Tres de la tarde. Siesta santiagueña en la que el sol, en un cielo de azul implacable, reina inmerso, desecando aún más el cielo seco de la tierra caldeada y cubierta por una ligera capa de polvo de sequía.
El viento norte trota por el campo lamiendo con su lengua ávida las hojas de los árboles, que protestan mugiendo perezosamente al ser sacudidos de su modorra.
Los quimiles erizan sus largas y delgadas espinas frente al viento desecante y esconden tras su tersa piel impenetrable, los jugos trabajosamente sacados a la tierra.
Se lastima el viento al desflecarse en la defensa agresiva del cacto; hace una mueca de dolor y luego de pasar acaricia el suelo levantando tras de sí pequeñas polvaredas como si rebotara en la tierra. Luego, allá a lo lejos a lo lejos, para salir de su aburrimiento hace un "uaira muyu", gira vertiginosamente y eleva los brazos como queriendo alcanzar el cielo lejano. Pero se cansa de este juego y trota nuevamente levantando su rastro de polo.
Lanzando gritos destemplados, un grupo de rubialas planea de árbol en árbol; levantan la cola al posarse, como si las empujaran de atrás, se pierden entre las hojas y planean otra vez, siguiendo ala caprichosa compañera que las dirige.
La majada sombrea en el montecito de chañares, verde isleta en el raso pelado de la extensa abra que se extiende hasta más allá de donde alcanza la vista, cuando se eal poniente; hacia los otros puntos cardinales se adivina, más que se ve, la del monte, límite de las aguas del inmenso bañando que es esa pampa...cuando llega la creciente del Saldo..., cuando llega.
Hacia fines de agosto los chañares. que antes de verdecer florecen, se cubren de amarillo fuerte y aparece la isleta un puñado oreo, que se destaca aún más en el suelo negro, pues en esa época se ha quemado ya el campo para apresurar el brote de los pastos.
El abra está aquí y allá salpicada de quimilies que avanzan a medida que los años pasan (y van tres) sin que llegue el agua que purifica los campos. En su diario procurarse el difícil sustento, la hacienda come los frutos maduros del quimil y siembra luego la dura semilla, ayudando a la plaga en su avance. Algunos de los cactos, en defensa pasiva contra la sequía que se prolonga demasiado, han comenzado a desembarazarse de sus prolongaciones extremas dejándolas secar, y han de reducirse, si la situación lo exige, a la mínima expresión a ras del suelo, para de allí, agazapados, surgir victoriosos cuando lleguen las lluvias.
El algarrobo aguantará la seca con todo su trapo desplegado y la bandera al tope. Cuanto más dura sea la sed, más frutos dará, para sus semillas repongan la pérdida de los que zozobraron, en el sequedal. ¡Algarrobo macho! (Fragmento del capítulo 1 del libro Shunko de Jorge W. Ábalos)
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