Cuanto
más antiguos, los recuerdos tienden a ser más caprichosos, más
maleables, más susceptibles a cambios sutiles pero significativos. Pero
algunos quedan fijos, no necesitan embellecimiento ni se dejan alterar.
Sí suceden cosas extrañas, como el recuerdo monocromático: de manera
casi invariable, mis recuerdos de los ’70 son en blanco y negro. Quizás
ayuda el tono de las fotos familiares de la época, pero hay cosas que no
poseen ningún registro fotográfico y, sin embargo, asoman a la
superficie de la memoria sin colores. Lo que, aunque parezca una
contradicción, no significa que no tengan color.
María Elena Walsh trajo color a esa realidad blanco y negro. En una
época oscura, pesada, mi madre tenía la invalorable costumbre de, el día
de cobro, a comienzos de mes, volver a casa con un par de vinilos.
Podía ser Zitarrosa o The Beatles, Les Luthiers o Julio Iglesias (en
nuestra discoteca llegaban a convivir esas cosas), pero lo que nos
encendía a los menores del hogar era cuando anunciaba –a través del
mostro de baquelita al que llamábamos “teléfono”– que había un nuevo
disco de María Elena Walsh y que lo tendríamos esa tarde.
Manuelita, el Mono Liso, el Reino del Revés y Perro Salchicha
conectaron con el pibe que fui, y con mis hijos, de todas las edades, en
diferentes momentos históricos. Ya no hay teléfonos de baquelita y a
veces parece que María Elena canta sobre un mundo extraterrestre, pero
el milagro se sigue produciendo: a los pibes les gusta. A cualquier
edad, en cualquier época. Uno solo lamenta no poder transmitirles a los
hijos el misterio que tenía la ceremonia del vinilo, el encontrarse con
ese objeto tan querible y mirarlo y leerlo y escucharlo con fruición, y
desarrollar de una vez y para siempre un vínculo con esa voz que cantaba
cosas que abrían un universo de imaginación. María Elena, también,
contribuyó al amor por la música: frente a tantos ladri que han hecho
uso y abuso de máquinas de ritmo y berretadas sonoras, las canciones de
ella son no solo bellas en su concepción, sino también rotundas en la
instrumentación, en el arreglo, en la vestimenta. Tener claro cómo podía
sonar una canción ayudó a que evitáramos los engaños más arteros y, en
la pila de homenajes y revisitas a su obra, saber distinguir entre el
artista honesto y el que solo quiere aprovechar el efecto Walsh haciendo
la fácil.
No vale decir que con la muerte de María Elena Walsh murió un poco
la infancia: la infancia que construyen sus canciones seguirá
atravesando las eras.
Por Eduardo Fabregat
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