María Elena Walsh trajo color a esa realidad blanco y negro. En una época oscura, pesada, mi madre tenía la invalorable costumbre de, el día de cobro, a comienzos de mes, volver a casa con un par de vinilos. Podía ser Zitarrosa o The Beatles, Les Luthiers o Julio Iglesias (en nuestra discoteca llegaban a convivir esas cosas), pero lo que nos encendía a los menores del hogar era cuando anunciaba –a través del mostro de baquelita al que llamábamos “teléfono”– que había un nuevo disco de María Elena Walsh y que lo tendríamos esa tarde.
Manuelita, el Mono Liso, el Reino del Revés y Perro Salchicha conectaron con el pibe que fui, y con mis hijos, de todas las edades, en diferentes momentos históricos. Ya no hay teléfonos de baquelita y a veces parece que María Elena canta sobre un mundo extraterrestre, pero el milagro se sigue produciendo: a los pibes les gusta. A cualquier edad, en cualquier época. Uno solo lamenta no poder transmitirles a los hijos el misterio que tenía la ceremonia del vinilo, el encontrarse con ese objeto tan querible y mirarlo y leerlo y escucharlo con fruición, y desarrollar de una vez y para siempre un vínculo con esa voz que cantaba cosas que abrían un universo de imaginación. María Elena, también, contribuyó al amor por la música: frente a tantos ladri que han hecho uso y abuso de máquinas de ritmo y berretadas sonoras, las canciones de ella son no solo bellas en su concepción, sino también rotundas en la instrumentación, en el arreglo, en la vestimenta. Tener claro cómo podía sonar una canción ayudó a que evitáramos los engaños más arteros y, en la pila de homenajes y revisitas a su obra, saber distinguir entre el artista honesto y el que solo quiere aprovechar el efecto Walsh haciendo la fácil.
No vale decir que con la muerte de María Elena Walsh murió un poco la infancia: la infancia que construyen sus canciones seguirá atravesando las eras.
Por Eduardo Fabregat

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