionados: “¡Gracias, maestra, por tanta alegría!” María Elena Walsh: Creadora de personajes entrañables, como Manuelita la tortuga, y de canciones inolvidables, fue una de las grandes figuras de la cultura popular del siglo XX. Escribió más de 40 libros y no esquivó nunca –ni siquiera en dictadura– el debate político. Por Silvina Friera
El país está de riguroso luto.
Las niñas y los niños de ayer, las mujeres y los hombres de hoy que siguen cantando a coro a Manuelita que vivía en Pehuajó tienen una pena infinita. Esas voces ahora se quiebran –la congoja siempre desafina– cuando intentan completar lo que hizo la tortuga: un día se marchó.
“¡Qué de campanas en la sangre siento/ cada vez que me olvido de la muerte!/
Pero sucede que ella no me olvida”.
Estos versos, pletóricos de exquisito dolor adolescente, pertenecen al primer libro que publicó María Elena Walsh, Otoño imperdonable, en 1947. Prologaban, con la energía desmesurada de los primeros pasos, la obra de una artista genial, tan fuera de serie que todo lo que tocaba –poesía, narrativa, música, dramaturgia– devenía inmediatamente en oro. Tan fuera de serie es –en presente, porque su inmenso legado no admite el pretérito– que considerarla un “icono nacional, “prócer cultural”, “blasón de casi todas las infancias”, “un mito o patrimonio de la Argentina”, es recitar –de memoria– una seguidilla de lugares comunes de la lengua contra los que ella luchó hasta pulverizarlos.
La muerte no se olvidó de ella. Aunque se deseó que la noticia se hiciera humo, como un mal presagio, ayer murió María Elena o la Walsh –como prefiera cada lector–, a los 80 años, “luego de una prolongada internación y como epílogo de padecimientos crónicos que la aquejaban”, según indicó el parte emitido por el Sanatorio de la Trinidad. La muchacha que alguna vez se definió como “desabrida, limpia y chúcara” nació en “cuna de oro” el 1º de febrero de 1930, en Ramos Mejía. Su padre, Enrique Walsh, era un alto empleado de los ferrocarriles, “un anglo-argentino enamorado de Dickens y fabuloso músico autodidacto” que tocaba muy bien el piano. Su madre, Lucía Elena Monsalvo, descendía de andaluces. En la tranquila población de la línea del Oeste, la niña trovadora crecía con el abono ideal: infancia de clase media ilustrada, rodeada de libros y de cine. Entre sus fantasías más secretas –confesaría muchos años después, cuando ya era María Elena Walsh y se arrimaba a la orilla de lo que se llama un clásico– se imaginaba cantando y bailando en un escenario, como en las “maravillosas” comedias musicales que admiraba, las de Ginger Rogers y Fred Astaire. En el aula de sus recuerdos brillaba la alumna aplicada, amiga atenta de los árboles y las gallinas, y del pastito que brotaba entre los ladrillos de las antiguas veredas, las mismas que evocó en una de sus canciones, “Fideos finos”. En ese ambiente de libertad, el oído se afinó con las canciones tradiciones inglesas para niños que su padre le cantaba. Ahí comenzó a meter manos a la obra gracias a las construcciones verbales del nonsense británico. Dueña de un pudor victoriano que se confundía tal vez con timidez, María Elena se plantó, incorregible en su rebeldía, cuando a los 12 años decidió ingresar a la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano. Allí conoció a la fotógrafa Sara Facio, quien con los años se convertiría en su “gran amor, ese amor que no se desgasta sino que se transforma en compañía perfecta”, como se lee en su última novela autobiográfica, Fantasmas en el parque, publicada en 2008. En 1945, con tan sólo 15 años, apareció su primer poema, titulado “Elegía”, en la revista El Hogar, y también escribió para el diario La Nación. Dos años después, en ese 1947 dolorosamente inolvidable, murió su padre al mismo tiempo que publicaba el poemario Otoño imperdonable, que recibió el segundo Premio Municipal de Poesía. Una lluvia de elogios coronó a la “joven promesa”. Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Silvina Ocampo y Juan Ramón Jiménez celebraron ese primer libro. Cuando se recibió de profesora de Dibujo y Pintura, enfiló con una beca para la Universidad de Maryland (Estados Unidos), invitada por Jiménez, el autor de Platero y yo. Los seis meses que permaneció junto al poeta fueron una experiencia traumática. Inolvidable, en el peor de los sentidos. “Cada día tenía que inventarme coraje para enfrentarlo, repasar mi insignificancia, cubrirme de una desdicha que hoy me rebela –escribió Walsh en un texto publicado en la revista Sur, en 1957–. Me sentía averiguada y condenada. Suelo evocar con rencor a la gente que, mayor en mundo, tuvo mi verde destino entre sus manos y no hizo más que paralizarlo.” De regreso en Buenos Aires, consiguió la medicina para superar ese mal trago junto a Jiménez. Volvió a escribir ensayos en diversas publicaciones y frecuentó los círculos literarios e intelectuales. “Como a sus vanas hojas/ el tiempo me perdía./ Clavada a la madera de otro sueño/ volaban sobre mí noches y días.” Otra vez llegó un libro, el segundo poemario, Baladas con Angel, editado en un mismo volumen con Argumento del enamorado, de Angel Bonomini, quien entonces era novio de María Elena. No todo iba viento en popa, aunque pocos lo pudieran percibir. No soportaba las presiones familiares ni de la sociedad. Para ella el peronismo era una “dictadura”. Necesitaba un cambio, respirar otros aires. La aventura arrancó con una carta que sería el principio de una asociación artística y amorosa. La tucumana Leda Valladares, que entonces se encontraba en Costa Rica, la tentó con una propuesta: juntarse en Panamá para rumbear juntas hacia Europa. En el barco Reina del Pacífico, María Elena se probó el traje de cantante. Días y noches su voz se fue fogueando con las zambas de Yupanqui y los hermanos Abalos; cantó chacareras, bagualas y vidalitas anónimas, al son de los instrumentos de la compañera tucumana. Instaladas en París en 1952, en el Hôtel du Grand Balcon, una desvencijada pensión de artistas, la dupla fue eclipsando los escenarios parisienses con su exótico repertorio de canciones folklóricas. El dúo llegó nada menos que al famoso cabaret Crazy Horse. Pablo Picasso, Jacques Prévert y Joan Miró estuvieron entre su fascinado público. Las muchachas compartieron camarín con Charles Aznavour, por entonces un simple debutante. En la “ruta a la libertad”, en la París donde se codeó con la chilena Violeta Parra y grabó sus primeros álbumes –Chants d’Argentine (1954) y Sous le ciel de l’Argentine (1955), con canciones de tradición oral del folklore andino argentino–, empezó a escribir su primer libro para chicos, Tutú Marambá. Leda & María Elena volvieron a la Argentina en 1956 y pronto salieron de gira por el noroeste argentino. Después grabarían los dos primeros álbumes en el país, Entre valles y quebradas vol 1 y Entre valles y quebradas vol 2, ambos de 1957. Canciones de Tutú Marambá (1960) incluye las primeras canciones que harían famosa a María Elena: “La vaca estudiosa”, “Canción del pescador”, “El Reino del Revés” y “Canción de Titina”. El espectáculo musical-dramático para niños concebido por el dúo, Canciones para mirar, se estrenó en el Teatro San Martín en 1962. A partir de doce canciones, Leda y María irrumpían en el escenario vestidas como juglares mientras los actores –Alberto Fernández de Rosa y Laura Saniez– representaban mímicamente, entre otras, “La Pájara Pinta”, “Canción del estornudo” y “La mona Jacinta”. La sociedad parió un nuevo espectáculo más, Doña Disparate y Bambuco, dirigido por María Herminia Avellaneda, donde aparecieron el Mono Liso y la tortuga Manuelita, el personaje insignia del universo infantil amasado por Walsh. Antes de la separación de María Elena & Leda, hubo un último disco, Navidad para los chicos (1963). Etapa creativa y amorosa cerrada, publicaría un puñado de libros para chicos –El reino del revés (1964), Zoo loco (1964), Dailan Kifki (1966), Cuentopos de Gulubú (1966) y Aire libre (1967), que consolidó el universo infantil que MEW construyó en la década del ’60. Desde entonces, las infancias de millones de argentinos estarán enlazadas por una liturgia inoxidable. Narradora del disparate, “milagrera” a la hora de expandir el humor y el absurdo, irreverente hasta lo inconcebible, además de irónica y satírica, no habrá otra igual. La genia MEW, como si fuera una hechicera, tenía una pulsión poética extraordinaria. En la matriz de su escritura está la poesía. En el prólogo de Hecho a mano, su poemario para adultos de 1965, está la clave. “No sé, yo solamente versifico/ pura conversación a mi manera”, decía. Las etapas, del folklore a las canciones para chicos, pasaban. La poesía siempre quedaba. En el ’68 arrancó con sus recitales unipersonales para adultos, Juguemos en el mundo, que fue disco también y en 1971 se transformó en una película en la que actuó, dirigida por Avellaneda. Ese espectáculo-disco incluía la emblemática “Serenata para la tierra de uno”: “Porque me duele si me quedo,/ pero me muero si me voy/ con todo y a pesar de todo/ mi amor yo quiero vivir en vos”. A la Walsh –opción que suena mejor para repasar sus intervenciones públicas– le encantaba levantar polvareda. La bandera que se enarboló como símbolo de libertad y coraje fue el artículo que publicó en 1979 “Desventuras en el País-Jardín de Infantes”, cansada por la censura y las prohibiciones de películas, programas de televisión y libros. Ya estaba retirada de los escenarios; dictadura, terror y espanto trajeron el parate artístico en 1978. Esa pieza contra la figura del censor merece ser revisada y discutida sin menoscabar la importancia capital que tuvo. Un párrafo de los menos recordados legitima sin artilugios lingüísticos el accionar de la represión y convalida la teoría de los “dos demonios”. “Que las autoridades hayan librado una dura guerra contra la subversión y procuren mantener la paz social son hechos unánimemente reconocidos –señaló en ese texto–. No sería justo erigirnos a nuestra vez en censores de una tarea que sabemos intrincada y de la que somos beneficiarios. Pero eso ya no justifica que a los honrados sobrevivientes del caos se nos encierre en una escuela de monjas preconciliares, amenazados de caer en penitencia en cualquier momento y sin saber bien por qué.” Ante la posibilidad de implementar la pena de muerte en el país, en 1991 escribió un poema demoledor: “Cada vez que se alude a este escarmiento, la Humanidad retrocede en cuatro patas”. La Walsh no sintonizaba con el imperativo de la “corrección política”. Una de sus últimas intervenciones más criticadas fue cuando –en 1996– invitó a la Carpa Blanca docente a retirarse de la plaza “por autoritaria e inofensiva”. Su primera novela para adultos, Novios de antaño, fue publicada en 1990, el mismo año en que recibió el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional de Córdoba, cuando ya era –desde 1985– Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires. En 1994 se recopilaron las canciones completas para niños y adultos bajo el título Las canciones; toda su obra literaria ha sido reeditada por Alfaguara y sus libros han sido traducidos al inglés, francés, hebreo, italiano, finés, danés y sueco. En una de sus últimas entrevistas con el suplemento Radar habló de su reconciliación con el peronismo. “Al ver los manejos de la Revolución Libertadora recapacité sobre todo lo que había sido la obra del peronismo, aparte de sus manejos, así, represivos, digamos. Me di cuenta de lo que había representado para el pueblo, que es mucho. Años después viajé por el interior y la única escuela que había y el único puente eran restos de esa época del peronismo.” Se burlaba, en esa entrevista, sobre lo que le generaba la palabra “póstumo”. La pensaba como “una especie de chiste”. Y confesaba que le gustaría ser recordada “como alguien que quería dar alegría a los demás”. La vida sin María Elena tiene un gusto amargo. Entre risas y lágrimas, dos sentimientos que no son incompatibles, los argentinos la despedimos, emocionados: “¡Gracias, maestra, por tanta alegría!” María Elena Walsh: Creadora de personajes entrañables, como Manuelita la tortuga, y de canciones inolvidables, fue una de las grandes figuras de la cultura popular del siglo XX. Escribió más de 40 libros y no esquivó nunca –ni siquiera en dictadura– el debate político. Por Silvina Friera
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